Publicaciones Estudiantiles
Leopoldo P. Gavito Nanson
Title: MÉXICO UN SÍNDROME DE RESPONSABILIDAD DILUIDA
Area: Atlantic International University
Country: Honolulu, Hawaii
Program: Curriculum Development
Avialable for Download: Yes
TABLE OF CONTENT
- INTROCUCCION
- PREFACIO Y MODELOS
- CAPTER I LO CATÓLICO, ORÍGENES
- CAPTER II LA VIEJA ESPAÑA, MEDIEVAL, EN LA NUEVA ESPAÑA, MEDIEVAL
- CAPTER III EL PRICIPIO DE UNA CONFIGURACIÓN SOCIAL QUE, DESPUÉS, HABRÍA DE SER MUY MEXICANA
- CAPTER IV DE NIÑOS Y DOCUMENTOS
- CAPTER V ALGUNOS ASPECTOS BÁSICOS DEL CATOLICISMO EN LA AMÉRICA IBÉRICA…. Y MÉXICO
- CONCLUSIONES
- BIBLIOGRAFÍA
El presente trabajo tiene la intención de deslindar algunos elementos históricos del comportamiento ético-político de la nación mexicana que, se sostiene, derivan de las particularidades de una formación social y moral católica (apostólica y romana) que ha formado un esquema de actitud donde las responsabilidades individuales y sociales son sistemáticamente soslayadas y diluidas.
En la primera parte se hace una revisión histórica de los móviles y orígenes remotos de lo que habría de convertirse en una de las instituciones políticas más impactantes de occidente: la Iglesia Católica Romana y Apostólica.
En la segunda parte, se revisan algunas de las características fundamentalmente medievales y católicas de los proyectos de expansión política españoles en el continente americano y se boceta la formación institucional mestiza resultante que habría de determinar el perfil de la sociedad nacional futura.
En la tercera parte se abordan algunas características de la configuración social mexicana, cómo, sobre la base de una concepción del mundo que diluye la responsabilidad individual y de un sistema social inequitativo, se reproducen esquemas de relaciones informales clientelares que, sumados a las condiciones mencionadas, distorsionan el desarrollo institucional y la generación y reproducción del sistema político.
En cuarto capítulo se ofrece la prueba documental de la política institucional vaticana para diluir la responsabilidad de los sacerdotes pederastas. Se pone el énfasis en los casos mexicanos.
En el capítulo cinco se apuntan las características básicas del ejercicio y pasión religiosas en México asociándolas a los estamentos sociales que ejercen tipos de pasión religiosa diferenciados. Finalmente, la sexta parte se dedica a concluir.
Un evento o algún suceso fuera de lo común suelen ser causa para fijar nuestra atención. Algo pasa y nuestros sentidos son atraídos hacia ese suceso; nos fascina y después tratamos de explicarlo. La inercia y la cotideianidad, sin embargo, capturan nuestra atención de modo mucho más infrecuente. Pero cuando en un lapso relativamente corto suceden acontecimientos que alteran la cotidianeidad de manera sustantiva y, aún así, la cotideianidad sigue siendo básicamente la misma, es la estabilidad en sí lo que se convierte en algo extraordinario, en objeto de escrutinio.
Durante los últimos años se han sumado acontecimientos singulares en México que comparten el denominador común del dramatismo: asesinatos políticos, matanzas vídeofilmadas, corrupciones documentadas, una implacable precipitación en los niveles de bienestar y el virtual desmembramiento de la fábrica nacional. En escasos dos años hemos logrado retroceder como sociedad por lo menos quince años. Y no pasa nada. ¿Qué es, pues, lo que pasa en México que nada pasa? ¿Qué es lo que explica la pasividad de la sociedad mexicana frente a acontecimientos que la agravian profundamente y cancelan en la práctica las perspectivas sociales e individuales de mejoramiento en la calidad de vida y de tranquilidad relativa en el futuro? Cómo explicar que, pese a las experiencias históricas, después de varios movimientos revolucionarios vividos en los últimos 170 años, se sigan reproduciendo los mismos esquemas clientelares y patrimonialistas en el manejo de los asuntos públicos que se vivieron desde la colonia?
El fenómeno necesariamente pasa por el universo de las actitudes y de los valores sociales éticos que las fundamentan. ¿Cómo es que ‘el mexicano’ -así, genérico- se concibe a sí mismo? ¿Cómo asume su existencia personal en el universo en que se desenvuelve? ¿Cuál es su concepción del orden y la relación que mantiene con éste? Son preguntas que sólo es posible responder sobre la base de que las conductas son manifestaciones objetivas de valores que explican tales conductas. Las reglas expresan valores y la gente las sigue precisamente por eso. Cualquiera que sea la concepción del universo cósmico en una sociedad -incluidas aquella sobre la Divinidad y los intereses religiosos de los hombres con tal estructura conceptual- habrá de influenciar y diseñar las acciones y relaciones sociales concretas de la sociedad en cuestión, particularmente en los muy mundanos campos del desarrollo institucional y la acción económica.
Max Weber y Emile Durkheim, han dejado asentada la íntima relación existente entre la religión y el problema -o singularidades- de la evolución social. Para Weber, la ética derivada del movimiento protestante calvinista -en el sentido de su antipatía por el culto a la carne y lo sensual, el énfasis en el deber religioso en hacer un uso provechoso de los recursos dados por Dios y que cada individuo tiene a su disposición, junto con el resto de los preceptos de frugalidad y orden de vida- es un factor importante para explicar el éxito económico de los grupos protestantes en las etapas tempranas del capitalismo (Weber, 1984).
La tesis de Weber ha estado sujeta a la crítica de varios autores: Sin embargo, otros, como el historiador inglés R.H. Tawney, la han aceptado y extendido argumentando que las presiones políticas y sociales y el espíritu del individualismo con su ética de ayuda a uno mismo y frugalidad, han sido factores mucho más significativos en el desarrollo del capitalismo que le mera teología calvinista (Tawney, 1998).
Efectivamente, no es conveniente explicar la evolución de las sociedades sobre la base de teorías monocausales, que ha sido la principal crítica hecha a Weber. Sin embargo, así como los comportamientos individuales y sociales derivados de concepciones éticas, e incluso teológicas, como el protestantismo proporcionan una amplia base para el desarrollo de actitudes que alientan la iniciativa individual y social hacia el capitalismo; o el judaísmo -en su forma talmúdica- “pertenece a aquellas religiones que en se acomodan al mundo y se orienta hacia él en el sentido que no lo niega como tal sino que solo rechaza el sistema prevaleciente de clases sociales” (Weber, 2005), el cristianismo católico apostólico romano conlleva una compleja trama tanto de controles como de enfoques éticos que aíslan al individuo de su contexto social y, de inicio, suprimen la responsabilidad e iniciativa de éste dirigiéndose, fundamentalmente, a la aceptación del orden político social establecido porque esa es, a fin de cuentas, la voluntad divina.
No hay motivos para creer, ciertamente, que ese fuera el contenido de la prédica original de Jesús. Al contrario, lo que es posible derivar de lo que dijo en su momento, poco tiene que ver con la posterior formación institucional de la Iglesia Católica, la cual está más directamente asociada con el trabajo realizado por San Pablo, o Saúl de Tarso, que con el movimiento judáico original de Jesús. Las concepciones católicas -en general- han implicado históricamente una fuerte resistencia al cambio y mejoramiento de la condición humana. Intentaremos en la primera parte de este trabajo aproximarnos a una explicación del porqué.
Esta muy lejana plataforma nos servirá como punto de observación para considerar algunas paricularidades de lo que fue el proceso de configuración social y posterior construcción del estado mexicano en donde las formas de asumir las cosas y las preconcepciones católicas jugaron un papel determinante.
Dado que el desarrollo político es un proceso complejo, las sociedades requieren la prescencia de un cuerpo subyacente de normas éticas -casi siempre asociadas a la normas derivadas de la religión- relativamente diferenciadas de las rutinas del intercambio político, lo suficientemente estables y flexibles que den un andamiaje de significados, orientaciones y concepciones de lo que es positivo para la sociedad y ciertas nociones compartidas de lo que son las prioridades humanas. Si ese tejido de concepciones y priorizaciones éticas de largo plazo se distorsiona por la consecución permanente de beneficios de corto plazo, la formación social se verá necesariamente distorsionada. Dicho de manera más amplia: se sostiene que tanto la inestabilidad política sistemática como la estabilidad paralizante de ciertas sociedades latinoamericanas, es alimentada de modo importante por la ausencia de un fundamento religioso-moral consistente dentro del cual los procesos políticos pueden ser estabilizados. Principios básicos e integrativos como la cooperación, el compromiso y la confianza mutua, que hacen las bases culturales de la vida y el desarrollo institucional, son particularmente débiles en la formación social mexicana.
Cuando el desarrollo institucional se da en esas condiciones, los conflictos políticos, la competencia cortoplacista y los cambios en el liderazgo político estarán sólo superficial y ocacionalmente vinculados con los significados colectivos respecto a las metas sociales y nacionales.
Por lo tanto, el punto crucial para la definición del problema no habrá de encontrarse en la estructura de gobierno ni en las personalidades de los líderes políticos o funcionarios, sino en la relación entre la esfera cultural y la configuración política como un subsistema clave de la sociedad.
México, como buena parte de las naciones del llamado Tercer Mundo, guarda una muy estrecha similitud en su evolución como estado y la construcción de su nacionalismo con las etapas tempranas de la formación europea, donde el estado adquiere una clara precedencia histórica sobre la nación. Sin embargo, de las muchas diferencias que pueden establecerse entre los procesos europeos y tercermundistas, destaca la variable del tiempo. Como señala Mohammed Ayoob, los constructores del estado del Tercer Mundo no contaron con el lujo de prolongar la traumática y costosa experiencia de una construcción del estado durante cientos de años, como en Europa Occidental o, más concretamente, en los casos de Inglaterra y Francia. La demanda de competencia con estados modernos ya establecidos y la demostrada efectividad de su cohesión social, su repuesta política y eficacia administrativa hicieron obligatorio que los estados hoy tercermundistas alcanzaran su meta en el tiempo más breve posible.
Lo inadecuado del tiempo disponible y el hecho de que varias fases secuenciales en el proceso de construcción del estado tuvieran que ser comprimidas en una sola de grandes dimensiones explica, según Ayoob, buena parte de los predicamentos del Tercer Mundo.
Países como México, Hispanoamérica de hecho, intentan responder a un largo e indeterminado proceso evolutivo en un tiempo ridículamente corto y con un predeterminado conjunto de metas. La existencia de un modelo al cual emular, y las presiones generadas por las demandas de las élites internacionales y domésticas demandan que los estados postcoloniales trasladen su estatidad jurídica a una estatidad efectiva en el menor tiempo posible haciendo que la tarea sea tan difícil que bordea lo imposible (Ayoob, 1995). Fijar un proceso evolutivo histórico a una serie de fechas predeterminadas es un ejercicio difícil y peligroso, dice Ayoob, y es sencillo coincidir con él. Se distorsiona el proceso de evolución natural y hace surgir esperanzas y temores en la meta final, incrementando así la carga en los sistemas políticos afectados al grado de hacerlos sentir permanentemente amenazados.
Aunque México, y Latinoamérica en general, hayan contado con más de un siglo para configurarse como estado, la importación de patrones culturales y económicos de una Iberia no renacentista sino medieval, hicieron que las tradiciones de las élites de las antiguas colonias pudieran penetrar hasta la totalidad del siglo XX. Son éstas estructuras preburguesas, preindustriales, las que han retrasado el proceso de construcción del estado, podría decirse incluso que por encima de los de penetración social y cohesión societal.
Existe la noción aceptada de que las discontinuidades introducidas por el gobierno colonial en Latinoamerica fueron más severas que en cualquier otro lado porque incluyeron la implantación, por la fuerza de las armas, de poblaciones europeas foráneas y una religión extraña a una escala no vista en ningún otro lugar del Tercer Mundo excepto, tal vez, Sudáfrica. La importación del trabajo esclavo introdujo fisuras raciales y sociales adicionales en un territorio colonial ya fuertemente dividido entre españoles, criollos, mestizos, e indígenas.
Pero estas discontinuidades introducidas por el proceso colonial son extraordinariamente importantes para la futura evolución política de los países excoloniales y pueden resumirse así:
• La construcción caballeresca -medieval- de las fronteras coloniales heredaron a las élites postcoloniales, entre otras cosas, entidades territoriales compuestas por grupos étnicos distintos, y a veces hostiles, que dividieron comunidades étnicas previamente homogéneas en dos o más entidades territoriales. Ello obligó a los nuevos países a enfrentar, casi inmediatamente después del reconocimiento de su estatus, retos secesionistas o irredentistas (Guerras de Castas de Yucatán, la sublevación de Sierra Gorda y las incursiones de los indios bárbaros, por mencionar algunas)
• El gobierno colonial retrasó el tránsito hacia la economía moderna en lo que debió haber sido un proceso natural de desarrollo económico. Tal administración lastró el crecimiento de clases sociales, especialmente la burguesía comercial e industrial. El proceso evolutivo del desarrollo económico fue descarrilado con el propósito de extraer el máximo beneficio de los recursos de tales sociedades para las economías metropolitanas, convirtiéndolas en mercados cautivos de las manufacturas de la metrópoli. Con ello se interrumpieron o destruyeron economías agrícolas florecientes orientándolas a la producción de granos para exportación. También disolvió las industrias manufactureras tradicionales lo que determinó la desindustrialización de las economías coloniales. Entendida como la proporción del PIB generada por, y el porcentaje de población dependiente de la industrialización.
• El gobierno colonial condujo al retraso, e incluso fosilización, de las estructuras económicas coloniales utilizando un tipo de coerción ajena al mercado (la Casa de Contratación, creada en 1530, y la alcabála). El proceso de comercialización resultante es una estructura económica que actuaba como freno del desarrollo económico debido a que generalmente la plusvalía obtenida de la comercialización de productos era transferida masivamente hacia la metrópoli.
• Otra distorsión importante proviene de la tendencia de los poderes coloniales en utilizar múltiples estructuras tradicionales de autoridad que mediaban entre el poder colonial y el pueblo colonizado (la República de Indios y la República de Españoles, por ejemplo). Ello reversó el proceso normal de desarrollo político al establecer impedimentos mayores para la creación de estructuras de autoridad basadas en principios racionales de legitimidad. Los distintos grupos mantenían sus identidades étnicas separadas por ser gobernados en parte por sus propias instituciones nativas (caciques).
• Más aún, se formaron nuevas solidaridades y fisuras étnicas durante el período colonial que introdujeron nuevas definiciones de identidad comunal. Estas solidaridades y fisuras fueron determinadas por varios factores incluyendo la migración del campo a la ciudad, los vínculos de la educación occidental con la movilidad social, el cambio de la agricultura de subsistencia hacia la producción de granos que significaran dinero en efectivo, y la creciente concentración de población alrededor de las áreas de trabajo intensivo como la minería y las empresas manufactureras.
• El agravamiento de las fisuras étnicas y comunales por la conjunción de la herencia colonial y el proceso de modernización, que en sí mismo guardaba importantes desequilibrios, condujo en varios casos al surgimiento de movimientos separatistas, insurgencias que con frecuencia demandaban la separación del estado postcolonial (La independencia de Texas en 1838, o la separación de Guatemala en 1823).
• El gobierno colonial retrasó el tránsito hacia la economía moderna en lo que debió haber sido un proceso natural de desarrollo económico. Tal administración lastró el crecimiento de clases sociales, especialmente la burguesía comercial e industrial. El proceso evolutivo del desarrollo económico fue descarrilado con el propósito de extraer el máximo beneficio de los recursos de tales sociedades para las economías metropolitanas, convirtiéndolas en mercados cautivos de las manufacturas de la metrópoli. Con ello se interrumpieron o destruyeron economías agrícolas florecientes orientándolas a la producción de granos para exportación. También disolvió las industrias manufactureras tradicionales lo que determinó la desindustrialización de las economías coloniales. Entendida como la proporción del PIB generada por, y el porcentaje de población dependiente de la industrialización.
• El gobierno colonial condujo al retraso, e incluso fosilización, de las estructuras económicas coloniales utilizando un tipo de coerción ajena al mercado (la Casa de Contratación, creada en 1530, y la alcabála). El proceso de comercialización resultante es una estructura económica que actuaba como freno del desarrollo económico debido a que generalmente la plusvalía obtenida de la comercialización de productos era transferida masivamente hacia la metrópoli.
• Otra distorsión importante proviene de la tendencia de los poderes coloniales en utilizar múltiples estructuras tradicionales de autoridad que mediaban entre el poder colonial y el pueblo colonizado (la República de Indios y la República de Españoles, por ejemplo). Ello reversó el proceso normal de desarrollo político al establecer impedimentos mayores para la creación de estructuras de autoridad basadas en principios racionales de legitimidad. Los distintos grupos mantenían sus identidades étnicas separadas por ser gobernados en parte por sus propias instituciones nativas (caciques).
• Más aún, se formaron nuevas solidaridades y fisuras étnicas durante el período colonial que introdujeron nuevas definiciones de identidad comunal. Estas solidaridades y fisuras fueron determinadas por varios factores incluyendo la migración del campo a la ciudad, los vínculos de la educación occidental con la movilidad social, el cambio de la agricultura de subsistencia hacia la producción de granos que significaran dinero en efectivo, y la creciente concentración de población alrededor de las áreas de trabajo intensivo como la minería y las empresas manufactureras.
• El agravamiento de las fisuras étnicas y comunales por la conjunción de la herencia colonial y el proceso de modernización, que en sí mismo guardaba importantes desequilibrios, condujo en varios casos al surgimiento de movimientos separatistas, insurgencias que con frecuencia demandaban la separación del estado postcolonial (La independencia de Texas en 1838, o la separación de Guatemala en 1823).
Todo ello ha llevado a Myron Weiner (1987) a sostener que fue una política étnica hegemónica, antes que una acomodativa, la que caracterizó a los nuevos estados. Un solo grupo étnico -los criollos en el caso mexicano y latinoamericano- toma el control del estado y utiliza sus poderes para ejercer control sobre los otros grupos. La construcción de nación es mucho menor debido a que el proceso de construcción del estado ha producido muchos grupos étnicos faltos de poder e influencia. Este, en la mayoría de los estados multiétnicos, es frecuentemente el producto de políticas de estado deliberadas.
El punto de partida de la documentada pero con frecuencia oculta historia de la religión católica es Jesús de Nazaret. El material disponible sobre de la vida, trabajo y muerte de Jesús revela nada en absoluto de lo en que después habría de transformarse el movimiento al que dio pié y que se convertiría en lo que quizá sea la institución política más sólida y longeva de la historia: la Iglesia Católica, romano y apostólica.
Nada de lo que es tomado como la historia de la vida, trabajo y muerte de Jesús de Nazaret lleva directamente a él. Para aproximarse a la configuración histórica de lo que luego habría de ser catolicismo, se tiene que aceptar que ninguna de las fuentes sobre la vida y trabajo de aquel que se reclama como su fundador, Jesús, puede ser rastreada hasta alcanzarlo directamente a él.
No dejó ningún escrito y tampoco hay registros contemporáneos a él que cuenten su vida o que den cuenta de su existencia. Prácticamente todo lo que puede ser establecido del Jesús histórico depende casi sin excepción de las tradiciones cristianas, especialmente del material utilizado en la composición de los evangelios canónicos (Marcos, Mateo y Lucas) y los evangelios apócrifos que reflejan el punto de vista de la iglesia inmediatamente posterior y su fe en Jesús. Las fuentes no cristianas son escasas y no aportan nada adicional a lo recogido por las tradiciones cristianas.
Por ejemplo, la ejecución de Jesús se menciona en los “Annales” del historiador romano Tácito, pero éstos fueron escritos alrededor del año 110 D.C. Y Tácito no habla de Jesús sino de Cristo. El pasaje sólo da cuenta del tipo de fin que tuvo Jesús como fundador de un movimiento religioso e ilustra la opinión que había en Roma de ese movimiento.
‘Por lo tanto, aboliendo los rumores, Nerón subyugó a los reos y a inquisitorias penas los afectó, a quienes por sus ofensas odiándolos el pueblo «cristianos» los llamaba. El autor del nombre suyo, Cristo, Tiberio imperando, por el procurador Poncio Pilato de suplicio afectado fue; reprimida por el momento, la fatal superstición de vuelta irrumpió, no sólo en Judea, origen de sus males, sino por la ciudad Roma también, donde todas las atrocidades y vergüenzas del mundo confluyen y se celebran.’ (Anales, 15.44.2-3)
El historiador judío Flavio Josefo , quien describió la historia del pueblo judío y los eventos de la guerra judeo-romana (66-70 DC), hace sólo dos menciones incidentales en su Antigüedades Judías, en el libro 18 capítulo 3 (63) “Ahora, por este tiempo estaba Jesús, un hombre sabio, si fuera lícito llamarlo hombre, porque era hacedor de asombrosos trabajos… atrajo hacia él a muchos judíos y muchos gentiles.” (Josephus, 2004))
Y en Antigüedades Judías libro 20 capítulo 9.1: “… reunió (Ananás) los jueces del Sanedrín y trajo frente a ellos al hermano de Jesús al que llamaban Cristo, y que se llamaba Jaime, y a algunos otros...” (Ídem).
En el Talmud, compendio de la ley judía, hay sólo unos pocos comentarios de los rabinos de los siglos I y II que pueden ser considerados. Contienen, fundamentalmente, las polémicas de los apologistas judíos y revelan el conocimiento que tenían de la tradición cristiana; pero también incluyen varios motivos de divergencia. El retrato que de Jesús se presenta en estos escritos consistiría resumidamente en lo siguiente: hijo de un hombre llamado Panther (Ben (hijo de) Panther); trabajó la magia, ridiculizó a los sabios, sedujo y agitó a la gente, reclutó cinco discípulos a su alrededor y fue colgado (crucificado) en la víspera de Pascua. La Toledot Yeshu (Vida de Jesús) es una versión amable de tales afirmaciones que circuló entre los judíos en varias versiones durante la Edad Media. Pero volviendo a lo de Jesús Ben Pantera, el significado es: “Jesús hijo de Virgen” ya que Pantera viene de la lengua griega “Parthenos = virgen o doncella”. En un lugar del Talmud Babilónico se habla de: Pandera = El querido. Hay algunos han querido cambiar el significado explicando que Jesús era hijo de María y de un guerrero.
Abreviando, algunos lugares en que se pueden encontrar referencias a Jesús en el Talmud son: Sanedrín 107b; Baraita; Sotah 47b; Shabbat 104b; Sanedrín 67; Shabbat. 14d; J. Shabbat. 14d. Los Talmudistas no tratan del todo bien a Jesús. Aunque es preciso considerar que estos escritos son de la secta “Talmudista” los cuales datan de los años 100 a 500 D. C. y esta secta se dedico a ridiculizar el Nuevo Testamento.
Pero por todas estas fuentes independientes, ninguna contemporánea sino entre 50 y 150 años posteriores a Jesús, puede afirmarse que, en la antigüedad, incluso los opositores a la cristiandad no dudaban de la autenticidad de Jesús. Ello sucedió por primera vez a finales del siglo XVIII, durante el XIX y a principios del XX.
En cualquier caso sí hubo un movimiento sectario –probablemente vinculado originalmente con los esenios, como veremos adelante- con raíces en la judería palestina que creció entre la judería helenizada de la Diáspora y que terminó por romper el cerco étnico.
Así, los primeros cristianos fueron cristianos judíos, por lo que el Pentateuco -los primeros cinco libros de la Biblia- necesariamente debió haber sido de gran importancia para ellos y seguían sus leyes, observaban el shabat y la circuncisión. Las ideas cristianas, en el contexto del dominio imperial romano, se extendieron desde la periferia del imperio entre los judíos debido los más probable a que en realidad llevaban el propósito de rescatar en la práctica la ley mosaica que había sufrido varias modificaciones en su observancia que alteraban la convivencia del pueblo judío dominado por Roma. Esto puede suponerse de manera bastante verosímil debido a que es el común denominador de los muchos opositores a la helenización, específicamente la romanización, que existieron en esos tiempos y que, en esencia, coincide con las intenciones de varios profetas escatológicos de aquel entonces. Juan Bautista, por ejemplo.
Cuando se ha tratado de presentar históricamente a Jesús se ha hecho con base en siete imágenes (Pagrasam, 1998):
1.- Jesús, un judío marginal (esto, por suponer que no se haya casado, cosa que, en efecto, siendo judío lo hubiera marginado).
2.- Jesús, un profeta escatológico.
3.- Jesús: un profeta del cambio social.
4.- Jesús: un sabio.
5. Jesús: un ser humano del Espíritu.
6. Jesús: un filósofo cínico itinerante.
7. Jesús: un campesino judío.
2.- Jesús, un profeta escatológico.
3.- Jesús: un profeta del cambio social.
4.- Jesús: un sabio.
5. Jesús: un ser humano del Espíritu.
6. Jesús: un filósofo cínico itinerante.
7. Jesús: un campesino judío.
Sobra decir que cualquiera de las imágenes es especulación pura, resultante de lo que podemos suponer impotencia para explicar un fenómeno de dos mil años de antigüedad que ha marcado la historia de occidente y que muy probablemente no sea más que el producto de una suma de superposiciones, sincretismos, temores e imposiciones políticas.
Pero hubo una cristiandad germinal. Era un grupo -entre muchos otros- contestatario al orden romano y a una aristocracia judía artificial romanizada; se les llamaba judíos cristianos porque el número de sus miembros consistió mayoritariamente de judíos que se sumaron a la figura y una idea de Jesús y siguieron sus creencias y enseñanzas. Aceptaremos pues sin conceder que hubo un judío llamado Jesús.
Dicho de otro modo, si bien la imagen histórica de Jesús es básicamente difusa, hay suficientes referencias tanto como cristianas como no cristianas para reconocer cierta historicidad.
Aquí, vale la pena echar un vistazo a los Evangelios. Los Evangelios no son una ventana a los tiempos de Jesús, sino un espejo en el que se acumulan experiencias y reflexiones de las comunidades cristianas posteriores al siglo I (Kippenberg, 1994).
En la tradición de los Evangelios se refleja el fracaso de un movimiento de reforma de las sinagogas y que se encontró con la acérrima resistencia de fariseos y escribanos (Mack, 1998).
Por lo tanto, es posible afirmar que tales judíos, los seguidores, asumieron a Jesús como un profeta que, independientemente de otras derivaciones, trataba de hacer a las personas más conscientes y observantes del contenido y la intención del Pentateuco además de intensificar la aplicación de sus leyes. Pero como, en todo caso, todos los judíos debían de vivir según las leyes contenidas en estos cinco libros, cabe preguntarse cuál era entonces la discusión entre judíos y judíos cristianos.
Hay razones para suponer que un aspecto importante fueron las leyes de comportamiento y el sistema social que se derivan del Pentateuco:
• Que todos lo hombres son iguales, que ninguna persona oprimiría o explotaría a otra, que todos tienen el derecho a ser libres y dueños independientes de su propia fe y destino.
• Que toda persona tiene derecho a la seguridad social. Lo que significa que las personas pueden ser objeto no sólo del apoyo de la comunidad cuando caen en desgracia, sino también a mantener su condición como proveedores independientes para sus familias.
• Que toda persona tiene derecho a la seguridad social. Lo que significa que las personas pueden ser objeto no sólo del apoyo de la comunidad cuando caen en desgracia, sino también a mantener su condición como proveedores independientes para sus familias.
Desde luego, las leyes del Pentateuco tenían que ser observadas por los judíos como materia de ley en su vida diaria. Sin embargo, eran precisamente tales leyes de comportamiento y tales leyes del sistema de convivencia social las que el patrón -en un sistema no de clases sino de relaciones patrón- cliente- simplemente se rehusaba a seguir y para lo cual cambiaron su aplicación orientándolas hacia su beneficio, con el inequívoco respaldo del poder romano.
Jesús trató de revertir esta situación haciendo que las leyes judías fueran observadas por las todas personas en su vida cotidiana. Puede afirmarse que en eso precisamente consiste la esencia de sus enseñanzas (Davidmann, 1994) De hecho, la vida del maestro, habría sido la de un judío observante a quien se le veía por las sinagogas, cumplía con el Templo, respetaba la ley... aunque siempre tuvo problemas por posponer sinagogas, templo y ley en beneficio del hombre. También es cierto que favoreció a los paganos (gentiles) que, con fe, buscaron sus favores. Incluso llegó a ponerlos como ejemplo de fe religiosa ante su auditorio judío (Luc 7, 9; 10, 27; 17, 18). Pero esto podía ser tomado como algo esporádico y no esencial a las intenciones del profeta fundador (Martínez, 1997).
Es importante precisar que el judaísmo en la Antigüedad fue la primera de las religiones del Oriente Cercano en ligar la fe en un dios creador supraterrenal con una asociación política que se aproximaba al tipo de gobierno de las ciudades de la Antigüedad. En el siglo V a. C. existe ya una intensa actividad oficial con miras a poner por escrito y sancionar las tradiciones judías (Bikerman, 1986). Si surgieran otros profetas distintos a aquellos citados y legitimados por los libros del Éxodo y el Deuteronomio, serían sospechosos de entrada (Deuteronomio 13, 1-3). Ello explica, entre otras razones de carácter político, la fundamentación del rechazo Judío a cualquier nuevo profeta, incluido Jesús. Cuando en las comunidades judías surgía un grupo con una concepción disidente del verdadero modo de vida judío, reaccionaban rápidamente y con dureza con el apoyo de los gobernantes romanos. No es casual que, desde el principio, las diferencias entre los partidarios y los adversarios de Jesús tuvieran aspectos y argumentaciones jurídicas. Las comunidades judías de la Diáspora imponían penas y castigos físicos de manera completamente legal a los miembros desobedientes. Lo que para San Pablo era “persecución”, era, desde el punto de vista de los perseguidores, una “persecución penal” legítima (Sanders).
Históricamente, el asunto de Jesús se reduce a la comprensión del medio ambiente en el que surgió (Guignebert, 2005).
De hecho, es a San Pablo a quien debemos que el cristianismo no desapareciera en el tiempo como otra más de las muchas sectas judaicas. Y es también, curiosa y precisamente, por el ingrediente paulino que el cristianismo ha recibido más ataques y críticas. Desde Voltaire y Nietzche, hasta Bertrand Russell, pasando por Alfred Rosemberg y los demás propagandistas nazis.
San Pablo -originalmente Saúl (Sáulo) de Tarso, hoy Cilicia, en Turquía- era un ciudadano romano cuya educación formal inicial había sido judía; originalmente, persiguió a los cristianos que, por así decirlo, renovaban su conocimiento de las leyes y la aplicación de éstas en su vivir cotidiano. En la historia de los apóstoles encontramos que él mismo le solicitó al sumo sacerdote de Jerusalén cartas para poder perseguir a comunidades cristianas en Damasco y arrestar a cristianos para llevarlos a Jerusalén (Hechos 9, 1-3; 22, 4 s; 26 9-11).
En algún momento, sostuvo que había tenido una visión (Hechos 22, 7) y se proclamó como cristiano. Pasó del sectarismo estrecho al universalismo militante y del legalismo riguroso al rechazo total de la ley. Al abjurar del apoyo a la ley mosaica, su prédica no fue a favor, como seguramente Jesús había hecho, sino en contra las leyes sociales y sistema del Pentateuco. Predicó contra la independencia material, contra el sistema de seguridad social, contra la liberación de la opresión y explotación. En la comunidad de Qumran se juzgaba a los novicios y a las personas tomando en cuenta sus obras de la Tora. La justicia era observable y un criterio de pertenencia a la comunidad elegida. Eran los actos visibles los que decidían sobre el carácter del individuo (Dunn, citado por Kippenberg). Era esta práctica externa la que le parecía engañosa a Pablo en relación con la verdadera justicia del individuo. Los mandamientos de impureza de los alimentos, así como la circuncisión ya no dirían nada respecto a la pertenencia al pueblo elegido (Cfr. Rom 14, 1-6; Cor 7,9; Gal 6,15). Con esto quedaba programado el conflicto entre Pablo y Pedro que habrían de tener en Antioquía (Kippenberg).
Aquí, es conveniente hacer una breve revisión de las condiciones políticas y ambiente de la nación judía en aquella época.
En tiempos de Jesús, la pequeña nación judía estaba escindida y era impotente. Situada desde siempre en un área de tensión de los grandes imperios de la antigüedad (Egipto, Babilonia, Persia y Siria) donde combatían entre sí para sucederse en el dominio.
La nación judía había perdido su independencia política desde el Exilio Babilonio (586-538 AC) y, desde entonces, sobrevivido bajo variadas dominaciones extranjeras; primero bajo la dinastía ptolemaica egipcia (S.3 A.C.), después bajo la dinastía selúcida siria (S. 2 A.C.) y, finalmente, bajo los romanos (70 A.C.). Sólo durante el pequeño ínterin del reino de los Macabeos (168-165), resultado de su levantamiento contra el rey sirio Antoquio IV, la nación judía vivió con independencia por poco tiempo porque el gobierno macabeo se vino abajo como resultado de la desintegración interna y de las luchas por el poder.
Pompeyo captura Jerusalén en el 63 A.C. y somete el territorio de Judea. Otras varias regiones más pequeñas fueron dejadas al gobierno de los judíos. Galilea, por ejemplo, que quedaría en el extremo norte del reino y en la periferia del imperio romano.
Explotando y aprovechando la amenaza que el imperio persa le significaba a los romanos, y adaptándose hábilmente a los cambios de poder después del asesinato de Julio César, Herodes I (que reinó del 37-4 A.C.), maniobró con ayuda de los romanos para convertirse en rey de los judíos y para extender el estado judío nuevamente sobre la casi totalidad del territorio de Palestina. Herodes el Grande promovió la helenización de muchas formas. Trató de ganarse el favor de los judíos reconstruyendo el Templo de Salomón a una enorme escala y de forma ostentosa. Empezó la obra en el 20 A.C. y no habría de concluirse sino hasta el 64 D.C., pocos años antes del levantamiento de los judíos contra Tito (Sanhedrín) en el año 70 que llevara a la destrucción del Segundo Templo.
Aunque los judíos demandaron la abolición del gobierno herodiano después de la muerte de éste, los romanos dividieron el reino entre los hijos de Herodes el Grande.
En lo que a Jesús concierne, las condiciones de Galilea -tierra de su origen y ministerio- son de extrema importancia. La región pasó de ser un lugar de asentamientos extranjeros para volver a judaizarse. Sin embargo, tanto la cultura como la civilización galileas siguieron siendo en gran medida helénicas, especialmente durante el reinado y la cohorte de Herodes Antipas.
La población judía, que hablaba arameo, vivía bajo sus propias leyes social-religiosas las cuales no habían sido afectadas de modo importante. En tiempos de Jesús, Galilea era conocida como un punto importante en la resistencia a Roma, pero ésta no era uniforme; por un lado estaba la aristocracia religiosa conforme y beneficiaria de la situación y, por otro, estaban los que resistían abiertamente, además de los que conciliaban.
Bien, en este contexto es que fue dada la prédica y acción de Pablo. Hay que considerar, también, la visión escatológica que solía dispersarse en la época y que Pablo compartía. El estaba convencido de que el fin de los tiempos era inminente, lo que explica en parte sus actitudes y la naturaleza de su prédica. Sin embargo, hay motivos suficientes para pensar que al sostener el principio de autoridad divina, que todo aquel que estuviera en una posición de autoridad la tenía porque esa la voluntad de Dios, daba un vuelco sustantivo a toda posible racionalidad.
Ahora bien, independientemente de los aspectos de observancia religiosa y de si era privativo del judaísmo o no la utopía de la universalidad, lo que subyacía en el planteamiento pablista eran, de hecho, todos los elementos esenciales de las doctrinas básicas del cristianismo: la visión de la historia, el mecanismo de salvación, el papel de la jerarquía de Cristo Jesús. A todo ello que pudiera haber estado implícito en las enseñanzas de Cristo, Pablo le confirió un carácter explícito, claro y completo. Es, como dice Paul Johnson (1989), un cuerpo cósmico, de hecho helenizado, que había logrado que monoteísmo judío fuese accesible a la totalidad del mundo romano.
Al poco tiempo, por lo demás, resultó en una ideología política conveniente a un sistema que quería permanecer en condiciones de privilegio sin estorbos. Esto, ciertamente, lo puso en conflicto con los cristianos judíos y con las comunidades mayoritariamente judío cristianas palestinas.
Así, el paso de la esperanza apostólica al dominio de la diáspora se efectuó de forma natural e inevitable. El libro de los Hechos da cuenta de cómo los Apóstoles conquistaron a cierto número de judíos helénicos llegados a Jerusalén para el Pentecostés. Algunos regresaron a sus lugares de origen inmediatamente; otros permanecieron en la ciudad. Pero fueron aislados o expulsados por Esteban quien se había dedicado a llevar el evangelio a las sinagogas que los judíos helenistas mantenían en Jerusalén; luego moriría a manos del Sanedrín (Hechos 6, 9 y ss; 7, 57 y ss). De ahí se fueron a Fenicia, Chipre y Antioquía donde predicaron en las sinagogas (Hechos 11, 19 y ss); Los Doce no hubieran ni remotamente podido prever esa iniciativa. Cuando se enteraron de que se predicaba entre gentiles enviaron a Antioquía para que les informara a alguien de confianza llamado Bernabé. Pero Bernabé fue convertido por el entusiasmo de los nuevos convertidos, se dirigió a Tarso con Pablo para llevarlo a Antioquía (Guignebert, 2005).
Pablo se concentró entonces, después de acordarlo con Bernabé en Antioquía, en ganar conversos gentiles (personas no judías) que presumiblemente sabían nada sobre las leyes del Pentateuco y que, consecuentemente, estarían más dispuestos seguir sus enseñanzas sin cuestionar su contenido. En este sentido Hans G. Kippenberg (1987) hace notar que la postura de rechazo a las leyes de los padres se prolongó de otra manera entre los cristianos de la vieja iglesia. Celso acusaba a los cristianos de haber traicionado su patrios nomos judío.
Ya más o menos por la misma época Filón de Alejandría, prototipo del judío helenizado, se proponía demostrar que la ley mosaica se acordaba perfectamente con las especulaciones de Platón y Zenón. El nacionalismo estrecho y militante palestino se debilitaba en la diáspora. Pasaba ahora a ”conquistar el mundo por la verdad”. Con Pablo se incorporaba una idea totalmente griega: el dualismo de la naturaleza humana. El cuerpo se desdibujaría y la atención pasaría al cuidado del destino del alma.
Saúl de Tarso, Pablo, ciertamente tenía una personalidad singular, el maestro José Luis González Martínez (1997), al apuntar sobre el perfil de Pablo dice: “...si quisiéramos tipificarlo desde el punto de vista de las raíces de su pensamiento, lo menos que tendríamos que decir...es que es un personaje multifacético. Judío de raza, griego por inculturación, fariseo muy próximo a la corriente apocalíptica por opción religiosa dentro del judaísmo, cosmopolita por mentalidad, beligerante por temperamento y método...”
Es por Pablo que el cristianismo experimenta una profunda transformación en sus primeros 50 años de existencia como consecuencia de la superación de las limitaciones étnicas del judaísmo y su consiguiente proyección hacia la universalidad y, además, de su primera fase de helenización.
Tanto la universalidad teológica como la multiculturalidad antropológica propugnadas por Pablo se encuentran en la base de la secuencia conceptual de la que forman parte categorías tales como imperio cristiano, cristianismo como religión imperial, orbe cristiano, cristiandad, etcétera, como primeras formaciones en que cristaliza la idea cultural, política y espacial de Occidente (González, 1997). E, indudablemente, el definitivo impacto que todo ello habría de tener, 1,500 años después, en América y la configuración de sus sociedades.
Las epístolas de Pablo son la parte más antigua del Nuevo Testamento. Siguieron los Evangelios -primero Marcos, después Mateo, Lucas y Juan. Las cartas de Pablo se escribieron aproximadamente en 50 D.C. y los evangelios entre el 70 y el 100 D.C.
Las epístolas dan el punto de vista e ideología personal de Pablo a lo que él mismo les da una gran autoridad que de otro modo no hubieran tenido. Pero en esto, ciertamente, existen circunstancias que lo explican. Por ejemplo, suele ser frecuente la impresión de que en el primer conflicto doctrinal y estructural de cristianismo, el Concilio de Jerusalén (alrededor del 50 D.C.), no era más que una simple discrepancia entre Pablo y Santiago con el arbitraje de Pedro y Jaime, el hermano de Jesús. Allí se discutió si los cristianos gentiles debían o no observar las leyes mosáicas judías; el concilio fue motivado por la insistencia de los judíos cristianos de Jerusalén para que los cristianos gentiles de Antioquía y Siria -representados por Pablo y Bernabé- respetaran la costumbre de la circuncisión. El asunto se decidió por la posición de Pablo, la cristiandad no judía no quedaría atada a las ceremonias judaicas levíticas tradicionales excepto en lo referente a comer carne sacrificada a los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre, y deben tratar a los otros como quisieran ser tratados ellos. Para algunos historiadores, el Concilio de Jerusalén demuestra la voluntad de los líderes apostólicos para lograr compromisos en ciertos aspectos secundarios con el propósito de mantener la paz y unidad de la iglesia. Aún así, no deja de sorprender que el concilio resolviera a favor de Pablo, de reciente incorporación al movimiento. No debe olvidarse que las fuentes que dan cuenta del asunto pertenecen precisamente al círculo de influencia de Pablo: la epístola a los Gálatas y el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por Lucas quien era su discípulo.
Al respecto, González Martínez (1997) hace notar que muchos datos extrabíblicos pertenecientes a las primeras fuentes cristianas pintan un panorama muy distinto: la mayoría de las rutas de expansión del cristianismo durante los siglos I y II son de perfil judío. Para el primer siglo cerca de seis millones de judíos vivían en la Diáspora. Muchas de esas comunidades encontraron formas de adaptación e incluso de autonomía que después habrían de servir de conductos para la implantación del cristianismo sobre la base de la estructura religiosa y cultural judías. “Qué otra cosa tenían a la mano si Jesús les había dejado una utopía antes que una estructura?”
Es preciso tener cuidado con la imagen excesivamente paulina que los Hechos de los Apóstoles nos dan de la misión cristiana lo que, por lo demás, nos permite calibrar la significación trascendental y un tanto sorprendente que tuvo el triunfo de Pablo en el Concilio de Jerusalén:
1. El papel mesiánico de Jesús de Nazaret.
2. Y la validez permanente, o no, de las leyes mosaicas para todos.
2. Y la validez permanente, o no, de las leyes mosaicas para todos.
En conjunto, los evangelios (canónicos y apócrifos) relatan la vida y muerte de Jesús de modo sinóptico; aunque el de San Juan, adoptó una posición especial que lo diferencia del resto. Pero las cartas de Pablo parecen ser más un vehículo de sentencias dirigidas en contra de la observancia de leyes muy antiguas que tenían la intención explícita de asegurar condiciones de libertad, independencia e igualdad (cfr, Éxodo 29 al 33). Las enseñanzas de Pablo fueron aceptadas por una considerable cantidad de gente y las historias respecto al origen de la cristiandad difieren entre las de los cristianos judíos y las de los cristianos gentiles (no judíos). Son, precisamente, las versiones gentiles las que se incluyeron en el Canon cristiano o, más precisamente, católico, y devinieron en la doctrina oficial.
Dicho de otro modo, los cambios y omisiones que fueron hechos a las leyes mosaicas fueron, en esencia, además de la base apocalíptica y escatológica que los contextúan, cambios políticamente motivados para difundir el mensaje de Pablo con, finalmente, una ideología política aceptable para el orden político establecido.
Por ejemplo, sin ninguna razón clara, sin justificación alguna y sin citar una fuente, Pablo dice en su carta a los Romanos en el capítulo 13 que:
1. Toda alma se someta a las potestades superiores; porque no hay potestad sino de Dios; y las que son, de Dios son ordenadas. Así, toda autoridad viene de Dios, de manera que los gobernantes (esos que están en una posición de autoridad) han sido puestos por Dios. Por lo tanto, permítase a cada persona someterse a esos que gobiernan.
2. Así que quienquiera que se resiste los gobernantes resiste a quien Dios ha nombrado... y esos que resisten ganan condenación para sí,
3. Porque los magistrados no son para temor al que bien hace, sino al malo. ¿Quieres pues no temer la potestad? haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella
4. Porque es ministro de Dios para tu bien... si haces lo malo, teme... no en vano lleva el cuchillo...
5. Por lo cual es necesario que le estéis sujetos... evitar su enojo (si no obedeces) y porque obedecer es la cosa correcta de hacer.
6. Por la misma razón que también pagas impuestos, por que son ministros de Dios que sirven a esto mismo... actúan en el nombre de Dios.
7. Paga todo a esos que debéis en autoridad lo que demandan, impuestos, réditos, respeto, honor.
8. No debáis a nadie nada, sino amaras los unos a los otros. Porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley.
9. Por esto: No cometerás adulterio; No asesinarás; No robarás; No darás falso testimonio; No codiciarás... y si hay cualquier otro mandamiento, se resume en este dicho: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
10. El amor no hace daño al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.
2. Así que quienquiera que se resiste los gobernantes resiste a quien Dios ha nombrado... y esos que resisten ganan condenación para sí,
3. Porque los magistrados no son para temor al que bien hace, sino al malo. ¿Quieres pues no temer la potestad? haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella
4. Porque es ministro de Dios para tu bien... si haces lo malo, teme... no en vano lleva el cuchillo...
5. Por lo cual es necesario que le estéis sujetos... evitar su enojo (si no obedeces) y porque obedecer es la cosa correcta de hacer.
6. Por la misma razón que también pagas impuestos, por que son ministros de Dios que sirven a esto mismo... actúan en el nombre de Dios.
7. Paga todo a esos que debéis en autoridad lo que demandan, impuestos, réditos, respeto, honor.
8. No debáis a nadie nada, sino amaras los unos a los otros. Porque el que ama al prójimo ha cumplido la ley.
9. Por esto: No cometerás adulterio; No asesinarás; No robarás; No darás falso testimonio; No codiciarás... y si hay cualquier otro mandamiento, se resume en este dicho: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
10. El amor no hace daño al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.
No deja de ser sorprendente que Pablo, sin ninguna buena razón, declara que esos en autoridad gobiernan ‘por derecho divino’, que cualquier cosa que hagan está justificada porque, en su opinión, actúan en el nombre de Dios. Cualquier cosa que hagan o quieran aquellos en autoridad, Pablo le llamaba 'bueno' y aquellos que se resisten o se oponen hacen el 'mal', y serán castigados.
Aunque, efectivamente, para Pablo el fin de los tiempos es inminente y es un “hombre que se sabe en tránsito por un presente corto” (González Martínez), es de llamar la atención el sorprendente llamado a la sumisión y lo políticamente conveniente que un discurso así resulta para cualquier sistema político social definido por relaciones de dominación.
Argumenta que se debe temer y obedecer a la autoridad y hacer por ellos y darles todo lo que pidan sin importar lo egoísta, corrupto, inhumano, vicioso, asesino o ‘malo’ que fueran. Lo que Pablo sostiene en esta carta no es el código de comportamiento y responsabilidades recogido en el Pentateuco bajo la forma religiosa de la palabra de Dios, ni tampoco lo predicado por Jesús, quien finalmente era un judío observante de las leyes, independientemente del conflicto que tenía con la autoridad.
Dicho en crudo, bajo la forma de un sermón religioso Pablo apela a una actitud política, tratando de convencer a las personas de que voluntariamente sirvan, se sometan y amen, incluso, a aquellos que los oprimen.
Basta revisar someramente las leyes sociales y el sistema del Pentateuco (Éxodo cap. 22) y se verá cómo éstas leyes apuntalan los conceptos de libertad e independencia material y proporcionan el marco para una buena de calidad de vida -aquí y ahora-, además de respaldar una suerte de seguro social primitivo pero eficaz.
Son éstas leyes de comportamiento, éstas leyes sociales y éste sistema social al que Pablo se opone finalmente al alterar su sentido y diluir las responsabilidades implícitas derivadas de las leyes mosáicas.
Por ejemplo, en Romanos 13, 8-10, Pablo lista sólo los últimos cinco de los Diez Mandamientos. Estos cinco mandamientos protegen a las personas contra comportamiento antisocial de otros prohibiendo el hacer aquello que amenace o dañe a otras personas, prohibiendo el adulterio, el asesinato, el robo, el falso testimonio y la codicia.
Continúa diciendo:
(1) "El amor (la caridad) no hace daño al prójimo," y
(2) "si hay algún otro mandamiento, en esta sentencia se comprende sumariamente 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo’."
(2) "si hay algún otro mandamiento, en esta sentencia se comprende sumariamente 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo’."
También dice:
(3) "Amor es el cabal cumplimiento de la ley" y
(4) "el que ama a su prójimo ha cumplido la ley"
(4) "el que ama a su prójimo ha cumplido la ley"
Ciertamente, la intención de esta aproximación no pretende invadir los campos de la teología y mucho menos los de la pasión religiosa, pero es inevitable notar que la palabra ‘amor’ es siempre algo que permanece vago, abstracto y realmente sin sentido hasta que está definido en detalle clara, precisamente y sin ambigüedades. 'El amor no hace daño al prójimo' y 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo' son sentencias vagas que no resisten un examen.
Sería ilógico argumentar el paso 2 deriva del paso 1. Decir que ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ contiene todas las otras leyes es, en efecto, abrogar, pasar por alto, o anular estas leyes reemplazándolas con los gustos y disgustos de una persona, o incluso por los sentimientos de un pervertido.
Ahora bien, los cinco mandamientos que Pablo omite son precisamente aquellos que están asociados al orden y responsabilidad sociales, incluso para con los sirvientes, siervos y esclavos. La obligatoriedad de descansar y hacer descansar en el séptimo día (shabat) y el séptimo año, donde incluso la tierra permanece sin labrar para que recojan sus frutos libremente de ella los necesitados. Al séptimo año, el esclavo saldrá libre (Exodo 20, 21 y s).
Pablo diluye con ello las reglas sobre la responsabilidad individual frente a su comunidad y la de ésta para con el individuo. Puede suponerse de manera verosímil que subyace -en el mejor de los casos- la intención es sustraer a los demás de la observancia de las otras leyes. Las leyes que desea obviar incluyen los primeros cinco mandamientos (de los diez) que comprenden las leyes sociales y las del sistema de convivencia que, juntas, apuntan primitivamente a asegurar la libertad, la independencia material y la seguridad social. Los primeros cinco mandamientos que Pablo pasa por alto en su observancia son aquellos directamente relacionados con la libertad e independencia, y que, puestas en un lenguaje moderno, darían sustento y fuerza conceptual a la población en búsqueda por una vida mejor.
El Pentateuco contiene, además de los Diez Mandamientos, las leyes del sistema social y postula en un lenguaje religioso las consecuencias cuando las personas siguen o rechazan estas leyes. Pero también asienta lo que es una relación de causa-efecto natural, y que los efectos son reversibles dependiendo de cómo se comporten las personas.
Pablo, al introducir tales cambios, asienta sin duda las bases de la universalidad cristiana futura, pero son cambios, también, que habrían de tener desastrosas consecuencias para aquellos que intentaron llevarlas a la práctica.
Viene entonces el largo período que tanto material ha aportado para la literatura y el cine, donde los hombres y mujeres no judíos que se decidieron por seguir las prédicas de Pablo fueron incorporados como parte inicial de la cadena alimenticia de las exóticas mascotas de una Roma en decadencia, invadida por bárbaros francos y del oriente y donde incluso algún equino llegó al Senado.
En el año 312 D.C., después de una compleja serie de guerras civiles, asciende como emperador de Roma Flavius Valerius Constantinus -Constantino I, el Grande- quien, después de reconocer su filiación cristiana en el 313 D.C., habría de convertirse en el primer emperador romano cristiano. En ese mismo año, con el edicto de Milán, levantó la persecución contra cristianos y, siguiendo las enseñanzas de Pablo, asumió la responsabilidad de haber sido escogido como sirviente de Dios.
Tal conversión habría de determinar, por siglos, las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La fe cristiano-paulista pasó así a ser la religión del imperio, del Estado, del Sacro Imperio Romano.
Las resultantes: más de mil años de oscurantismo -la cuarta parte de la historia de la civilización-, la peste negra que cobró más vidas que cualquier otra enfermedad o guerra y doscientos años de guerras en tierras santas (1095-1291), por mencionar sólo algunas.
Los primeros movimientos de Jesús y las primeras congregaciones cristianas, atrajeron a aquellas personas que estaban plenamente conscientes de lo inadecuado de las estructuras sociales tradicionales y anhelaban experimentar con nuevas ideas y nuevas formas de convivencia. La ética cristiana, desde temprano, demandaba cierta separación de las costumbres y compromisos sociales vigentes -la participación, por ejemplo, en tipos de comercio y profesiones que, ya fuera en público o privado, le implicaran al cristiano transigir con el politeísmo-; en algunos casos ello trajo ciertas dificultades económicas. Aquí, es importante destacar que la estructura de la sociedad antigua era dominada no por clases, sino por relaciones patrón-cliente. Un esclavo o un liberto dependían de su patrón para su sobrevivencia y perspectivas personales. Posteriormente, en el alto imperio romano y durante toda la Edad Media, las comunidades, los vínculos de linaje y vasallaje o servidumbre, sirvieron para dar protección a los individuos. Contar con un patrón fuerte era indispensable si se iba a negociar con las autoridades en cualquier materia o si se tenían ambiciones en el servicio imperial. La autoridad del padre era incuestionable. En sentido contrario, el poder de un hombre en la sociedad dependía del número de sus dependientes y apoyadores. Pero la brecha que habría de crearse entre el mundo mítico y el mundo real significó que la preocupación por la justicia social y el bienestar personal, que había dado origen a la visión originaria del cristianismo, tuvo que ser abandonada. La iglesia se prepararía para representar el duradero papel de sacerdote de los reyes del Imperio Romano y sus sucesores. Con el tiempo, haría un lugar en su cosmogonía divina para los gobernantes de este mundo. Y en cuanto al papel de la iglesia como representante del reino de Dios en la tierra, lo único que tenían que hacer era cerciorarse de que cada cristiano llegara finalmente al verdadero reino (espiritual) en el cielo. El implacable enfoque de la obligación divina (de la iglesia) sobre el individuo, la conciencia introspectiva y autorreferente de occidente, y la noción de que la religión es una cuestión de experiencia personal y de mera piedad, son aberraciones de la capacidad humana para construir sociedades cuerdas. Son aberraciones creadas por la increíble extravagancia del sistema de mitos católico y su ritualización en la iglesia, una empecinada reflexión de la obligación cósmica enfocada permanentemente al alma individual sustraída de su contenido y responsabilidad sociales. Como una respuesta notable a un momento particularmente desafiante en la historia de la humanidad, la invención del sistema de mitos cristiano puede celebrarse. Pero como legado cultural que suprime los otros puntos de vista y crea la mentalidad monocrática de la civilización occidental, el resultado del examen es muy distinto (Burton, 1997). Las características de relaciones de dominio patrón cliente de la sociedad antigua, habrían de transmitirse y reproducirse durante la baja y alta edad media. El vehículo de ello fueron las instituciones católicas.
No es casual de ningún modo que, hoy, sean precisamente los países católico-romanos del mundo los que, salvo un par de excepciones notables, se encuentren debatiéndose aún en el conflicto para configurar sociedades democráticas responsables de sí mismas. Los sofismas en la historia suelen pagarse caro.
Para inicios de la última década del cuatrocientos, España estaba por dar fin al largo proceso de la Reconquista. Más de seiscientos años de continuos enfrentamientos con los moros habían dejado a España al margen de los procesos económicos y culturales que habían dado pié al Renacimiento. El descubrimiento, conquista y colonización del Nuevo Mundo no son, pues, más que capítulos adicionales de la expansión medieval de Castilla.
El carácter religioso-político-comercial de los viajes colombinos y del proceso de colonización posterior, fue muy similar al de las empresas que desde el siglo VIII hasta finales del XV perfilaron el sentido de la reconquista de la península ibérica. Todas la empresas de la época que tuvieron un interés económico y militar estuvieron, antes, asociadas y contextuadas con la consecución de ideales y objetivos religiosos, desde la reconquista de la tumba de Jesucristo hasta la propagación de la fe católica. El mismo Colón vivió y murió con la aspiración de poder ayudar en algo para reconquistar el Santo Sepulcro. Antonio de Herrera, cronista del descubrimiento, cuenta como Colón les dijo, antes de dejarlos en La Española para regresar a Europa, “que los había llevado a tal tierra para plantar la Santa Fe” . Preocupación que coincidía con las instrucciones que los Reyes Católicos darían a Colón en su segundo viaje.
Desde el principio, la Corona española estuvo atenta a dar al imperio en formación unidad administrativa, social y, especialmente, religiosa; lo que era perfectamente consecuente con los ideales que el bajo Imperio Romano imbuyó a la sociedad medieval. El descubrimiento y posterior conquista de América marcó el inicio del primer intento de concreción de la utopía de una sociedad universal.
Desde siempre, o por lo menos desde la época en que Carlo Magno impuso el cristianismo a los sajones, la línea divisoria entre conquista y evangelización fue particularmente tenue. La evangelización de la Nueva España, tiene el precedente inmediato de la conquista y posterior conversión al cristianismo del reino de Granada (Garrido, 1980). Los cánones de los concilios y sínodos que se reunieron en Granada después de 1492 habrían de extender su influencia en América. Los cronistas iniciales de la Conquista, como Francisco López de Gómara, entendieron y vivieron la Conquista como la continuación de la guerra contra los moros. La superposición de realidades es impresionante, baste con señalar que los frailes llamaron a los habitantes originales de La Española “esos moros”; y que en los primeros años de la conquista a los adoratorios indígenas les llamaron “mezquitas” y “alfaquíes” a los sacerdotes indios.
Para llevar a cabo la evangelización de los indios los frailes combinaron propósitos y principios cristianos con los ritos y ceremonias paganas en el consabido sincretismo religioso con el que se distinguió la iglesia católica desde su liberalización en el Imperio Romano y comprobado con la conversión de los germanos y los celtas. Así, se levantaron templos sobre las ruinas de los adoratorios indios y el santoral recibió muchas de las características de los dioses paganos, las ofrendas seguían siendo prácticamente las mismas que las que se ofrecían a los ídolos (mantas, cruces de plumas de quetzal, copal). Y, como en la vieja Europa, donde Minerva se convirtió en María, Lug en Mercurio y luego en San Martín de Tours y Wotan o Mitra en el arcángel San Miguel, en la Nueva España Tláloc, Tezcatlipoca, Tonantzin, entre otras deidades, se fundieron en los rituales católicos (Weckmann, 1994).
la religión
Ya en el siglo VI Gregorio I el Grande -el arquitecto del Papado medieval que reinó del 590 al 604- le había dicho a los misioneros enviados a evangelizar a los sajones: “no olvidéis nunca que no debéis estorbar nunca a ninguna creencia tradicional que pueda armonizares con el cristianismo.” Así, la aceptación en América del catolicismo , primero formal y después integral, en lo general no tropezó con mayor resistencia. Y a ello sin duda ayudaron las sorprendentes y útiles analogías existentes entre una religión y otra: la cruz, el agua bendita y el bautismo, Tonantzin -que era virgen-, Huitzilopochtli a quien concibió Coatlicue -que también era virgen-, el diluvio, el ayuno religioso o ceremonial, las procesiones con incienso (copal, en el caso de los nahuas), la creencia en un demonio, en el cielo (Tlalocan), en el fin del mundo, y el influjo de la religión en todas las esferas de la vida cotidiana.
Especial mención merece el caso de la Virgen de Guadalupe, harto conspicua y de reconocido prestigio, que ha tenido profundos significados sociológicos y psicológicos en la extensión de la veneración de la madre de Dios en el culto antiguo. Como es sabido, el santuario del Tepeyac fue levantado sobre otro de antigua tradición indígena. En ese lugar había un templo dedicado a la madre de los dioses, Tonantzin que, por lo demás, significa “Nuestra Madre”. Originalmente, a la llegada de los españoles, el santuario daba cobijo a la estatua, posteriormente imagen, de la Guadalupe española de Extremadura venerada desde inicios del siglo XIV. Tanto la estatua como la imagen posterior son representaciones de Nuestra Señora de la Concepción. Para facilitar su aceptación entre los indígenas los predicadores la presentaban con el nombre de Tonantzin (Ricard, 1994), otro nombre para Coatlicue (virgen, madre de Huitzilopochtli) o Xilonen diosa del maíz.
Es interesante notar el significado del símbolo de la rosa en el culto de la Virgen María en la Edad Media que incluso inspiró el uso de los rosetones en la arquitectura gótica. Las rosas que vienen del cielo -como las de la tilma de Juan Diego, en diciembre de 1531- es un milagro común en la Edad Media asociado, entre otros, a San Francisco de Asís (Weckman, 1994).
El culto a la virgen de Guadalupe, impulsado primero Zumárraga y después por Montúfar, enfrentó serias oposiciones del clero secular. Dominicos, agustinos y particularmente franciscanos se opusieron al culto por considerarlo corrupto de la verdadera fe. Es posible afirmar, pues, que su sobrevivencia obedece más al sincretismo e interés de la población indígena que al apoyo de los dos importantes obispos. En septiembre de 1556 el provincial franciscano Francisco de Bustamante lanzó una tremenda filípica contra el culto de Nuestra Señora de Guadalupe y, entre otras cosas, atribuye la pintura de la imagen guadalupana a Marcos Cipac, indio que fue alumno de la escuela de San José de los Naturales . La pintura sigue las reglas y lineamientos de las pinturas medievales sobre la Virgen de la Concepción.
Lo que es un hecho es que la aparición de la Virgen en 1532, proporcionó un fundamento espiritual autónomo para la iglesia mexicana (Brading, 1973). “La cristiandad americana se originaba no a partir de los esfuerzos de los misioneros españoles (...) sino gracias a la intervención directa y al patrocinio de la madre de Dios. El que hubiere elegido a un indio como testigo de su aparición magnificó su calidad nativa y americana. Tanto criollos como indígenas se unieron en la veneración de la Guadalupana” (Idem).
Otro símbolo que penetró fácilmente en la mente de los indígenas fue la cruz. Para ellos, la cruz representaba al fuego y, consecuentemente, al sol y su deidad: Quetzalcóatl. El símbolo de la cruz fue encontrado frecuentemente en los adoratorios indígenas en Yucatán, Campeche, Tabasco y Chiapas.
La propagación del catolicismo en la Nueva España fue allanada, sin duda, por las similitudes que los naturales encontraron entre sus propias religiones y el culto católico, particularmente en lo que se refiere a los sacramentos. Los aztecas y los mixtecos tenían ritos similares a los del bautismo (Weckmann, 1994). Los niños a los pocos días de nacidos eran sujetos de cierto tipo de purificaciones y en ellas se les daba un nombre que correspondía con el del día en cuestión -águila o conejo, por ejemplo-, de ahí a recibir el nombre del santo del día no hay más que un paso. Algunos conquistadores encontraron tantas semejanzas entre el bautismo y este tipo de ritos que preguntaron -concretamente al obispo Landa- si alguno de los apóstoles o sus sucesores no habían llegado a las indias.
Ahora bien, respecto al rito del bautismo cabe hacer un paréntesis a fin de ubicarlo en el rito católico.
San Juan el Bautista, fue un profeta judío escatológico de origen sacerdotal que predicó la inminencia del Juicio Final de Dios y bautizaba a aquellos que se arrepentían en autopreparación para tal juicio. Los cristianos lo consideran predecesor de Jesucristo. Los cuatro evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) reconocen en el Bautista el precedente de la era cristiana. Entre el círculo de sus discípulos se encontraba Jesús como receptor del rito bautismal. Si bien existen algunas diferencias entre las fuentes que pueden ser consultadas respecto al Bautista (los cuatro Evangelios, las Actas de los Apóstoles y las Antigüedades Judías del historiador Flavio Josepho) existen algunas coincidencias que pueden considerarse como certezas: Juan, o seguía de manera estricta las leyes judías sobre la pureza, o su conducta ascética correspondía a la de un nazarita -judío que dedica su vida al servicio de Dios-; su misión estaba dirigida a todos los rangos y estratos de la sociedad judía; su mensaje se concentraba en que el Juicio Final era inminente, que la gente debía arrepentirse de sus pecados, bautizarse para purificarse, y generar frutos apropiados de su arrepentimiento. Anticipó la llegada de “aquel que viene después de mí es más poderoso que yo...” y decía “yo los bautizo con agua...; él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”. El bautismo era un rito (la inmersión en agua corriente) que simbolizaba el arrepentimiento en preparación al juicio del mundo y que debía acompañarse, antes y después, por una vida recta. Nunca fue concebido como un sacramento en el sentido católico que conlleva o implica olvido de los pecados, tampoco simbolizaba la reunión del hombre con la divinidad y su regreso al reino de los cielos, y mucho menos significaba la aceptación de incorporarse a una comunidad en particular (la Iglesia Católica). En Judea, existieron también otros varios grupos bautistas aunque estaban más preocupados por mantener la pureza del ritual de su comunidad.
Otra semejanza importante que encontraron los conquistadores con lo pueblos indígenas, estaba asociada los medios religiosos de regulación y control del comportamiento del individuo. El obispo Las Casas dice “Tenían los indios noble ceremonia... y ésta era una vocal confesión” (Weckmann). La hacían dos veces al año confesándose ante sus dioses o sacerdotes, éstos les ordenaban hacer penitencias: por ejemplo, alejarse de las mujeres durante 30 o 40 días. El matiz residía en que tal confesión sólo tenía efectos en la dimensión terrenal, nada tenía que ver con consecuencias posteriores a la muerte, y sólo estaba relacionada con la comisión de actos concretos, no con pensamientos. No obstante las diferencias, la función de la confesión debió haber sido muy similar.
Respecto al rito de la Eucaristía, es también de señalar que existía una base previa sobre la cual desarrollarse y ser aceptada. Entre los indígenas, comer la carne de un sacrificado ritual era una suerte de comunión debido a que las víctimas, en el momento de ser sacrificadas, se convertían en una especie de deidades propiciatorias.
Así pues, a la dinámica de protección contra los males eventuales que existía antes de la llegada de los españoles le fue sobrepuesta otra, de contenidos distintos, pero cuyas semejanzas formales con la antigua fueron muchas, tanto en la forma como en la dirección del contenido. Después de la conquista y de la imposición del bautismo, las peticiones de protección o favores tenían que ser imploradas a Dios o a cualquiera de los intermediarios celestiales, abanico de opciones que, por lo demás, es tan amplio como cualquier politeísmo. Tales santos ya habían tenido su papel en la alta Edad Media y con particular intensidad en la sociedad medieval española. Los conquistadores espirituales no sólo condujeron la devoción importada hacia los antiguos lugares sagrados sino que muy frecuentemente sobrepusieron el calendario católico a los calendarios rituales existentes. Se logró así conservar la intensidad con que se celebraban los ritos paganos solo redireccionándolos hacia el santoral o los misterios del cristianismo católico.
Por ejemplo, la fiesta de Xipe Tótec en el segundo mes azteca corresponde hoy a la fiesta del carnaval; la celebración de Huixtocíhuatl coincide con la de Corpus Chiristi; durante el quecholi (decimocuarto mes azteca que corresponde a noviembre) los indígenas iban a donde yacían sus parientes muertos llevando viandas, copal y ramas de pino. Edward L. Tinker, señala en The Horsmen of the Americas, que las calaveras llevan el mismo nombre y la misma intención que las estrofas originales que, desde el siglo XI se recitaban en Europa el día de Todos los Santos. Por último, la siempreviva que se utiliza en los cementerios españoles y el zempuazúchitl son, ambas, de color amarillo.
Estas similitudes, que solo son un breve listado de las muchas que pueden encontrarse y que ya han sido señaladas por varios autores, no hicieron ciertamente que la conquista fuera menos traumática o violenta, pero allanaron con mucho el camino para que la concatenación psicológica religiosa fuera mucho más integral.
Ahora bien, tal integración sincrética es dada en el seno de una Iglesia española plenamente identificada con el concepto medieval de la Ecclesia universalis, anterior aún a la concreción teológica dogmática que daría sustento a la Contrareforma: el Concilio de Trento (1545-1563); por lo tanto, tanto la estructura como el pensamiento de la Iglesia que se constituye en la Nueva España habrían de corresponder, por siglos, a los mismos esquemas que la caracterizaron en la España del medioevo.
Pero durante el período colonial la Iglesia y el “estado” -pese a lo difícil de la separación- no eran socios. Por el contrario, era una relación claramente jerárquica con la Iglesia en la posición inferior. El control civil, legitimado por negociaciones entre los reyes católicos y los papas, extendió su actividad a a toda esfera importante de la Iglesia: nombramientos de funcionarios eclesiásticos, el trabajo misionero, las finanzas, comunicaciones internas de la iglesia, privilegios de la cleresía y políticas educacionales. La Iglesia se desarrolló como una iglesia cautiva dando inicio a comportamientos de dependencia eclesiástica e involucramiento político.
En esta situación de subordinación, las élites eclesiásticas fueron forzadas a jugar políticamente y buscar ganancias para sus propios intereses dentro de límites cortoplacistas. Consecuentemente, la capacidad potencial para crear y articular un conjunto de valores religiosos extrapolíticos y un sistema de estandares morales universales y significantes se redujeron drásticamente. Los representates religiosos en lugar de convertirse en agentes de principios sociomorales universales, se convirtieron en permanentes auxiliares del aparato civil de poder.
Así, la dirección de la Iglesia colonial fue incapaz de crear objetivos espirituales de largo plazo, no pudieron desarrollar las bases comunes para fortalecer la autoridad espiritual, fueron incapaces de evaluar las políticas administrativas desde una posición ética articulada y fueron incapaces de sustraterse de la competencia política y administrativa cotidiana que provenía desde ultramar. Estas condiciones históricas sirvieron, en parte, para asociar, atar mejor dicho, los símbolos de la autoridad religiosa tanto a la maniobra política como al desacato de las reglas morales. Por ejemplo, la Inquisición estaba completamente bajo el control de la Corona; el rey nombraba a los inquisidores y éstos sólo eran responsables ante él. Esto señala el nivel en que la Iglesia estaba encapsulada en y subordinada a las élites políticas.
Los efectos son: uno, se rompe la posibilidad para crear una base para el consenso social; dos, se pierde el sentido general de significación moral; el proceso político termina por ser determinado por los asuntos inmediatos de forma tal que cada conflicto o disputa confronta a la legitimidad del sistema completo. Consecuentemente, no es posible apelar a valores generales compartidos porque éstos son débiles y poco desarrollados. Los significados se buscan, entonces, en los conceptos ideológicos dramáticos o en recurso de la fuerza. Como nadie en el sistema puede preveer con relativa certeza el desarrollo de los procesos políticos, los grupos de interés se esfuerzan por lograr garantías de protección informales en lugar de comprometerse en actividades relacionadas con el bienestar común.
La subyacente integración social débil no puede ser explicada por argumentos que apelan al temperamento nacional ni por la explotación extranjera, sino en los fundamentos culturales del orden social.
Los aspectos típicos del establecimiento de la iglesia católica trenzan patrones de creencia y prácticas con las interdependencias particulares que vinculan al catolicismo tradicional con las esferas y ámbitos no religiosos.
Si bien es cierto que existe una imagen bastante generalizada de la iglesia como un organismo integrado, monolítico y eficiente, la realidad es bien distinta. Desde su implantación en la Colonia y hasta hoy día, como demuestra Vallier, la Iglesia está ideológicamente dividida, altamente segmentada en los niveles nacional y diocesano, y generalmente no coordinada en sus tareas pastorales y administrativas. Su estructura típica es plana y descentralizada, en lugar de jerárquica y burocratizada. Entre las diócesis, las parroquias están dispersas sobre grandes extensiones de territorio. La comunicación y los contactos interpersonales entre los clérigos y su obispo son esporádicos e infrecuentes. La totalidad de los obispos administran pobremente sus diócesis y se dedican a sus objetivos organizacionales a través de relaciones informales y personales.
Vallier señala las condiciones que han estimulado tales patrones estructurales: la religión católica fue implantada con gran prisa sobre territorios de vastas proporciones. Las distancias entre centros religiosos eran inmensas resultado de la combinación de querer cubrir todo el territorio y de la escasez de párrocos. Durante los últimos 500 años, cada eclesiástico ha estado sujeto a controles extraeclesiásticos: autoridades civiles, patrocinadores ricos, terratenientes y líderes políticos. Así, los referentes de aquellos sacerdotes que pretendían iniciar actividades religiosas vinieron a ser aquellos grupos con estatus en la situación local. Dado que las élites no religiosas tendían a controlar y asumir responsabilidad por la Iglesia, los clérigos se dirigían a ellos en lugar de ser orientados por la jerarquía internacional o por otros sectores del sacerdocio (Mecham, 1966).
Al carecer de autonomía organizacional y al estar atada de varios modos a la estructura social, la Iglesia se vio forzada, fundamentalmente en los niveles regional y local, a maniobrar en el corto plazo a través de formar coaliciones políticas, y generando soluciones ad-hoc en la medida que los problemas surgían. Consecuentemente, la programación de largo plazo, sistemática, con su trama de objetivos articulados, jugó un papel bastante menor en el proceso de adaptación. Los logros de una Iglesia influyente se debían más a las capacidades individuales de los clérigos en negociaciones informales, que a los esfuerzos corporativos de una institución. Así, el desarrollo eclesiástico se dió de modo horizontal.
Dados estos encuentros y constantes intercambios con la sociedad secular la Iglesia desarrolló, prácticamente desde el inicio de su estancia en México, un tipo de vida que permitía la maximización de ganancias de corto plazo cuando las condiciones eran favorables y una táctica de contención cuando lo que prevalecía era la incertidumbre. Con ello, minaba su propia función como autoridad moral estable dado que no era posible formular metas religiosas específicas o códigos de referencia éticos consistentes debido a los imperativos de atender los asuntos prácticos de su esfera pública. Buena parte de la energía de la Iglesia era consumida en maniobras políticas que les resultaban fundamentales.
Otro aspecto importante es la incapacidad de la iglesia para capturar y procesar, por la vía de los sacramentos y actividades pastorales, las lealtades religiosas de la gente. Al cabo de cientos de años se ha creado y ensanchado una importante brecha entre lo que es la iglesia católica y lo que por otra parte es la religión católica. EL vacío entre una y otra instancia no tardó en institucionalizarse. Algunas de las raíces de este patrón están en el involucramiento integral del sacerdote y su subordinación a sistemas de autoridad no religiosos (Coleman, 1958). La clerecía solía ser vista como parte del sistema de control de la Corona en lugar de como consejeros autónomos que escuchan en privado los problemas personales y los mantienen en secreto. El eje de esta conjunción es el sacramento de la confesión. Si falla este vínculo entre el sacerdote y la gente, se interrumpe el sistema dado que se pierde uno de los significados básicos: la confesión como recurso de salvación. La interdependencia entre la clerecía y la sociedad fue configurada horizontalmente con las autoridades civiles, no verticalmente entre clérigos y grey.
Como señala Vallier, muchas de las necesidades espirituales de creyentes eran enfocadas y satisfechas a través de prácticas extra sacramentales: devociones privadas, “contratos” con personajes divinos y participando en fiestas y celebraciones religiosas. El catolicismo de iberoamericana es típicamente extra sacramental (Vallier, 1970). Luego, las lealtades están fincadas en unidades no eclesiásticas -como la familia o la comunidad- y por medio de líneas informales que comprometen entre sí a los miembros de un estatus social determinado con los miembros de otro estatus. La relación entre mestizos e indios en Chiapas es un ejemplo de integración religiosa en términos de las normas universalistas e igualitarias en aspectos étnicos y raciales así como de parentesco ritual del compadrazgo. Los principales puntos fuertes de la religiosidad se encuentran, precisamente, en estas unidades extra sacramentales y comunales, no en la Iglesia como asociación formal. Son las lealtades derivadas de la familia, amistades y contactos de clase donde se fomentan y perpetúan los sentimientos y éticas religiosas. En general, contra lo que se piensa, tanto el sacerdote como los sacramentos tienden a ser periféricos.
No es fácil aceptar tal afirmación. Tenemos una imagen del catolicismo que lo perfila como una religión centralizada, autoritaria y eficientemente organizada en su administración y comunicación interna. En Hispanoamérica la realidad es ciertamente distinta, la organización de la iglesia católica es débil, poco desarrollada en términos jerárquicos, pobremente coordinada y dividida internamente por intereses especiales y presiones extra clericales. Es precisamente en virtud de sus múltiples privilegios en la sociedad, por no haber nunca enfrentado competencia seria de otras religiones y por su capacidad de influencia y control sin planificación, que la organización eclesiástica no requirió nunca de mayor elaboración, refinamiento o medidas que la reforzaran.
lo civil
La velocidad así como la extensión de la Conquista, más el imperativo de poner límites a la autoridad de los conquistadores, propiciaron la implantación de una compleja trama de instituciones políticas y administrativas que ya habían sido probadas en España. La Nueva España las conoció todas. Entre ellas, las Capitulaciones, que eran los pactos que la Corona acordaba con algún conquistador los términos en los que habría de llevar a cabo una empresa de conquista y para lo cual se les delegaba autoridad del monarca.
El requerimiento, exhortación a los naturales para que aceptaran el bautismo y la autoridad española antes de hacerles la guerra, fue una emulación de la relación de los cristianos españoles con los infieles en los largos años de la Reconquista. A la luz de la experiencia, era totalmente inapropiada e ineficaz para convencer a indios resistentes en la Nueva España, pero no deja duda de la naturaleza profundamente medieval y católica de la Conquista.
Igualmente, el Consejo de Indias tenía profundas raíces en el medioevo; en 1511 había habido una primera aproximación a constituirlo con Fernando el Católico pero fue hasta 1524, con Carlos V, que se creó formalmente. Tenía la función de asesorar al Emperador en materia de gobierno en la metrópoli y en las colonias y fueron los mayores tribunales de apelación. Sin embargo, la distancia con las colonias se convirtió en un obstáculo muy importante para el funcionamiento del Consejo por lo que poco a poco se fue apartando del modelo castellano hasta que fue sustituido con la creación de Audiencias y finalmente por las visitas periódicas. Tales Audiencias Reales son hijas de los tribunales de apelación que se dispensaban en Castilla y Aragón pero se diferenciaron de las castellanas porque sus funciones judiciales eran mucho más amplias. Habían sido impuestas con facultades administrativas, políticas e incluso militares. Dicho de otro modo, la forma que adquirió tal institución medieval en las colonias, tenía la misma intención medieval pero exacerbada en sus atribuciones.
Con particular prontitud fue trasladada de España a América -con casi todos sus procedimientos- la Real Hacienda debido al imperativo de recaudar el diezmo. Los primeros recaudadores llegaron en el segundo viaje de Colón. Con Cortés, y con los mismos títulos medievales utilizados en Castilla y Aragón en la Alta Edad Media, llegaron un tesorero, un contador, un veedor que custodiaba las armas y municiones reales además de inspeccionar el quinto real, y un factor que era el guarda de los tributos de la corona y del producto de los rescates.
Mientras que en el resto de Europa los sistemas de recaudación para la Corona -o el Estado- en el siglo XVI empezaban a evolucionar hacia el concepto del impuesto, en España y en la Indias la recaudación era marcadamente medieval; derivaban fundamentalmente del deber de auxilium al rey. Quinto Real, almofirazgos, fonsadera, alcabalas, estancos, y barcajes, entre otros, fueron los tipos de imposiciones que se daban a un rey que más que ser la cabeza de Estado, era el emperador feudal del Sacro Imperio Romano -Carlos V- en donde no existió conflicto entre los conceptos de nación y Estado universal. Así, los orígenes del centralismo del sistema político mexicano o del gobierno como regulador supremo de los factores sociales se remontan, y son de fácil rastreo, a las primeras décadas del siglo XVI.
A un lustro de iniciar el siglo XXI subsisten en este país costumbres e instituciones singularmente mexicanas de clarísima filiación hispano medieval. Por ejemplo, el tratamiento de don y doña (del latín dominus, señor) era un tratamiento honorífico que daba a entender el rango de caballero o de dama en estricto sentido feudal y su otorgamiento era privilegio real. La primera mujer que lo obtuvo en México fue la Malinche pero era uso común otorgárselo a los reyes y caciques locales y a sus hijos al momento de ser bautizados.
La dote civil es el patrimonio que lleva la mujer al matrimonio como anticipo de la herencia paterna. El origen de esta tiene origen tanto en el derecho germánico como en el romano y se generalizó en la península ibérica desde el siglo XII, a diferencia de la dote religiosa -contribución de la futura monja a su comunidad- que, si bien era muy antigua, no quedó plenamente reglamentada sino hasta el Concilio de Trento.
El abrazo, que sirve para patentizar físicamente una amistad o una alianza política, es recomendado en el Nuevo Testamento como acto simbólico de fraternidad y desde los primeros tiempos formó parte de la liturgia cristiana, aunque es de relativa reciente reincorporación en el rito de la misa. Con los primeros exploradores y conquistadores pasó de la España medieval a América.
La palabra criado, que después habría de hacerse extensiva al personal doméstico y de servicios en general, comenzó a ser de uso en la Nueva España desde el siglo XVI pero con el significado original que designaba a los jóvenes nobles que en calidad de pajes o dependientes vivían y crecían al lado del señor feudal o del rey. Aún se utiliza malcriado para denotar a un niño o persona brusca o grosera pero cuyo sentido original significaba que no se había sabido aprovechar la crianza recibida del señor.
En cuanto a los órganos legales y jurídicos en la Nueva España, fueron una herencia directa de las instituciones castellanas que pasaron intactos al derecho indiano y confirmados por una ordenanza en 1571 que indicaba que se siguiera en la aplicación de la ley “el estilo y orden de los reynos de Castilla” y confirmado con la Novísima Recopilación” en 1681. Tal centralismo tuvo un impacto directo en la eficacia y eficiencia de la impartición de justicia. Los juicios solían ser tan lentos, costosos y complicados que para abreviarlos y echar a andar la maquinaria legal las partes en conflicto recurrían al soborno. A ésta práctica, lo mismo que hoy, se le llamaba untar la mano. Desde el siglo XVI a este tipo de soborno se le llamó mordida.
En la España del siglo XVI existía el real amparo, recurso legal que ejercía el soberano a petición de parte en casos de casos de quebrantamiento de forma o de ley expresa. El rey ponía bajo su protección al temeroso de ofensa por medio de patentes llamadas Cartas de Amparo. Así, el amparo era una relación jurídica entre un desvalido y su protector, patrón, natural: el rey. La institución del amparo paso a América donde fueron las audiencias las encargadas de proteger a los particulares frente a los actos de los representantes de la Corona, recurso que se empezó a ejercer desde el temprano inicio de la colonia y que servía como relativa compensación en un sistema de justicia definido por su lentitud y frecuente arbitrariedad.
Otra institución medieval católica que penetró de modo imperecedero -y que merece espacial atención- en el ámbito social mexicano es el compadrazgo. Es la relación de parentesco ficticio de determinaciones casi sacramentales que es establecida por medio de una ceremonia religiosa. Originalmente aparece sólo asociado al bautismo, y no a otros sacramentos como habría de hacerse después, en los años 785 y 795 con Carlomagno y el Papa Adriano I, cuya relación personal y de compadrazgo ha simbolizado desde entonces la unión de la Iglesia y el Estado. En la sociedad europea el compadrazgo tuvo una gran importancia cultural pero también se convirtió en un medio para cimentar las relaciones sociales en una comunidad. Weckmann hace notar que esta institución mantuvo su vigencia en los países donde el capitalismo industrial no fue desarrollado, como en el sur de Italia; o donde el orden señorial y la unidad familiar mostraron una mayor resistencia, como en España.
La extensión de los lazos económicos y sociales de un grupo determinado se logró mediante dos instituciones más o menos informales: la cofradía y el compadrazgo. La primera de características colectivas y la segunda individuales; en ambos casos definidas por las relaciones interpersonales. El compadrazgo, que establecía un lazo de naturaleza espiritual era reconocido solo indirectamente por la Iglesia. En España, el compadrazgo terminó por irse limitando a una situación meramente formal al tiempo que los gremios tomaron un papel preponderante con expresión moderna de la cofradía. En sentido opuesto, en la Nueva España el gremio simplemente se diluyó mientras que el compadrazgo echó profundos anclajes como costumbre mexicana sincrética. Ya para la primera década del siglo XIX, en los albores de la Independencia, la relación con el compadre era mucho más importante que con la del padrino. Al ampliarse las relaciones de compadrazgo adquirieron un carácter y significado secular. El padrinazgo /compadrazgo se convirtió en una relación clientelar que permite establecer y reafirmar lazos sociales tanto en sentido horizontal como vertical; particularmente este último.
Esta particular relación clientelar habría de tener un crecimiento tan extenso que por una parte ciertamente socavaría el sentido espiritual original, pero más importante aún, tendría un impacto determinante en la orientación y particularidades de la reproducción social e institucional de lo que fue la Nueva España. Hoy, es fácil encontrar no sólo padrinos de bautismo, confirmación, primera comunión y matrimonio por mencionar sólo algunas de las posibilidades religiosas, sino la extensión secular en el padrino -y consecuente compadre- de titulación profesional, carrera política, y de cuanto proyecto individual o colectivo pueda ocurrirse. De hecho, es mucho más sustantiva la relación entre compadres que la del lazo establecido entre padrino y ahijado. Es una institución informal que se ha convertido en la columna de sustentación de la estructura social mestiza, tanto rural como posteriormente urbana. Sobre la base de esta relación familiar ficticia, se fue tejiendo desde el siglo XVI una cerrada urdimbre de relaciones personales que solidificó la influencia de los grupos dominantes. Una relación donde la complacencia y la complicidad estuvo presente desde el principio: en 1564, el visitador Jerónimo de Valderrama se quejaba con Felipe II de los obstáculos que enfrentaba para poder realizar su inspección; obstáculos puestos por los padrinos de los hijos del Virrey y de los oidores, que tenían numerosos compadres (Weckmann).
Estos lazos patrón cliente constituyen una forma de relación de intercambio fuertemente extendida en las sociedades tradicionales y primitivas. Los encontramos en el alto Imperio Romano, a lo largo de toda la Edad Media y extendiéndose por América desde la Conquista, independientemente de la eventual existencia de símbolos externos que pudieran sugerir un mayor grado desarrollo relativo. Esta particular forma de interacción social, que luego habría de ser identificada como relación patrón-cliente, fue originalmente descrita desde principios de los años 50’s. Como ya se ha apuntado en párrafos anteriores, los vínculos informales entre padre compadre han tenido una mucho mayor significancia que los vínculos formales entre padrino y ahijado más o menos aceptados por la iglesia. En ambos casos, sin embargo, la relación está basada en un principio de intercambio.
La regla general es que “el padrino” pertenece a un estamento social superior y, por lo tanto, está en posición de facilitar apoyo material y algún tipo de gestoría tanto para el ahijado pero especialmente para el compadre. A cambio, recibe un trato deferente, servicios, una relativa subordinación y apoyo para sus propósitos y proyectos, frecuentemente personales.
Son varios los investigadores que ampliando el rango de su investigación, han encontrado la existencia de lazos similares en estructuras sociales contemporáneas tan fundamentales como los partidos políticos, la organización burocrática y los sindicatos. Por ejemplo, en el ámbito de la burocracia es frecuente encontrar que a cambio de un empleo seguro, se reciben beneficios tales como la lealtad en el servicio, la información privilegiada o la muy apreciable discreción. Si bien es cierto que el campo natural para el florecimiento de las relaciones patrón-cliente son las sociedades atrasadas, la experiencia indica que éstas muestran una muy grande capacidad de adaptación dentro de los procesos de industrialización, modernización y, ciertamente, burocratización. En términos generales puede decirse que cualquier organización social caracterizada por una inequitativa distribución de la riqueza y por la ausencia sistémica de garantías operativas para la existencia cotidiana y un bienestar relativo consistente, tendrá la inevitable tendencia a reproducir alianzas dentro de un esquema patrón-cliente.
Sobre la base de una cosmovisión católica y el transplante de instituciones y criterios administrativos medievales, se van tejiendo durante trescientos años las normas y tipos de relación societal con la que se contaría para configurar el nuevo estado a partir del término de la administración colonial en 1821.
La sociedad colonial temprana es una sociedad de “conquista”. El aliciente para los conquistadores y sus hazañas era la posibilidad de obtener tierras y el usufructo del trabajo de la población indígena puesta bajo su custodia bajo la figura de la encomienda, figura peninsular medieval que se convirtió en el principal instrumento del control privado de las poblaciones indígenas. Con el propósito manifiesto inicial de garantizar la cristianización de los indios, un español -el encomendero- tenía el derecho de recibir tributo y servicios a cambio de proveer doctrina y protección. Empezaba a establecerse así la base de una relación clientelar futura entre la población española que llegaba y los indígenas. Poco después, la encomienda habría de convertirse también en un mecanismo de control del grupo español. Si originalmente para ser encomendero se precisaba haber sido conquistador, con el tiempo, para conservar la encomienda, la condición de conquistador importaría cada vez menos frente a la relación que se tuviera con los grupos de ejercían el poder en representación de la Corona. De los 1 200 conquistadores que había en 1540, sólo 362 disfrutaban de encomiendas, las que habían sido distribuidas con base en la valoración de la calidad de las personas y los servicios prestados a la Corona que, para efectos prácticos, reducía a los beneficiarios al universo de los grandes capitanes y a aquellos con experiencia militar previa, más un segundo círculo de encomenderos formado por los criados y servidores de los primeros pero cuyas encomiendas tenían un valor mucho menor. Para el siglo XVII, la encomienda ya estaba en plena decadencia derivado tanto de la disminución de la población indígena como del propósito de que así fuera por el temor de generar un esquema de señoríos (medievales) que se opusieran a la corona. La encomienda fue sustituida por el repartimiento, sistema de servicio retribuido que corría a cargo oficiales reales (corregidores, alcaldes mayores, jueces repartidores) y de los caciques y mandones de los pueblos indios.
Los innumerables abusos a los que ambos sistemas se prestaban llevaron a la población indígena a buscar modos posibles de atemperar tales abusos dentro de los límites impuestos por su condición de sometimiento. El recurso de la queja a la Corona adolecía de una desesperanzadora lentitud, pero siempre quedaba la posibilidad de buscar establecer relaciones de servicio a cambio de una relativa protección. La base, pues, de un esquema de dominación patrón cliente que era consecuente, sin duda, con el esquema mental medieval dominante.
No era el orden legal, era el rey, quien imponía la vigencia de las leyes. A los ojos de sus súbditos, el rey era un señor que protegía a sus vasallos. Los indios, vasallos y miserables, eran sujetos especiales y preferidos en el sistema protector. Eso acentuó aún más el ámbito para las relaciones clientelares y de vasallaje.
Durante prácticamente todo el período colonial se gestan y cultivan dos variables que después habrían de resultar sustantivas en el desarrollo de los acontecimientos futuros. La primera, apuntada ya en el capítulo anterior, es el peso -y frecuentemente lastre- de un tipo de administración que contiene profundas determinaciones medievales; otra, las pugnas entre dos clases de españoles en América, los que venían desde la península, y los descendientes de aquellos nacidos en este lado del Atlántico, los criollos. Son éstos españoles nacidos en América los que habrían de ser el motor de los movimientos de independencia de principios del siglo pasado.
Durante el siglo XVII (o más precisamente de 1640 a 1740) transcurre la depresión económica de la colonia. Un tiempo poco estudiado y sin muchos “hechos destacados” que hayan atraído la atención de los estudiosos. Sin embargo, es en ese siglo donde se consolida el monopolio comercial y donde el sistema de comercio entre la Nueva España y la Metrópoli entra en crisis. En el siglo XVII nacen la hacienda y el peonaje; la compra de cargos públicos se hace costumbre aceptada y se arraiga la concepción y uso patrimonialista de los mismos. Las corporaciones (grandes hacendados y la iglesia católica) consolidan sus capacidades de influencia política y económica. El referente más importante de la sociedad es lo externo, la metrópoli, España quien concibió las colonias como su intrumento inagotable para competir con las otras potencias de Europa, pese a que ya para 1650 la contracción económica de las colonias era evidente.
Para finales del siglo XVIII, la sociedad de la Nueva España estaba formada por una compleja trama diferenciada de españoles y criollos, por un lado; y mestizos, mulatos, indígenas y negros -más las combinaciones y variaciones intermedias que darían lugar a categorías racial sociales como el “saltapatrás” o el “notentiendo”- por otro; los cuales representaban, sumados, las cuatro quintas partes de la población mexicana.
Lo único que tenía en común tal variedad de categorías y clases sociales era el catolicismo. Nunca una conciencia de nacionalidad.
Los temas históricos y los religiosos eran parte sustantiva de una retórica que servía para reducir la distancia que separaba a la élite de las masas y los unía bajo una misma insignia contra una España gobernada por José Bonaparte y por “los afrancesados” -como se le llamó a los españoles que vieron en la ocupación francesa un vehículo para saltar a la modernidad y valores burgueses- sin desatar conflictos étnicos o sociales. El patriotismo criollo expresaba los sentimientos de una clase alta a la que se le negaba su derecho de nacimiento: el gobierno del país.
Desde principios tempranos del siglo XVII había empezado a perfilarse entre los españoles americanos un profundo resentimiento y amarga nostalgia derivados del desplazamiento. La fantasía medieval de fundar una clase señorial en las Américas sólo se había cumplido en el aspecto de hacer del catolicismo una religión aún más universal. Pero el sustento material y que daba sentido práctico a las encomiendas, la población indígena, se redujo dramáticamente como consecuencia de las guerras y, sobre todo, de las nuevas enfermedades importadas.
La producción disminuyó, el comercio se contrajo y sobrevino el siglo de la depresión.
Todo ello hizo que disminuyera sensiblemente el valor de las encomiendas. Fueron muy pocos los descendientes de conquistadores que pudieron mantener sus propiedades o posición social hasta la tercera generación. A todo ello había que sumarle la actitud de hostil reserva de la corona y sus funcionarios que hacía nugatoria cualquier esperanza de eventual recompensa política. Felipe II, el campeón de la contrareforma, y Felipe III habían hecho todo lo poisble para evitar que los señoríos en la Nueva España pudieran, si no competir por la corona, sí instrumentar políticas independientes que vulneraran la sangría monopólica española.
La primera caracterización -dice Brading- de la condición criolla nació de la angustia de los encomenderos en decadencia.
Con el paso del tiempo, los criollos intelectuales encontraron un espacio donde poder desarrollar sus habilidades negadas: el sacerdocio. Así, salvo en los niveles más elevados, la iglesia mexicana estaba casi en su totalidad en manos de españoles nacidos en América. No es casual ni la naturaleza ni los contenidos de las convocatorias independentistas, en el muy amplio rango que va desde el “Vamos a matar gachupines...” del Grito de Dolores, hasta los Sentimientos de la Nación, de Morelos; como tampoco es casual que éstos dos conspicuos líderes del movimiento revolucionario hayan sido precisamente de origen clerical.
La devoción de las masas indígenas y mestizas y la exaltación teológica del clero criollo habrían de encontrar su punto de convergencia en poderoso mito, el de Nuestra Señora de Guadalupe; un mito de alcance general que serviría como dudoso, aunque efectivo, sustituto de los acuerdos sociales necesarios para configurar una nación.
Pero símbolo de unidad al fin. Los acontecimientos europeos de 1808- 1810, la ocupación napoleónica de España, el desordenado tránsito -de poco más de un siglo- de la administración de la casa de Habsburgo a la Borbónica en la corona española, sumado todo a la incuestionable influencia de los pensadores de la Revolución Francesa y Norteamericana más el curso de reflexión criolla ejemplificado por Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María Bustamante, marcaron el nacimiento de la imagen de una Nación Mexicana.
La lealtad a Fernando VII, prisionero de los franceses, y la constitución liberal de 1812, fueron origen y sustento de un movimiento criollo que clamaba por más libertad y derecho de gobierno pero que, con todo, seguía siendo fiel a la Corona. Es necesario recordar que el Grito de Dolores se compuso no sólo del “¡Mueran los Gachupines!” y del “¡Muera el mal gobierno!” además del “¡Viva Nuestra Señora de Guadalupe!”, sino del “¡Viva Fernando VII!”
La sangría de la conquista, las referencias a Cortés y Moctezuma, o Cuahutémoc, servirían, a falta de una construcción ideológica sólida, como el enunciado capaz de atemperar las profundas diferencias de clase entre criollos, mestizos e indígenas. Para unir éstas clases profundamente diferenciadas contra la España ocupada, Mier y Bustamante proclamaron lo que era esencialmente una ficción, el mito de una nación mexicana, heredera de los aztecas. En la práctica, los alzados luchaban bajo un mismo estandarte que los igualaba, el de Nuestra Señora de Guadalupe.
Así, en lo que quizá sea un exceso de reduccionismo, la idea de la nación mexicana se construye sobre una mezcla idiosincrática de la devoción mariana, el antiespañolismo y el neoaztequismo. Con una imagen tan poderosa, dice Brading, no había necesidad de preocuparse por los principios liberales.
De las revoluciones de independencia latinoamericanas, la mexicana posee una característica singular, el activo papel del sacerdocio criollo. Muchos de los comandantes de los curas Hidalgo y Morelos eran sacerdotes; 400 clérigos y frailes estaban comprometidos en la conspiración contra la Corona; para 1815, habían sido ejecutados por traición 125 hombres de iglesia. Son varias las referencias que describen a los primeros ejércitos insurgentes como algo más que meras bandas de alzados, hordas apenas organizadas de indios, peones y rancheros destruyendo a su paso los campos, ávidos de pillaje y destrucción. Un salvaje levantamiento de las clases más bajas contra los propietarios.
Casi por accidente se cristalizó la independencia cuando los constitucionalistas españoles dirigieron una rebelión que forzó a Fernando VII en 1820 a reinstalar la constitución liberal de 1812. Alarmados por la posibilidad de que los liberales anticlericales amenazaran con vulnerar sus privilegios religiosos, económicos y sociales, los conservadores vieron en la independencia un camino para sustraer a la Nueva España de la influencia de tales acontecimientos. Un criollo de primera generación se convirtió en el vocero y esperanza de tales conservadores, Agustín de Iturbide.
Mientras que ostensiblemente Iturbide combatía al movimiento de independencia y a su líder, al mismo tiempo negociaba con Vicente Guerrero para confluir en un nuevo movimiento de independencia que habría de concretarse en el Plan de Iguala, en 1821. Dicho plan es un documento conservador que declaraba que la nación mexicana debía de ser independiente, que su religión era el catolicismo romano y que México se convertiría en una monarquía constitucional bajo Fernando VII, que él o un príncipe español ocuparía el trono en la Ciudad de México y que una junta interina llamaría a elecciones del congreso.
El Ejército de las Tres Garantías (independencia, unión, religión -lo que significaba preservación del catolicismo romano) resultado de la unión de los ejércitos de Guerrero e Iturbide, pronto ocupó parte sustantiva del territorio; la administración colonial de Juan de O’Donojú, aislada y sin dinero, se deicidió por un rápido reconocimiento de la situación y el 24 de agosto de 1821 firmó el Tratado de Córdoba que oficialmente daba por terminada la dependencia con España.
Es difícil resistir la tentación de entrar en la riqueza de los acontecimientos del siglo XIX mexicano, pero si tuviéramos que resumir en una sola frase podríamos decir que fue el siglo de la improvisación apresurada de un estado.
EL gobierno de Iturbide duró apenas poco más de dos años, divididos entre la presidencia del consejo de regentes que convocó al congreso constituyente y el primer imperio. Los Estados Unidos reconocen al nuevo gobierno el 12 de diciembre de 1822 pese a que pocos meses antes, el 31 de octubre, el gobierno imperial había disuelto al congreso; lo que dio pie a una revuelta militar que llevó a proclamar la república el 2 de diciembre de 1823. Iturbide sale a un exilio europeo del que vuelve en 1824 para ser fusilado.
Los dos primeros años del nuevo estado habrían de perfilar casi lo que restaba del siglo o, más precisamente, los siguientes 50 años. El conflicto entre dos élites con concepciones antagónicas del mundo, ideas de orden y organización fundamentalmente distintas; la cruenta lucha por sobreponerse al enemigo; la inexistencia de una plataforma de valores básicos comunes; la total ausencia de acuerdos legitimadores sobre los cuales diseñar un proyecto de estado nación; la lejanía y desapego de esa lucha para con las masas que aportaban la carne y la sangre de las batallas; dieron como resultado que lo único en lo que pudieron estar de acuerdo, en lo general, fue en la independencia;
Desde la muerte de Iturbide, hasta el 31 de enero de 1823 en que se promulgó el acta constitutiva, el país se vio dominado por el peligro de la separación. Las partes que lo constituían exigieron una organización federal sobre el modelo norteamericano. Según Lorenzo de Zavala (1788-1837) los diputados eran entusiastas partidarios del federalismo, “su manual era la constitución de los Estados Unidos del Norte”. Es importante señalar que en esa constitución no fue publicado el artículo adicional impulsado por Juan de Dios Cañedo (1786-1850) debido a que, en tal artículo, Cañedo impugnaba al catolicismo como única religión de la nación.
Pero la tensión entre las propuestas de orden social en realidad se reducía a mantener o renovar algunas estrucuras del orden colonial. Sólo después se fue perfilando un proyecto político modernizador capitalista. Quienes se oponían a eso pensaban en la continuidad de las tradiciones monárquicas, estamentales y corporativas.
Pese a los programas, ninguno de de los dos proyectos estuvo claramente perfilado desde el principio, sino que se distinguían por un conjunto mínimo de proposiciones, prueba de ello son los 33 años de la figura de Santa Anna que era llevado a la presidencia indistintamente por conservadores o liberales. Esto da una idea aproximada o hace aceptable la noción de la falta de claridad política de las élites que se empeñaban en fundar un estado, en forjar una nación.
Los procedimientos y mecanismos para concretar tales proyectos, estuvieron estrechamente vinculados con el tipo de alianzas entre élites. Lo que condujo a la continuación de una política de transacciones y componendas que fue lugar común durante la colonia -ante la ineficacia administrativa y de procuraciónde justicia- y que sigue siendo hoy, por esas y otras razones, la característica básica del quehacer político mexicano.
El fin de la colonia no sólo se debió a la necesidad de emancipación política, como tampoco sólo a la situación en Europa, ni a la mera combinación de ambos factores. Hay que agregar que el sistema de dominación había agotado ya muchas de sus posibilidades de maniobra.
Así, la construcción del estado habría de darse con una sociedad de tenía un pie en el caballo de quería correr hacia el futuro, hacia adelante; y otro pie en el caballo que corria hacia el pasado. Se necesitó de casi medio siglo para lograr que un acto circense así pudiera, por lo menos, llegar a un fin medianamente decoroso.
El país surgió, pues, de y en una situación de compromiso que, durante mucho tiempo, determinaría una política de transacción entre fuerzas opuestas y que se convertiría en una de las debilidades, sistémicas dirían algunos, que impedirían la consolidación del nuevo estado.
A ello hay que agregar la fragmentación del poder y la creciente militarización derivadas de la lucha anticolonial. La militarización fue, es cierto, el único instrumento efectivo para dar presencia al poder central, pero también fue el principal factor que trabajó en contra de la racionalización y consolidación del estado. Las tareas impuestas al poder central exedieron casi siempre los recursos y posibilidades. Tareas que, por lo demás, no coincidían con el perfil de la sociedad que gobernaban.
Mientras los conflictos entre liberales y conservadores se prolongaban a través de los años, el concierto internacional seguía funcionando con independencia de las vicisitudes de los nuevos estados. La dinámica internacional proporcionaba todo tipo de variables para estos nuevas entidades, excepto el tiempo y la tranquilidad necesarias para una configuración sólida.
En el curso de su guerra contra Napoleón, Inglaterra había tenido que enfrentar al bloqueo continental impuesto por Francia con una política de expansión comercial dirigida hacia los mercados de América. Desde 1815, Gran Bretaña había venido enfrentando la estrechez de los mercados europeos y tropezando con el proteccionismo. Su crisis interior la empuja a buscar la clientela del inmenso continente americano.
Los acontecimientos europeos napoleónicos y la guerra anglo norteamericana de 1812-14, hacen que los principales protagonistas del nuevo orden mundial burgués (Inglaterra, Francia y los Estados Unidos) tengan pocas posibilidades de intervención directa en los acontecimientos de las excolonias de Hispanoamérica. No obstante, el impacto de las dinámicas de esos estados sí afecta a los incipientes países del mismo modo que los intereses de esas potencias se hacen sentir a largo de un siglo cuyo desarrollo se verá determinado por un juego de fuerzas contrapuestas que rara vez encuentran equilibrio. El siglo XIX empezará con una revolución social y política seguida de un cambio espiritual fundamental consistente en la traslación de los valores de la ilustración, desarrollados sobre bases feudales, a la estructura social burguesa.
Frente a la dinámica expansión comercial inglesa y a la territorial rusa con la compra de Alaska como extensión de Siberia, surgiría la doctrina Monroe (enunciada el 23 de diciembre de 1822) como la respuesta, defensiva, de una América para los americanos. Ello contextuaría la explosiva expansión y conquista de la costa pacífica de los Estados Unidos que habría de darse en los siguientes 60 años, además de los reconocimientos tempranos de los nuevos países.
A la caída de Iturbide, la política mexicana giraría al rededor de la figura de Antonio Lopez de Santa Anna, general de innegable carisma y de pocas convicciones políticas que dominaría la escena nacional del Plan de Veracruz al de Ayutla; pero que sirvió de comodín para resolver crisis coyunturales tanto a las élites liberales como a las conservadoras. Subió a la presidencia por primera vez en 1833 y puso al vicepresidente liberal Valentín Gómez Farías como cabeza de gobierno, hasta que lo removió por haber afectado los intereses y privilegios del clero en 1834.
En 1838 Texas se declara independiente sobre la base de una importante inmigración y asentamiento de población norteamericana. Menos de diez años después, el joven estado mexicano perdería parte inmensa de su territorio norte (2 quintas partes) bajo la presión del esfuerzo norteamericano por alcanzar la costa pacífica del continente. La era de Santa Anna no habría de terminar sino hasta casi 20 años después, cuando Juan Alvarez e Ignacio Comonfort, un sobreviviente de la independencia y un político moderado respectivamente, proclamarían una revuelta liberal contra Santa Anna.
Ello permitió repatriar importantes cabezas liberales que se encontraban en el exilio, Benito Juárez entre ellas, con el propósito de que se incorporaran a reformar al estado y terminar de una vez por todas con los remanentes del colonialismo aboliendo, entre otras cosas, los privilegios especiales eclesiásticos y militares; separando la iglesia del estado y secularizando la educación.
Empezaba así a articularse, 33 años después de su reconocimiento formal como estado, el primer barrunto de proyecto de nación más o menos definido. En esos 33 años, el país había visto cuatro constituciones, dos repúblicas centrales y dos federales más el último período de Santa Anna en que adoptó la forma de dictadura. Por primera vez se perfila el inicio de un cambio profundo en el país, no tanto por el lenguaje utilizado en el plan de Ayutla, sino por el arribo de una generación nueva que rescata el viejo liberalismo.
Sucede una inflexión curiosa durante los debates de constituyente de 1856. Los principios y la racionalidad liberal se visten ciertamente de un manto anticlerical pero no por ello menos religioso. Al tono anticlerical corresponde la identificación de la democracia con el cristianismo. Se acuñaron frases como la de Melchor Ocampo que consideró como dogma democrático que “la mayoría era la fuente de la verdad y la ley”.
El cristianismo, por ser la doctrina de la libertad, no se confundía “con los bastardos intereses del clero”. Ignacio Ramírez decía que del Evangelio dimanaban la democracia, la igualdad, la libertad, la fraternidad y la protección a los desvalidos. Para Arriaga, la democracia era la fórmula social del cristianismo. Mata, junto con Juan Alvarez, sostenía que la Reforma, fundada en el Evangelio, era irresistible por ser el soplo de Dios. En el liberalismo se advierte un fermento evangélico que, heterodoxo y todo, confirma a los liberales en su intento de desapego del catolicismo, al que frecuentemente se le adicionan las posiciones conservadoras.
Con independencia de todos estos problemas de organización política, la base social del país era fuente de otra compleja trama de problemas derivados de la coexistencia de dos naciones sobrepuestas: la mestiza y la criolla por un lado y los indígenas por el otro. En plena lucha por la configuración política del país, habrían de darse tres conflictos que indicaban algunos de los problemas de configuración social: la Guerra de Castas de Yucatán, la sublevación de la Sierra Gorda y las incursiones de los indios “bárbaros” del norte.
La desamortización y posterior nacionalización de los bienes del clero fue la fórmula con la que los liberales intentaron resolver el problema agrario y la creación de la pequeña propiedad. Junto con la propiedad, vendría el problema del trabajo. Se atacó con violencia la explotación de los trabajadores pero, igualmente, se sancionó la libertad burguesa de la igualdad formal de los contratantes en la relación de trabajo. Esos debates perfilaban en su contenido la intencionalidad de modernizar el sistema de dominación pasando de un sistema de castas y clientelar, a un sistema de clases regulado por leyes explícitas en las relaciones de trabajo y propiedad.
A lo largo de los debates siempre estuvieron presentes los argumentos que consideraban principios básicos de justicia social y reparto de la riqueza. Ponciano Arriaga, por ejemplo, sostuvo que todas las constituciones serían impracticables mientras unos cuantos propietarios estuvieran en posesión de inmensos terrenos, aplastando a la mayoría que vivía en la miseria. Ignacio Ramírez criticaba la injusticia de conservar la servidumbre de los jornaleros e incluso pidió, adelantándose al socialismo, conceder un rédito al capital trabajo.
Mientras los debates tenían lugar ocurrieron varios levantamientos agrarios que sugieren para algunos la ineficacia de la política liberal para resolver esos problemas. Sin embargo, cabe preguntarse si el problema residía en un mero asunto de instrumentación de políticas, o en un fenómeno de naturaleza distinta, sistémica, que obedecía más a la intención de implantar un proyecto de configuración de estado que no derivaba de configuración social histórica existente.
Por ejemplo, en septiembre de 1856, el gobierno de Comonfort defendió violentamente las propiedades de los hacendados de las rebeliones agrarias de Michoacán, Querétaro y Puebla. En cambio, Juan Alvarez fue acusado por algunos terratenientes españoles del asalto a varias haciendas del hoy Morelos. Alvarez rechazó los cargos y acusó a los hacendados de esclavizar a sus trabajadores; a lo que los hacendados respondieron que “por la falta de principios religiosos y civiles, los indios tenían una insaciable apetencia de tierras, las que por cierto no trabajan. Y a fin de ponerlas en tales manos ¿quieren los pseudo filántropos despojarnos de nuestras propiedades? Nada podía ser más eficaz para volver al país a la barbarie”
Sin embargo, el proyecto liberal tuvo que suspenderse temporalmente debido a una guerra interna que desembocó en la implantación de un imperio que traía el sello de los intereses de la potencia francesa en el continente americano y que, por cierto, resultó un gobierno imperial que tuvo varias y curiosas coincidencias con los principios liberales aunque, también, matizadas por la contradicción. Por ejemplo, en 1865 Maximiliano liberó a los peones endeudados y decretó una ley para dirimir las diferencias sobre tierras y aguas de los pueblos; y, por el lado contrario, el reglamento de la ley de inmigración autorizó severas restricciones a la libertad de los trabajadores de los colonos.
Al restaurarse la República, México había sobrevivido ya a dos intervenciones extranjeras, una importante pérdida territorial, una guerra intestina y varios alzamientos indígenas. Sin embargo, tal sobrevivencia formal no implicó en modo alguno la consolidación de un Estado Nación. Más aún, no implicó siquiera la existencia de una nación.
Pero lo que la derrota del imperio sí trajo, por lo menos, fue una dirección del país consolidada que ya no tendría que desgastarse, por la ausencia de mecanismos para procesar las diferencias, en tirantes convivencias y guerras por concepciones del mundo opuestas. No fue necesariamente un avance, pero sí una situación mucho más cómoda para intentar perfilar -con lo poco que se tenía- un proyecto.
En la década de los 60’s el país estaba ya occidentalizándose de forma más acelerada. Sin embargo, subsisten aún las antiguas formas de organización, de dominio y de vida que dibujan, por ejemplo, a un campesinado occidental con tintes medievales. Para la década siguiente, la mayor parte de la población -descontando a los indios- es de campesinos. Cinco millones de mexicanos viven bajo modelos occidentales, dos millones son población urbana. La gente de campo occidentalizada, con independencia de los indios, es alrededor del 40% del total de población y se sustenta de la agricultura y ganadería. Salvo contadas excepciones se caracterizan por el apego al suelo de nacimiento, el analfabetismo o, en el mejor de los casos, por conocimientos científicos y técnicos muy pobres, por el rechazo a las novedades y por la religiosidad.
En el campo domina un concepto jerárquico de la sociedad que recuerda la vieja división en “estados” medievales: en la base de la pirámide social están los labriegos, que viven de su trabajo; en un estrado medio viene el clero rural y, por encima de todos, la nobleza latifundista. Mezclados entre ellos y con menor significación están los bandoleros, los arrieros, mercaderes ambulantes, etc.
Ser labriego significa casi siempre ser peón de hacienda. Lo que Carlos Marx llamó un esclavo disfrazado. Los labriegos libres, arrendatarios y pequeños propietarios eran pocos frente a los peones. Estos se desgarraban entre el bandolerismo ocasional y las levas del ejército.
Los intentos de repoblamiento hechos sobre la base de vender las haciendas imperiales y clericales nacionalizadas a pequeños labriegos y propietarios quedaron como letra muerta. Las 861 fincas rústicas del clero fueron rematadas y adjudicadas según las leyes de desamortización. La vía sirvió para agrandar los latifundios laicos ya existentes y erigir unas cuantas nuevas haciendas, pero nunca logró lo que verdaderamente se pretendía: un mejor reparto de la tierra.
Irónicamente, la Reforma contribuyó grandemente al crecimiento del esclavismo disfrazado y a la concentración de la propiedad en un número cada vez menor de familias. En 1867 se vendieron 1 734 468 hectáreas a poco más de 300 individuos y sociedades.
Del total de la población mexicana habida al restablecerse la república, más de la mitad es formada por peones. La mayoría de ellos indios con una cultura no occidental; el resto, mestizos que se expresan en español y tienen costumbres de corte occidental. Entre unos y otro se parecen por la miseria en que viven, sin embargo no es lo mismo un peón hacendario de Guanajuato que uno de Chiapas. En todas partes el salario no basta ni para cubrir las más elementales necesidades: un promedio general de uno y medio real diario más la ración alimenticia semanal que se da a los gañanes (mozos de labranza) y que suele consistir en cien mazorcas de maíz, tres libras de frijol y media libra de sal a los casados. A los solteros se le da la mitad de la ración.
Luis González y González retrata el cuadro: un real diario alcanza para alimentar una familia de tres o cuatro miembros; con la comida diaria de arroz y frijoles y tortillas con chile; desayuno y cena de atole de maíz. Con los seis centavos diarios del medio real sobrante, se puede comprar una camisa y unos calzones de manta al año, un sombrero y huaraches, el rebozo, las enaguas y los listones de las trenzas de la madre; los niños andarán casi desnudos y si la familia aumenta, como suele suceder, el problema se convierte en apremiante.
Sin duda, los siervos gozaban de los mismos derechos políticos que sus amos, claro que mal pagados y peor tratados. La Constitución del 57 les había concedido plena ciudadanía, y lo eran de derecho pero jamás de hecho.
Difícilmente hubieran podido serlo sobre la base de ese analfabetismo y miserias paralizantes. El perfil cultural del trabajador agrícola es tan miserable como su vestido. Conoce su poco calificado, si acaso, oficio; puede recitar algunas oraciones del ritual católico; recuerda algunos momentos de la historia que le han trasmitido por tradición oral; no sabe leer ni escribir y sus expectativas personales son bien reducidas.
Cuando había necesidad de ejercer derechos ciudadanos, como el sufragio, lo hacía el capataz por todos. En el Semanario Ilustrado, el Nigromante escribía ...por todos los peones vota el administrador o su escribiente. El colegio electoral rara vez nota que se usurpa su nombre para el nombramiento de sus representantes; ni menos sabe dónde va a ser representado, si en el ayuntamiento, en la asamblea local o en el Congreso de la Unión.
Empezaban a perfilarse así los procedimientos corporativos y la costumbre de fingir realidades para legitimar procesos electorales. Imposible sospechar en ese entonces su impacto y trascendencia para el futuro.
La lucha liberal por formar una sociedad de pequeños propietarios (desamortización y nacionalización de los bienes del clero) tuvo el irónico resultado de concentrar aún más la propiedad aunque, ciertamente, pudo, al menos, dar inicio a una identidad de estado. El gobierno de Juárez trató de reorganizar la burocracia, controlar la sangría de los gastos militares, finiquitar la alcabala, reforzar el poder presidencial y acotar el de los gobiernos locales.
Los imperativos de la realidad inmediata obligaban dejar para tiempos más propicios la aplicación de políticas liberales que apuntaran al capitalismo y construcción de una sociedad moderna.
De 1877 a 1910, durante el porfiriato, hubo una clara prioridad en materia de modernización económica que coincidía con la expansión mundial del capitalismo. A los sectores clave de la economía nacional llegaron capitales británicos, franceses, alemanes y norteamericanos. Producto de ello, ferrocarriles y minería crecieron exponencialmente.
Por fin, desde la guerra de independencia, la economía del país se dinamizaba de forma acelerada.
Pero, además, el porfiriato tuvo otra característica conocida, la centralización del poder y del estado. Ello fue dado sobre la racionalización positivista comtiana: la paz y el orden como condiciones sine qua non para el progreso. Como la seguridad es preferible sobre la libertad, era mejor la dictadura que vivir la anarquía de hacía sólo unos 20 años.
Díaz fue capaz de concentrar el poder en el gobierno central mediante la construcción de un sistema de clientelismo. La lealtad que existía estaba basada en la persona y no en el estado, eligía cuidadosamente cada uno de los puestos importantes asegurando un apoyo incondicional a su administración.
Sistema clientelar que, en realidad, venía reproduciendose consistentemente desde la colonia sobre dos pilares constantes, una sociedad que no trascendía sus orígenes medievales y una visión del mundo que promovía la acepatción pasiva de las cosas. Así, con todo y que el poder clerical había sido debilitado de modo importante, seguían siendo los mismos comprotamientos éticos católicos, controles difusos, los que determinaban las actitudes de una sociedad en construcción.
Esta es una característica crucial para explicar los modelos mexicanos de reproducción política y desarrollo institucional: la tendencia de las relaciones patrón cliente a penetrar las estructuras políticas y burocráticas. Así, quienes están en posición de autoridad se ven limitados, o enredados, por una red informal de relaciones patrón cliente que inequívocamente responde a las expectativas implícitas en estas relaciones de intercambio antes que a las normatividades explícitas de los procedimientos burocráticos administrativos o a los estatutos de una organización política. Cuando se desarrolla una red de relaciones patrón-cliente única y ésta domina la totalidad del un sistema político, impacta de tal modo las relaciones políticas que la necesidad del compromiso y la construcción de coaliciones se reduce prácticamente al mínimo.
Esta afiliación conlleva la aceptación de la autoridad derivada del patrón, que indudablemente se magnifica cuando es dada en el contexto de una cosmovisión y formación religiosa cuyos preceptos fundamentales incluyen destacadamente la sumisión a la autoridad. Bajo tales condiciones, el desarrollo de mecanismos de control compensatorios se reduce al mínimo y ello tiene un profundo impacto en el desarrollo de las instituciones.
Cuando en el siglo XVI fueron transplantadas a América las instituciones administrativas y religiosas, vino implícito no solo la homologación político administrativa con la Metrópoli hispana, el Sacro Imperio Romano de Carlos V, sino la característica fundamental del centralismo. Toda decisión sustantiva se determinaba en la Metrópoli del mismo modo que hoy se toma en la megalópoli del Valle de Anáhuac. Si bien es cierto que la centralización del poder político no es necesariamente un resultado inevitable de las relaciones patrón-cliente y que el poder puede fragmentarse antes que verse unificado -como en el caso de los cacicazgos-, también lo es que el resultado de un sistema político basado en tal tipo de relaciones tiende a la concentración del poder y a organizarlo en un orden jerárquico piramidal estricto, particularmente en el campo de la administración gubernamental.
Las instituciones que se crearon en el siglo XIX fueron herederas directas de las características institucionales derivadas de la colonia. Esto es, conservaron su naturaleza intervencionista. Ello le significó a los actores sociales y económicos de la época el imperativo de buscar el mejor medio de proteger sus intereses utilizando los instrumentos informales generados desde la Colonia: las redes de parentesco e influencia política para ganar posiciones de ventaja relativa. Desde la obtención de mano de obra abaratada, por ejemplo, hasta el beneficiarse de créditos subsidiados, pasando por prácticamente todo aspecto del intercambio económico y social. La consecusión de los objetivos siempre dependía de las relaciones o intermediaciones informales que se tuvieran con las autoridades. La consecuencia de tales desarrollos es la creación de un marco institucional formal es cierto, pero difuso que no produce estabilidad política real ni permite el dasarrollo de las protencialidades económicas.
La historia de la Iglesia Católica es un largo rosario de inconsistencias. Por ejemplo, cualquiera que hoy tenga menos de cien años y haya sido formado en la fe católica fue educado en el dogma de la inmaculada concepción. Esto es, el embarazo de María, madre de Jesús, sin intervención de varón. Solo por medios divinos. Pero no fue hasta diciembre 8 de 1854 que el Papa Pío IX proclamó que María era virgen.
Hace apenas poco más de un año, en febrero del 2008, que el experto en la vida del Beato Papa Pío IX, Francesco Guglietta, reveló en un artículo publicado por L'Osservatore Romano, cómo el Pontífice decidió consultar a los obispos del mundo para proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción el 8 de diciembre de 1854.
Guglietta señala que la revolución que terminó con la proclamación de la "República Romana" en 1848 y forzó al Papa a refugiarse durante nueve meses en Gaeta –la ciudad marítima entre Roma y Nápoles-, tuvo un efecto profundo en el Pontífice, que como el Cardenal Giovanni Maria Mastai Ferretti, había simpatizado abiertamente con los movimientos revolucionarios europeos.
"En este lapso de tiempo, en efecto, Pío IX perdió progresivamente confianza en los procesos de 'revolución' que tenían lugar en Europa y tomó distancia del ambiente católico liberal, comenzando a ver en el movimiento de insurrección, así como en la 'modernidad' de entonces, una peligrosa insidia para la vida de la Iglesia".
Cabría preguntarse entonces por las motivaciones políticas Inmaculada Concepción.
La Iglesia como la institución política en funciones más longeva del mundo occidental funciona con base a priorizaciones políticas. Tales priorizaciones políticas con frecuencia van en sentido contrario al código de conducta manifiesto y sus propias enseñanzas morales. Tal es el caso del comportamiento institucional bajo Pío XI y Pío XII, cuando la alta jerarquía católica se plegó con una sola voz, la del autócrata pontificio, a Mussolini y Hitler. Cardenales y obispos, primero italianos, luego alemanes y luego los del resto de la Europa ocupada, se plegaron diplomáticamente a la instrucción vaticana y contemporizaron con esos regímenes. (Cornwell, 2006; Chiron, 1995). El papel de la Iglesia Católica durante aquel período está suficientemente documentado, no abundaremos más. Lo mismo que en la antigua Yugoslavia con el notorio caso, entre varios mas, del clérigo católico croata perteneciente a la Ustashi , Branimir Zupancic, párroco de Rogolje quien masacró a 400 ortodoxos (Embasy, 1947).
Dejaremos de lado ésos casos y varios más y nos concentraremos en la variable pedofilia en el clero.
El 27 de marzo del 2007, el órgano de difusión de la Arquidiócesis de México, Desde la Fe, comentaba en su editorial la ley surgida del senado para castigar el abuso de menores, comentarios sólo en apariencia positivos. Dice el editorial: “Para la Iglesia católica queda claro que el camino a seguir en el problema del abuso a menores es la denuncia y la aplicación de las leyes correspondientes ante los tribunales competentes, donde cada uno debe asumir su propia responsabilidad, siendo más grave -como ahora lo establecen las leyes mexicanas- si el que ha cometido el delito es un religioso, por la responsabilidad moral que representa.”
Dice el clero mexicano que para ellos el camino a seguir en los casos de abuso a menores es, por un lado, la denuncia de la víctima, y dos, la aplicación de las leyes ante los tribunales competentes donde cada uno debe asumir su responsabilidad.
Lo que no dice la arquidiócesis primada es qué entiende o debemos entender por “las leyes correspondientes” y los “tribunales competentes”. ¿Cuáles leyes? ¿Cuáles tribunales? Porque si el clero efectivamente se refiere a las leyes y los tribunales del estado mexicano, entonces el clero miente.
Miente y manipula con un lenguaje que parece decir una cosa, y en realidad no lo dice o dice lo contrario.
La iglesia mexicana no se refiere a los tribunales del Estado Mexicano. Se refiere a los suyos propios.
Angelo Giuseppe Roncalli Mazzola, Juan XXIII. El papa bueno, aquel que tuvo el buen tino, después del infausto Pío XII, de echar a andar el Concilio Vaticano II con todas sus reformas. Murió cuando el concilio aún se efectuaba, en junio de 1963. Durante su reinado se puso por escrito, explícito, una de las formas de proceder más vergonzosas y lesivas de esa institución. La política que el vaticano instrumenta mundialmente para proteger a la iglesia en todos los casos de abuso sexual, incluyendo el infantil.
El documento elaborado en 1962 y que el clero ha mantenido en riguroso secreto durante más de 40 años. Sigue siendo un secreto. Sólo que fue dado a conocer en octubre del 2006 por el programa Panorama, de la BBC de Londres (Ver Anexo I).
El documento es titulado Crimen Sollicitationis. Un documento donde se define explícitamente el procedimiento como deben de ser tratados los casos de abuso sexual, incluyendo el infantil, dentro de la Iglesia Católica. Un documento que no deja la mínima duda de que lo que a la jerarquía católica le importa es sobrellevar las cosas con el mínimo daño posible. El bienestar de los afectados, niños o adultos, no tiene importancia. Si acaso la tuviera, esta sería subordinada absolutamente al bienestar del clero.
Crimen Sollicitationis fue aplicado rigurosamente durante más de 20 años por Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI. En el documento se instruye a los obispos cómo tratar los reclamos contra sacerdotes que abusan de niños, qué hacer con el niño o la persona que denuncia y cómo mantener todo dentro del control exclusivo de la iglesia. Es este el documento por el que se explica la inverosímil impunidad de la que sacerdotes como Marcial Maciel han disfrutado.
Escrito en latín, les fue entregado a arzobispos y obispos de todo el mundo en el 2001 con los cambios adicionados por Ratzinger y con la orden de mantenerlo en absoluto secreto y bajo llave. Instruye como lidiar con aquellos sacerdotes que solicitan sexo utilizando el confesionario como cobertura y también “contra cualquier acto externo obsceno… con jóvenes de cualquier sexo.”
La imposición del juramento para guardar secreto se impone por igual y bajo amenaza de excomunión a 1) el sacerdote que comete la ofensa; 2) a todos los testigos; y 3)… al niño que es víctima del abuso.
La política por escrito del Estado Vaticano para lidiar con los casos de abuso sexual infantil que es instrumentada y operacionalizada por obispos, arzobispos y cardenales. Veremos algunos extractos textuales. La puntuación y el estilo fueron respetados.
La definición:
“La incitación al crimen da lugar cuando un sacerdote tienta a un penitente, quien quiera que sea esa persona, ya sea en el acto sacramental de la confesión, ya sea antes o inmediatamente después, ya sea en ocasión o con pretexto de la confesión, ya sea dentro o incluso fuera del tiempo de confesión o en el tiempo dedicado para escucharlas, en el confesionario o en el lugar escogido para escuchar la confesión [...] El objeto de esta tentación es el solicitar o provocar al penitente hacia asuntos impuros u obscenos, ya sea con palabras o signos o señales con la cabeza, ya sea por contacto o por escritura, ya sea cuando o después que la nota haya sido leída o cuando haya tenido con [el penitente] un diálogo prohibido o impropio o actividad de atrevimiento imprudente.” Las reglas del juego
“[…] y, si el caso lo demanda, para removerlo de algún ministerio. Ellos podrán también transferirlo a otra [comisión], a menos que el Ordinario del lugar lo haya prohibido porque ya haya aceptado la denuncia y dado inicio la investigación.”
“Porque, no obstante, lo que es tratado en estos casos debe tener un mayor grado de cuidado y observancia para que tales materias sean perseguidas en el modo más secreto, y, después de hayan sido definidas y dadas a ejecución, deben ser constreñidas por un silencio perpetuo [Instrucción del Santo Oficio, febrero 20 de 1867, n. todos y cada uno de los que en cualquier modo pertenecen al tribunal y cuyas todas personas, bajo penalidad de excomunión latae setentiae, ipso facto, y sin ninguna declaración [de tal penalidad] habiendo incurrido y reservado en la sola persona de Supremo Pontífice, aun la exclusión de la Sagrada Penitenciaría, están obligados a inviolabilidad [de la secrecía]. En verdad por esta ley los Ordinarios están obligados ipso jure o por la fuerza de su propio deber. Los otros asistentes por el poder de su juramento el cual siempre deberán tomar antes de empezar con sus tareas. Y estos, entonces, son delegados, sin interpolados, y son informados en su ausencia por los medios del precepto en las cartas de delegación, interpelación, [o de] información, imponiendo por encima de ellos con la mención expresa del Secreto del Santo Oficio y el de la susodicha censura.”
“El juramento de guardar secreto debe ser dado en estos casos también por los acusadores o aquellos denunciantes [el sacerdote] y los testigos (…) El acusado, sin embargo, debe ser seriamente advertido que incluso el, junto con todos los demás, especialmente cuando observa el secreto con su defensor, está bajo la penalidad de suspensión a divinis en caso de que una trasgresión sea cometida ipso facto.” Enterándose de la falta:
“La obligación del penitente de denunciar al que se le solicita (léase el infante víctima) no cesa debido a una confesión espontánea del confesor solicitante (léase sacerdote pederasta), tampoco porque haya sido transferido, promovido, condenado o presumiblemente reformado y por otras razones del mismo tipo. Cesa, sin embargo, a su muerte”
“Si no pueden encontrarse dos testigos que conozcan a ambos, al denunciado y al denunciante, o si ellos no pueden ser interrogados al mismo tiempo sin peligro de escándalo o sin detrimento del buen nombre que les concierne, entonces deben hacerse arreglos para que esas dos personas, por medio de testimonios divididos, a saber, interrogar dos testigos solo sobre el denunciado y otros dos solo sobre los denunciantes individuales. En este caso, sin embargo, será necesario investigar en otros lados donde odio, enemistad y otros desafectos humanos den lugar contra el denunciado.”
“(…) a] si es evidente que la denuncia carece totalmente de fundamento, debe ser ordenado que esto sea declarado en Actas, y los documentos de la acusación deben ser destruidos.”
“Si después de la primera admonición, otras acusaciones sobre el mismo acusado dieran lugar y concernieran a incitaciones, precediendo a la misma admonición, el Ordinario deberá ver, de acuerdo a su propia elección y conciencia, si la primera admonición debe ser considerada suficiente o si debe procederse a una nueva admonición o incluso medidas ulteriores.”
Las comunicaciones oficiales:
“Todas estas comunicaciones deben siempre ser hechas bajo el secreto del Santo Oficio; y, dado que en el mayor grado conciernen al bien común de la iglesia, el precepto de hacer estas cosas obliga bajo serio pecado [sub gravi].”
El peor crimen:
“Bajo el nombre del peor crimen se entiende en este punto la significación de cualquier hecho obsceno externo, gravemente pecaminoso, en cualquiera perpetrado por un clérigo o intentado con una persona de su propio sexo.”
“Para tener el peor crimen, para efectos penales, uno debe hacer el equivalente de lo siguiente: cualquier obscenidad, acto externo, pecaminoso en gravedad, perpetrado de cualquier modo por un clérigo o intentado por el con jóvenes de cualquier sexo o con animales brutos [bestialismo].”
Y la fórmula para el juramento de secrecía:
“En el nombre del Señor.
Yo […] ante […] y tocando los santísimos Evangelios de Dios puestos frente a mí, juro y prometo ejercer mi deber fielmente… Asimismo bajo pena de excomunión late setentiatae ipso facto y para ser llevada al cabo sin declaración alguna, fuera del momento de la muerte, puedo ser absuelto por ningún otro excepto el Santo Padre, excluyendo incluso al Cardenal de la Penitenciaría, y, bajo otras muy serias penalidades, a la disposición del Supremo Pontífice para ser infligidas sobre mi en caso trasgresión, yo prometo y juro ante Dios observar no violar el secreto en todos los asuntos y detalles que darán lugar al final y al completarse esta negociación [o estas negociaciones] que pueden ser legítimamente publicadas. Además, observaré absolutamente este secreto en todas las formas frente a todos aquellos que no tengan parte legítima en esta materia [o aquellos que no están sujetos al mismo compromiso jurado]; tampoco nunca lo violaré directa o indirectamente por medios o por una inclinación de cabeza, o por palabra, por escrito, o por ninguna otra forma bajo ningún tipo de pretexto, incluso por la causa más urgente y seria, [aún] por alcanzar un bien mayor, haré nada en contra de esta fidelidad al secreto, a menos que una facultad de dispensa particular sea expresamente dada por el Sumo Pontífice.”
La primera versión del texto es de 1962 con, cito: “Nuestro Santísimo Padre Juan XXIII en audiencia con el Cardenal Secretario del Santo Oficio el 16 de marzo de 1962, para aprobar y confirmar esta instrucción, ordenando sobre aquellos a quien pertenece guardarla y observarla en el mínimo detalle.”
Quien entonces era el Prefecto del Santo Oficio, hoy Congregación para la Doctrina de la Fe, era el Cardenal Alfredo Ottaviani, muerto en 1979, que siempre se opuso a las resoluciones del Concilio Vaticano II. Respaldó al arzobispo Lefebvre en su crítica al Novus Ordo Mass por medio de una carta a Pablo VI la cual sigue siendo hoy referente principal de los católicos conservadores en su oposición a la misa dada en el idioma local.
La actualización del documento es en 1991, bajo la dirección y cuidado de Joseph Ratzinger.
Crimen Sollicitationis es la prueba documental de los criterios que norman a la institución católica para proteger sus intereses corporativos en una materia específica: el abuso sexual de niños llevado a cabo por sacerdotes. Tales criterios pasan por encima de las leyes de los países que acogen a la iglesia; por encima de los derechos elementales de los creyentes de los que vive; por encima del instinto básico de toda especie animal de protegerse a sí misma protegiendo a sus crías; por encima de los principios morales que la iglesia dice difundir y defender.
No es la primera vez que se sabe de atrocidades cometidas por esa institución. Pero sí es la primera vez que tenemos una prueba documental interna, hecha publica desde el año 2006 por la BBC, de que la iglesia católica contemporánea, la de la segunda mitad del siglo XX, no solo miente, sino que miente con instructivo, con un procedimiento sistemático por escrito que se convierte en política institucional, en política institucional de estado. Eso es Crimen Sollicitationis. No otra cosa.
Las religiones son cuerpos de preconcepciones básicas que, además de definir la relación con tal o cual deidad(es) y los rituales para relacionarse con ella(s), lo que hacen es explicitar y regular las reglas de convivencia de una sociedad. Antes de las constituciones políticas, fueron las religiones los cuerpos de ideas que sistematizaban los acuerdos generales, las reglas de convivencia y la búsqueda del bien general de las sociedades. Todas tienen sus oficiantes e intermediarios. Todas tienen fundamentos o puntos capitales en sus sistemas de ideas. Dogmas.
La religión católica es una singular. No solo tiene, como las demás, oficiantes que intermedian la relación con D., sino que, amorosa como reclama ser, es esencialmente excluyente: la relación con D. solo es posible sí y si sólo sí se pertenece a la iglesia.
Esta particular idea de pertenencia a un cuerpo institucional (no a una nación o a un pueblo) como la precondición para poder tener eventual relación con D, es algo que viene desde los primeros tiempos de la versión cristiana que luego habría de ser católica.
Previo incluso a que Constantino declarara la veda a la cacería de cristianos convirtiéndose el mismo en uno, en el siglo II, Ignacio de Antioquia (santo, desde luego) decía “que todos sigan al Obispo como Jesucristo sigue a su Padre”; o Cipriano de Cartago, otro santo, que en el siglo III pergeñó la idea de “quien no tiene a la Iglesia como su madre no puede tener a D. como su padre.” Una muy larga lista de geniales citas y reflexivos y sesudos tratados teológicos vinieron a hacer indispensable a la iglesia para la relación con D. Debieran ser cosas diferenciadas, no lo son.
Así, hace escasamente un año, en pleno siglo XXI, nos encontramos con un neoescatológico que veladamente nos sugiere algo parecido al fin de los tiempos: “Jesús quiere decir que el tiempo definitivo ha llegado, el tiempo para reconstruir el pueblo de D que está ahora convertido en pueblo universal, su Iglesia.” Benedicto XVI dixit.
Todo ello explica porqué curas y sacerdotes denunciantes de abusos sexuales, mas un gran etcétera de creyentes alarmados por las curiosas prácticas sexuales que la jerarquía tanto empeño pone en ocultar, dicen que la iglesia tiene errores, que hay personajes de mala sangre en ella pero, y esto es increíble, que como institución se salva. Son gente más o menos conocedora de los textos bíblicos y neotestamentarios, inteligentes incluso, con vidas enteras dedicadas a los valores de su creencia, pero incapaces de reparar en las contradicciones brutales y con una necia confianza en la institución. No es nada fácil aceptar así como así que se ha fincado la identidad en un algo que es lo contrario de en lo que se cree. El indoctrinamiento católico hace casi imposible disociar creer en D. de la creencia en una institución que, además, firmemente creen fue fundada por El, que los intermedia y administra en su relación. Lavado de cerebro le llaman a eso.
Si la iglesia ha significado la desaparición de la quinta parte de la población europea en una de tantas pestes, o frente a la carnicería europea de los años 40 cerraba los ojos gazmoña y ayudaba a Hitler, no importa, no lo ven. Es una lógica profundamente disociativa. Le llaman fe. Es de locos. Una especie de síndrome de Estocolmo en que los secuestrados terminan identificándose con el secuestrador y hasta lo justifican. Con todo respeto, pero más nos valdría ir matizando las confianzas, por el bien público.
La realidad es como es, no como quisiéramos que fuera, iglesia incluida. Estamos aun construyendo una sociedad con aspiraciones de sanidad y eso, entre otras cosas, implica que ni pederastas ni cómplices escapan impunes.
En toda la América hispana la práctica del catolicismo se expresa de muchas formas sincréticas distintas. Los estudios especializados consistentemente identifican una cantidad limitada de temas al respecto.
Me parece que un aspecto de vital importancia es las variantes en las concepciones en cuanto a la relación de Dios con el mundo. En su estudio Visiones Religiosas del Mundo (1963), Emile Pin desgrana dos tipos de concepciones religiosas. La primera, sostiene que Dios esta presente y fundido en el mundo con todos los objetos naturales. De acuerdo con Pin, esta creencia en la presencia divina inmanente releva al hombre de colocar a Dios en el mundo dado que ya está allí. Cualquier cosa que pase en la vida diaria puede ser atribuída a su presencia. Este es un tipo de creencia que tiende a eliminar la noción de causas secundarias. Diluye la noción individual de responsabilidad porque estimula la actitud de aceptar las cosas como están y refuerza la tendencia a conformarse con la fe, a la improvisación y a ajustarse a las circunstancias. De aquí, Pin identifica dos derivaciones: el animismo primitivo y el providencialismo popular. La primera derivación inculca el temor y, a cambio, una dependencia en lo mágico. Respecto a la segunda, impulsa las expectativas inocentes en plegarias peticionarias. Ninguna de estas dos tendencias impulsa la actitud transformadora del mundo; por el contrario, el hombre se ajusta a sus circunstancias y acepta el sufrimiento como una forma de vida. No es casual que el principal símbolo de la religión sea la imagen de Jesús en la cruz, sufriendo; ni que los llamados a la resignación sean tan frecuentes en los sermones religiosos.
Otra visión es aquella que concibe la presencia de Dios sólo en los rituales formales de los sacramentos (Pin, 1963). El lugar de la deidad está en la iglesia institucional, lo que dirige la atención religiosa del hombre hacia lo supranatural. La Iglesia y sus sacerdotes tienen el monopolio sobre los medios de salvación y acceso a la vida eterna. Como Dios es un ser trascendente, sólo puede ser alcanzado por medios prescritos, ortodoxos, y sin importar las relaciones del hombre con las instituciones y códigos mundanos, esto es, con aquellas que equilibran la convivencia social cotidiana. Este dualismo alimenta el ritualismo, multiplica las plegarias y fomenta la alienación con mundo. El ritual por encima de la acción para resolver problemas. Las inclinaciones religiosas se atan al formalismo sacramental en lugar de ser canalizadas hacia el comportamiento ético. Así, lo más importante, se recompensa y alienta un tejido de valores individualista o privado, dado que cada persona está, antes que nada, ocupada con cumplir los requerimientos de la salvación eterna. Esta visión religiosa predispone al creyente a colocar los objetivos supranaturales por encima de los imperativos de este mundo y, como señala Pin, no genera bases positivas para actuar en el mundo; la preocupación principal está en refrenar los pecados contra Dios.
Cada visión está asociada con claridad a estratos sociales diferenciados. La primera, con la población campesina y urbana proletarizada. La segunda, con las clases dominantes.
Durante los años sesenta hubo un gran interés y producción alrededor de las expresiones sacramentales rituales y formales en Iberoamérica. La participación semanal en la misa y la comunión mensual han sido características sólo de una minoría. Si bien las cantidades varían, puede decirse que el nivel general de participación sigue siendo de aproximadamente el 10% de los miembros bautizados. Esto significa que la Iglesia, sus élites, interesadas eventualmente en construir lealtades religiosas o compromisos institucionales, no pueden depender de los servicios parroquiales convencionales para alcanzar y movilizar a la gente. Para movilizar el sentimiento católico más elemental debe vincularse a un asunto público o a una situación de crisis. De ello, es sencillo concluir que la influencia sobre la membresía poco predecible, lo que predispone a los clérigos a hacer uso de otros medios.
Una segunda implicación de la debilidad sacramental es financiera. De allí la necesidad de la cuotas por servicios sacramentales como bodas, bautizos, misas de defunción, etc. Vallier afirma que así, el sacerdote refuerza y perpetúa una aprehensión mágica de la población campesina y la urbana de escasos recursos.
Otro perfil de comportamiento confluye en la devoción y el culto a los santos y otros miembros de la corte celestial. Es una regla general del catolicismo que se expresa con particular intensidad en América Latina. La indiferencia para la clerecía y una instrucción catequética débil que se da sobre la base original de sorprendentes paralelismos sincréticos en el caso mexicano, estimularon el recurrir a aquellos aspectos de la esfera supranatural que eran accesibles fuera de los sacramentos. Dios y Su Iglesia fueron relegados a la trastienda y reemplazados por la ayuda y perdón de los santos: una parte de la corte celestial mucho más accesible y que, con muchísima frecuencia, se identificaba con antiguas deidades. Esta devoción a los santos/antiguas deidades pronto se convirtió en la proporción más grande de la práctica católica. La relación con la Iglesia formal solo persiste en su forma más basta. Un ejemplo práctico de este fenómeno de movilización fue el inicio del movimiento de Independencia. El llamado se hizo apelando a una situación mundana (los gachupines, Fernando XVII) y a la Virgen de Guadalupe. Fue ésta la que involucró a las masas creyentes. en el movimiento que habría de tener amplias repercusiones continentales.
Ahora bien, estos patrones de creencia y prácticas religiosas se manifiestan en diferentes formas dependiendo de estatus económico y posición de los individuos y grupos destacan dos formas básicas (Houtart, 1971):
Instrumentalismo y Dependencia. Aspectos centrales del catolicismo popular (campesinos y estratos urbanos inferiores). Tanto a Dios como a los santos y al sacerdote se les busca para ayuda en aspectos o problemas de la vida cotidiana. Lo supranatural es accesible y sujeto de manipulación por actos propiciatorios. Las creencias mágico religiosas ocupan todos los sectores de al vida social y afecta profundamente la forma en que los individuos se aproximan a los problemas, planifican y explican la mala fortuna. El instrumentalismo se acompaña de una dependencia generalizada en Dios y sus ayudantes. Las cosas son como son y poco es lo que puede hacerse para cambiarlas, lo más que puede hacerse es pedir por favores especiales para resolver los problemas inmediatos. La tensión entre la subyacente naturaleza determinista del mundo y las posibilidades para asegurar favores especiales es fundamental para facilitar la resignación y, también, una esperanza inocente. Como el sacerdote es casi inaccesible, salvo en contadas ocasiones, es visto como una suerte de mago que puede interceder para facilitar acontecimientos favorables.
Obediencia y Salvación. La obediencia se centra en dos relaciones: la autoridad del sacerdote, y los dogmas y doctrinas de la Iglesia. Estos son los referentes de un tipo de católico que pertenece a los grupos dominantes (mayoritariamente mujeres y adolescentes). La salvación se asegura con la participación sacramental, confesando lo pecados y obedeciendo las enseñanzas formales de la Iglesia. Se busca a los sacerdotes para la guía moral así como por orientación e instrucciones en la toma de decisiones: matrimonio, la crianza de los niños, el sufragio. Como el acceso a Dios es sólo por medio de los sacramentos, su presencia se sustrae del mundo y los eventos seculares no son considerados críticos para sus propósitos.
Así, el desarrollo histórico hispanoamericano y particularmente el mexicano, está permeado por la presencia de la Iglesia Católica, sus tradiciones, valores, dogmas y adaptaciones sincréticas. Muchos de estos elementos han perdido su identidad católica formal y se han fundido con el sistema de valores social nacional. Más aún, han alimentado de modo determinante el sistema de valores y actitudes nacionales. Las formas tradicionales de relación Iglesia-sociedad comparten ciertas propiedades (Vallier):
1. Reflejan las normas de fusión estructural y visibilidad territorial. El control difuso y no especializado de las estructuras para la solución de problemas es el modo dominante.
2. Las bases tradicionales de influencia potencial descansan ya sea sobre las garantías de privilegio formales de la élite, o sobre las redes informales de los representantes locales concretos, estas últimas de manera destacada.
3. La dependencia en las lealtades y sentimientos religiosos de las masas como fuente de apoyo.
2. Las bases tradicionales de influencia potencial descansan ya sea sobre las garantías de privilegio formales de la élite, o sobre las redes informales de los representantes locales concretos, estas últimas de manera destacada.
3. La dependencia en las lealtades y sentimientos religiosos de las masas como fuente de apoyo.
Estas propiedades generalizadas de la Iglesia crean escenarios favorables para arreglos especiales y de coyuntura con los grupos políticos, para apelar a la emotividad de la grey y para las intervenciones de la jerarquía en el espacio público.
Dicho de otro modo, desde la Colonia, la Iglesia católica en México -como en el resto de Iberoamérica- ha sido una institución débil debido a que, desde los tiempos tempranos ha tendido a depender de centros de poder externos para mantener su condición de monopolio religioso, lo que la sujeta a las variaciones y modulaciones que suceden en la esfera política. Es débil también porque las lealtades religiosas son estimuladas por creencias y rituales que, primero, aglutinan a segmentos de la población que no tienen el liderazgo ni tampoco se incluyen en el circuito de toma de decisiones (campesinos, mujeres) y, segundo, están enraizados en sentimientos y expectativas que no son movilizables en papeles religiosos continuos y consistentes (fechas de celebración religiosa y fiestas).
Por estas condiciones, la Iglesia ha carecido de la capacidad de traducir sus reservas de lealtades a programas de ajuste, y la poca (si acaso) integración es de poca ayuda para promover frentes estables y unidos para enfrentar los males sociales. En consecuencia, es una institución religiosa que solo puede reaccionar en términos de las presiones inmediatas, lo que frecuentemente significa que se inclina hacia fuerzas conservadoras más amplias. Lo que otorga a esas fuerzas la necesitada significación simbólica y legitimación indirecta.
Son precisamente estas formas de relación entre la Iglesia y la sociedad civil las que han obstruído el potencial para crear e institucionalizar bases ético religiosas para la integración social y política. De ello deriva un consenso de valores difuso y débil. La fragmentación de valores es base de las limitaciones para procesar las diferencias porque la competencia social y política es dada sin el elástico respaldo de una estructura ético religiosa que contextúe el intercambio político social. El impacto que esto pude tener en la creación y consolidación de las instituciones seculares es de una importancia insoslayable. Así, con incómoda frecuencia los problemas adquieren características de conflictos terminales en lugar de ser conflictos de contextos limitados en donde los participantes comparten ciertos “consensos generales” respecto a los propósitos de la sociedad y sus metas de largo plazo.
Al reflexionar al respecto, no es posible aceptar la idea de que el problema deriva solamente de los conflictos y disrupciones que caracterizaron el período de la Independencia. Antes bien, apunta a la época colonial como residencia de las claves. Centra la atención en la debilidad institucional de la Iglesia en lugar de asumir mecánicamente, por su presencia en todas las esferas de la vida civil, su fortaleza, orden interno consolidado y su papel como fuerza social integradora. Los valores básicos y normas del catolicismo -por lo menos en Hispanoamérica- no tuvieron un mayor papel en la definición de las relaciones entre estatus sociales y en el aparato central de control social, escamoteando a las élites religiosas del potencial para proveer bases autónomas y extra políticas.
La fusión entre al autoridad religiosa y el poder político interrumpió cualquier capacidad potencial de la Iglesia para dirigir y sostener una estructura moral integrativa. Además de las interdependencias que se desarrollaron entre la Corona y la Iglesia, entre la clerecía y las autoridades civiles de las colonias, surgieron varios otros patrones de control social y desarrollo estructural. Por ejemplo:
1. un descuido crónico por las regulaciones formales detalladas dadas por la corona, dado que éstas no siempre proveían de bases significativas para resolver los problemas de naturaleza política y administrativa.
2. un efecto centrífugo acelerado por la proliferación de asentamientos de frontera que tenían contacto con las ciudades de forma débil e intermitente, y
3. un sistema de jurisdicciones especiales e independientes de la Corona: el fuero eclesiástico.
2. un efecto centrífugo acelerado por la proliferación de asentamientos de frontera que tenían contacto con las ciudades de forma débil e intermitente, y
3. un sistema de jurisdicciones especiales e independientes de la Corona: el fuero eclesiástico.
Estas dinámicas junto con muchas otras tendencias más específicas, debilitaron los vínculos entre la ley y el “orden social” lo que trabajó para separar la autoridad religiosa de la Iglesia de las bases legales de la sociedad. Así, es frecuente que el “reto a la justicia” adquiera caracteres de implementación de preceptos morales y religiosos sin institucionalizar un sistema de preceptos y normas sociales independiente. Se presenta un tipo de coexistencia de doble discurso, la moral que se muestra-la moral que se vive, que laxa la observancia de la ley y convierte la simulación en una forma de vida.
El involucramiento de las élites eclesiásticas en asuntos seculares trajo la consecuencia de que los símbolos de valores trascendentes y la autoridad moral fluctuaran, titubearan, dentro del juego de los asuntos políticos locales y los conflictos de poder. El resultado: la confusión moral. La población no era capaz de encontrar puntos estables para legitimar los valores clave. Los líderes eclesiásticos, en virtud de su dependencia e involucramiento, no eran sujetos de confianza para tomar una posición consistente en asuntos de importancia general. Consecuentemente, las bases para el desarrollo e institucionalización de una estructura ético religiosa común y de largo alcance, no fueron nunca desarrolladas.
Igualmente importante, o más, fue la interrupción de la condición misionera de la Iglesia que, en efecto, redujo las oportunidades para crear en los asentamientos coloniales una solidez ética de bases religiosas. Si la tarea misionera hubiera recibido atención prioritaria real y el trabajo pastoral se hubiera desarrollado de acuerdo a ello, la Iglesia no se hubiera encontrado si recursos de fuerza internos cuando el orden colonial se vino abajo. Careciendo de recursos y sin una idea clara de tu tarea religiosa, la Iglesia tuvo que tomar partido políticamente para asegurar su sobrevivencia (Vallier).
A partir de que el movimiento liberal del siglo XIX declaró a la Iglesia como enemigo principal, las élites religiosas pronto se convirtieron en más activos participantes de la causa conservadora. Si, por encima de la política, la Iglesia se hubiera dado cuenta de que los liberales podían ser legitimados desde una estructura de valores más amplia, no hay duda de que tal apoyo hubiera dado al movimiento liberal bases mucho más sólidas sobre las cuales desarrollarse y crecer. La separación del movimiento liberal de la institución católica, con todo y que las condiciones parecían exigirlo, debilitó sus posibilidades de largo plazo.
La formalidad del contenido de una constitución no es sustituto suficiente de los perfiles de apoyo y los significados de las “santas tradiciones”.
La construcción de la sociedad mexicana se da sobre la base de dos columnas fundamentales, independientes pero concomitantes: una concepción católica romana del mundo y la reproducción político social de un universo medieval.
Ambas habrían de marcar profundamente el perfil social e individual de una nación que, a la fecha, muestra muy serias dificultades para encontrar una identidad que le permita, entre otras cosas, reconciliarse y asimilar su historia. La Nueva España fue la encarnación de prácticamente todos los males del Antiguo Régimen y, puede decirse, el movimiento de independencia no significó más que la agonía de la Colonia antes que el nacimiento real de algo nuevo. Ello obedece no sólo a la transplantación de instituciones administrativas y políticas de corte medieval, sino a la actitud profunda de un perfil psicosocial que diluye la responsabilidad individual delegándola en la autoridad, sea celestial o terrenal.
México pertenece al vasto grupo de países que pasaron por procesos de descolonización en el siglo XIX y que generó un gran número de Estados territoriales nuevos. México, al igual que la gran mayoría de estas nuevas entidades, soslayaron en su construcción los límites culturales y étnicos existentes y tampoco crearon nuevas naciones -o más propiamente, nuevas estructuras nacionales- que embonaran con tales condiciones étnico culturales. Así, en el caso mexicano, el aparente surgimiento del nacionalismo que acompañó a la descolonización nunca correspondió a la unidad positiva de grupos culturales coherentes, sino a la suma negativa de distintos grupos que se oponían a la extranjería (los gachupines), oposicionistas lidereados por criollos fundamentalmente leales a la Corona. La cohesión derivada de la xenofobia, se desintegró tan pronto como la exaltación derivada de la independencia declinó, dejando grandes grupos de población, arbitrariamente distribuidos, ocupando territorios excoloniales sin ningún acuerdo legitimador y organizador de la nueva convivencia más que el hecho mismo de su propia existencia objetiva y el reconocimiento de la comunidad internacional. Sin, a fin de cuentas, instituciones políticas firmes -o por lo menos su boceto inicial- sobre las cuales organizarse. El legado de este tipo de condiciones es la fundación de Estados sin naciones o, lo que es más grave, un estado con muchas naciones en donde los procesos de decisión se basan mucho más en las percepciones coyunturales antes que en la consecución de un proyecto predeterminado y sancionado por consensos más o menos básicos.
Por ejemplo, una característica singular del liberalismo mexicano fue su aceptación abierta de la teoría de Estado vigilante. Sin embargo, aunque reiteradamente hicieron pública su demanda de establecer un sistema federal de estados soberanos dirigido por un gobierno nacional sancionado por el Congreso y, con ello, una transformación profunda de las relaciones de propiedad, se negaron sistemáticamente a sancionar al ejecutivo central de Santa-Anna, de claras tendencias dictatoriales. Frente a la incertidumbre inherente a todo régimen democrático, aunada a la perspectiva de la anarquía derivada de implantar medidas radicales con un gobierno débil, liberales como Comonfort soslayaron la reforma. Juárez, por el contrario, capitalizó el anhelo por un líder y poco a poco creó un poder presidencial que rebasaba los límites constitucionales.
La pretensión de una formación nacional se da sobre la base de una sociedad clasista y profundamente diferenciada en la práctica social, pero al mismo tiempo que sobre la base de anhelos igualitarios católicos que sólo se concretarían por la intervención de instancias superiores, ya fuera la autoridad terrenal o la deidad. Así, el movimiento liberal del siglo XIX, pese a la teoría basada en la iniciativa y responsabilidad individual nunca fue capaz de transformar una mentalidad -o un perfil de pretensiones nacionales- profundamente enraizada en concepciones que diluían precisamente tal responsabilidad: el catolicismo romano.
La primer Acta de Independencia, emitida por el Congreso de Anáhuac en 1813, evitaba con gran cuidado cualquier referencia a los principios liberales; de hecho, fue el Congreso de Anáhuac y no el pueblo mexicano quien recobró su soberanía y esto sucede no por la presión y exigencia popular sino “por las actuales circunstancias de Europa” que obedece a “los designios inescrutables de la Divina Providencia.” En tal acta se prometía mantener el catolicismo como única religión legal, conservar la pureza de sus dogmas y de sus órdenes religiosas. La revolución de independencia fue en esencia un movimiento criollo esencialmente conservador que marcó ciertamente el fin de la Nueva España, pero no así el nacimiento de un México Independiente o más precisamente, de la nación mexicana. Con la Independencia, la Iglesia conservó la totalidad de sus fueros, propiedades y diezmos con la ventaja adicional de librarse de compartirlos con la Corona. Edmundo O’Gorman sintetiza el conflicto de la época como “la búsqueda de un líder providencial y el deseo de alguna forma de populismo democrático.” (O’ Gorman, 1960).
No es casual que en la antesala del siglo XXI sea Hispanoamérica , sociedades conservadoras y, en su mayoría, profundamente atrasadas, el último bastión de la Ecclesia universalis y que sean estas sociedades existencialmente dependientes de la autoridad y de los liderazgos.
A estas importantes desventajas comparativas, se suman las particularidades de una concepción del mundo que se traduce en una ética social laxa, permisiva y frecuentemente indefinida. En los esquemas de reproducción social, el individuo no es responsable ni de sí mismo, la fortuna o las fatalidades de su vida son producto de la voluntad divina antes que de sus propias acciones. Se le enseña desde pequeño a ser y hacer ‘lo bueno’ -lo que frecuentemente está asociado a la aceptación de la voluntad de aquel que está en autoridad- y nunca se le expone a las dificultades de tener que discernir durante su vida entre lo justo y lo correcto que, independientemente del bagaje ético con el que se cuente, siempre será una decisión individual que compromete seriamente al que decide, sea en la esfera individual, familiar o social. La difuminación de la responsabilidad y la extrema relatividad de ‘lo bueno’ es tal que muy frecuentemente vemos que criminales crónicos, asesinos o narcotraficantes profesan una profunda religiosidad. A fin de cuentas si son católicos, están bautizados y se arrepienten sinceramente al último momento, todos sus pecados serán perdonados, independientemente del real comportamiento que tuvieron durante sus vidas.
La esencia del catolicismo reside tanto en la supresión de la responsabilidad personal y social del individuo como en el sometimiento a la autoridad. Tanto la guerra de Independencia como la Reforma y, posteriormente, la Revolución fueron ciertamente movimientos populares que significaron cambios muy importantes e incluso traumáticos pero ninguno de ellos pudo, o tuvo siquiera la intención, modificar el perfil profundo de una sociedad acostumbrada a delegar su responsabilidad en cualquier otra instancia externa a ella, llamárase la deidad, la virgen de Guadalupe, cualquier otro intermediario celestial, el caudillo, el líder o el Presidente.
La sociedad mexicana, como buena parte del resto de la sociedades católicas, se encuentra en un crítico estado de transición entre lo tradicional y la modernidad. Su independencia y reconocimiento como estado cumple poco menos de ciento noventa años, pero problemas profundos y crónicos caracterizan los obstáculos para lograr los cambios estructurales necesarios en las esferas política, económica y educativa. Son muchos los factores que se han mencionado y estudiado para explicar las dinámicas que socavan los esfuerzos sociales por el desarrollo y la modernización. El tipo de liderazgo, los esquemas de inversión, la fragmentación de los partidos políticos, las divisiones étnicas, los altos niveles de crecimiento demográfico, la politización militar son algunos de los aspectos que se han mencionado y estudiado con detalle y profundidad.
Sin embargo, todos estos factores de retroceso y quebrantos pueden ser vistos como extensiones de un sistema cultural distintivo dentro del cual el catolicismo juega un papel de importancia definitoria, tanto como sistema de significados religiosos, tanto como fenómeno institucional. El catolicismo romano confronta cualquier deseo de sondear los problemas del cambio social en el mundo católico y, consecuentemente, en México.
Ahora bien, ¿de qué forma el catolicismo se vincula con las altas y bajas del desarrollo social e institucional mexicano?
Es necesario hacer una suerte de yuxtaposición intuitiva con la tesis weberiana: ciertas orientaciones religiosas y patrones de motivación estimulan la actividad secular disciplinada, cierto tipo de racionalidad económica. La responsabilidad individual, la orientación secular y el autocontrol ascético, señalados en la Etica Protestante, frente al cuerpo de elementos religiosos que constituyen el catolicismo novohispano y, posteriormente, mexicano; latinoamericano, de hecho: el control jerárquico, la noción de otro mundo, el perdón sacramental del pecado.
Esta perspectiva conduce a la conclusión de que el catolicismo no sólo no es capaz de generar visiones del mundo modernas, si no que, de facto, funciona como un freno mayor. Las élites modernizadoras, por lo tanto, se enfrentarían al problema de eliminar al catolicismo por la fuerza política o por la vía de cortar sus líneas de abastecimiento legales financieras, o aislar a sus líderes y militantes de esferas seculares mayores.
La experiencia histórica nos sugiere la conveniencia de considerar otras alternativas.
El movimiento de independencia que llevó a la emergencia del estado nacional más o menos en la misma época que otros países latinoamericanos, no rompió el monopolio institucional de la Iglesia católica en el ámbito religioso y tampoco condujo a la decisión de preparar las condiciones para separar la Iglesia del estado. Por el contrario, la Iglesia fue definida -tanto en México como en otros países latinoamericanos- como la religión oficial con todos los privilegios asociados: apoyo constitucional, prerrogativas para la educación y control sobre las propiedades eclesiásticas. Lo que significa que la estructura de poder formal permaneció tradicional. Más aún, como señala Vallier, que las tendencias hacia el pluralismo, la autonomía, y las aspiraciones por nuevos tipos de prestigio y estatus permanecieron atadas a estructuras pre independentistas.
Es claro que parte importante de la presión por esta continuidad tradicional en la estructura de poder provino de líderes eclesiásticos que se dieron cuenta que el dominio católico no podía ser mantenido más que sobre bases políticas. La vida interna de la Iglesia era débil, las lealtades y orientaciones de la gente eran relativamente superficiales o condicionadas de muchas maneras por temas particulares y el clero tendía a estar altamente politizado antes que limitar su papel social al de líderes espirituales. Debido a las especiales condiciones históricas e institucionales que prevalecieron desde el siglo XVI, la Iglesia nunca persiguió consistentemente políticas tendientes a crear solidaridad religiosa o la profundización de la condición espiritual. Como consecuencia de ello, cuando se presentaron cambios importantes en la esfera política, la Iglesia no tenía bases autónomas de fortaleza religiosa. Por lo tanto tuvo que alinearse con el poder político y asumir con energía la tarea de asegurar las bases legales de sus privilegios y apoyar a las élites políticas. A poco, emergieron garantías políticas como base de la adaptación que, a cambio, puso en movimiento un amplio rango de formas tradicionales de comportamiento que siguen, hoy, siendo parte fundamental del complejo político-religioso latinoamericano (Vallier, op. Cit).
La Iglesia no estableció ningún tipo de nueva relación con la estructura del poder central y, así, perdió la oportunidad de ganar nuevas bases de autonomía y apalancamiento, permaneciendo en los parámetros tradicionales de relación con los actores políticos y sociales. Al fortalecerse las corrientes liberales y anticlericales la Iglesia giró en apoyo a los conservadores y entonces empezó a construir sus propias instituciones de intermediación y gestoría -sindicatos, escuelas, movimientos juveniles- con el propósito de aislar a los católicos de las influencias seculares. Ello, fortaleció la influencia formal sobre los creyentes. No menos importante fue el proceso de crecimiento de la dependencia de los creyentes en los representanes clericales para definir la situación por la que atravesaban y crear nuevas formas de relación y comportamiento sociales. Entre más se politizaba la Iglesia atándose a estrategias responsivas de corto plazo, mayor era el debilitamiento de los intereses de los creyentes comunes. La Iglesia se convirtió en un actor político mayor a nombre de las fuerzas que habían prometido protegerla como institución y no como una entidad autónoma diferenciada con raíces en la espiritualidad de los grupos que la formaban.
En cualquier tiempo y en cualquier nivel de contexto social (regional, nacional o continental) la Iglesia opera sobre la base de por lo menos tres tipos de estructuras de influencia:
1. aquellas que fueron desarrolladas en el pasado y que siguen siendo parte de sus operaciones totales;
2. aquellas que responden fundamentalmente a situaciones del presente, y
3. aquellas que están en proceso de formación para responder a nuevos patrones de problemas.
2. aquellas que responden fundamentalmente a situaciones del presente, y
3. aquellas que están en proceso de formación para responder a nuevos patrones de problemas.
Los tres tipos se combinan permanentemente de tal modo que crean tensiones internas, propician acciones públicas ambiguas y tienen efectos en muchos procesos y eventos extrareligiosos.
Los efectos de la religión católica no son producidos necesariamente y de inicio por los contenidos y enseñanzas doctrinales, ritos, y gradaciones de autoridad, sino por el tipo de mecanismos estructurales en los que se basa para lograr y perpetuar su influencia religiosa. No sólo es el contenido de las creencias, ni la relación entre este mundo y la esfera del otro lo que subyace en las resistencias de la Iglesia, sino las veredas institucionales que las élites clericales han seguido para preservar el monopolio religioso y aislar al creyente de influencias contaminadoras. Estrategias organizacionales y corporativas han sido un instrumento fundamental para mantener arreglos institucionales y, a cambio, interrumpir, desviar o por lo menos reducir las potencialidades de modernización.
En conclusión, las ideologías son sistemas explícitos de ideas y símbolos con el propósito de legitimar y dar significado a un conjunto de intereses políticos dados. Estas ideologías pueden y derivar de sistemas de valores más amplios, o pueden estar orientadas hacia el establecimiento de un sistema de valores. En ambos casos, la ideología permanece como un nivel más bajo de articulación de normas e ideas, más concreto y más dirigido.
En México, la ideología adquiere un tipo de primacía especial porque la esperada y necesitada orientación de valores en los niveles culturales más altos no está claramente formada. Más aún, no están unificadas y no son útiles para la construcción de consensos sociales. Por ello, cada búsqueda de poder debe ser acompañada por la creación de un conjunto de ideas legitimadoras con la esperanza de que sirvan para generar compromisos, lealtades e impulso.
En cierto sentido, el florecimiento de ideologías (cada seis años por mencionar un ejemplo) indica un bajo nivel de valores comunes y una debilitada capacidad del sistema político para convertir los distintos intereses en un programa de desarrollo nacional de largo plazo asegurado por niveles de consenso suficientemente consistentes que, por ello, hagan valer su fuerza de vigilancia.
El catolicismo romano, como sistema religioso, pudiera tener la capacidad potencial para funcionar como instancia promotora de valores universales y como sistema de integración social. Cuenta con la tradición legal heredada de los Romanos y con principios derivados de la fe cristiana además de una estructura de organización compleja. Todo ello implica las posibilidades de para desarrollar una estructura religioso cultural estable. Sin embargo, el Catolicismo Romano ha emergido como un sistema religioso que bloquea, cohibe y estorba las capacidades de un país, una sociedad, para generar e institucionalizar sus fuerzas modernizadoras. Debido a:
1. sus concepciones de consumación religiosa,
2. sus procedimientos sacramentales para restaurar la confianza religiosa,
3. su validación de los órdenes jerárquicos fijos,
4. su tendencia a devaluar el mundo externo
5. su tendencia a separar la ética de la religiosidad de las masas,
6. la disolución -explícita e implícita- de la idea de responsabilidad individual y social,
7. más el invariable principio original de sumisión a la autoridad
2. sus procedimientos sacramentales para restaurar la confianza religiosa,
3. su validación de los órdenes jerárquicos fijos,
4. su tendencia a devaluar el mundo externo
5. su tendencia a separar la ética de la religiosidad de las masas,
6. la disolución -explícita e implícita- de la idea de responsabilidad individual y social,
7. más el invariable principio original de sumisión a la autoridad
El cristianismo católico romano promueve en los individuos una aceptación pasiva del estado de cosas. Con mayor o menor grado, las distintas acepciones de doctrina y creencia dentro del catolicismo acreditan, por ejemplo:
1. los comportamientos que se oponen al cambio económico (normas de comportamiento sexual familiar como el control de la fertilidad),
2. el énfasis en la caridad como solución a los problemas de los necesitados (lo que fija la atención en los síntomas y no en las causas, además de dejar toda acción al albedrío individual),
3. y el asumir que la teología está en la cima del proyecto educativo (insuflando así muchos aspectos de la formación profesional y técnica con principios religiosos.
2. el énfasis en la caridad como solución a los problemas de los necesitados (lo que fija la atención en los síntomas y no en las causas, además de dejar toda acción al albedrío individual),
3. y el asumir que la teología está en la cima del proyecto educativo (insuflando así muchos aspectos de la formación profesional y técnica con principios religiosos.
Es esto lo que permite afirmar que el catolicismo juega, y durante siglos ha jugado, un papel negativo en los procesos de modernización y desarrollo.
Por ello, los diseñadores e instrumentadores de políticas, los líderes sociales y, en general, todo aquel que asuma la responsabilidad individual por el mejoramiento y progreso de su sociedad, debe empezar por comprender que los sistemas religiosos no son un aspecto especial e intocable de la sociedad. Por el contrario, tienen que ser un objetivo de cualquier estrategia de desarrollo que pretenda trascender en el largo plazo y consolidarse.
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