Publicaciones de Estudiantes


Autor: Susy Méndez Pardo
Titulo: El Docente Investigador en Educación
Area:
Pais: Estados Unidos
Perfil:
Programa:
Disponible para descarga: Yes
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INTRODUCCIÓN

Índice

Agradecimientos

Introducción .

Prólogo

1. El papel de la teoría en el desarrollo profesional
de un teórico de la educación
Traducción libre a cargo de: Susy Méndez Pardo yAlejandra Méndez Pardo. Revisión especializada a cargo de: Leticia Pons Bonals, Rosario Guadalu- pe Chávez Moguel y Juan Carlos Cabrera Fuentes.

2. Educación sin teoría
Traducción libre a cargo de: Susy Méndez Pardo, Alejandra Méndez Pardo, Magda Concepción Morales Barrera y Dulce María Cabrera Hernández. Revisión especializada a cargo de: Leticia Pons Bonals y Juan Carlos Cabrera Fuentes.

3. Filosofía, metodología
e investigación-acción
Traducción libre a cargo de: Susy Méndez Pardo y Alejandra Méndez Pardo. Revisión especializada a cargo de: Leticia Pons Bonals y Juan Carlos Cabrera Fuentes.

Glosario .

Agradecimientos

Agradecemos a Alicia de Alba, coordinadora del Se- minario de Filosofía y Teoría de la Educación en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y  la Educación (IISUE) de la Universidad Nacional Autóno- ma de México (UNAM), el impulso que brinda a los inves- tigadores de provincia, abriendo espacios y promoviendo intercambios con investigadores como Wilfred Carr, que lideran las discusiones actuales en esta materia.

La revisión y discusión de los artículos de Carr en el Se- minario de Formación en filosofía y Teoría Educativa (Con- venio CONACYT ACAC 050167) celebrado en el marco del Programa de Consolidación de la Red Nacional en Filosofía, Teoría y Campo de la Educación, en Junio de 2005, fue fun- damental para iniciar el trabajo de traducción, por lo que agradecemos a todos los participantes.
También agradecemos a W. Carr, su disposición para que esta parte de su obra fuera traducida y publicada en Chiapas, en donde los problemas de la educación ameritan de reflexiones como las que se incluyen en esta publicación. Su estancia en instituciones chiapanecas en Noviembre de 2006 fue realmente enriquecedora para este trabajo.


            

Introducción

Originario de Manchester, Inglaterra (1943), Wilfred Carr se ha dedicado a la investigación en filosofía de la educación, metodología de la investigación  educativa, así como teoría política y educación. Actualmen- te labora para la Escuela de Educación de la Universidad de Sheffield en Inglaterra.

Cabe destacar que sus estudios universitarios siempre han sido en relación con la educación y la filosofía: Diploma in Education (Diploma en Educación) con mención hono- rífica; BA Philosophy and Education (Bachelor Degree en Filosofía y Educación) MA degree in Philosophy (Maestría en Filosofía) y PhD Philosophy of Education (Doctorado en Filosofía de la Educación).

Es conocido por sus aportaciones teóricas en el ámbi- to educativo; dentro de sus obras podemos citar: Becoming Critical: Education, Knowledge and Action Research  (1986 Carr& Kemmis), For Education: Towards Critical Education Inquiry(1995);  Education  and  the  Struggle  for Democracy (1996  Carr& Hartnett); The Moral Foundations of Educational Research:Knowledge, Inquiry and Values (2003 Carr, Sikes & Nixon) y The Routledge Reader in the Philosophy of Education (2005).

Constantemente publica en revistas académicas espe- cializadas británicas como: Pedagogy, Culture and Socie- ty; British Journal of Educational Studies y  Philosophy, Methodology and Action Research, Journal of Philosophy of Education. Distinguido como un especialista en filosofía de la educa- ción funge como vice-presidente honorario de la Philosophy of Education Society of Great Britain (Sociedad de Filosofía de la Educación en Gran Bretaña) y como editor de la revista Pe- dagogy, Culture and Society (Pedagogía, Cultura y Sociedad). En nuestros días se le considera como uno de los filóso- fos contemporáneos de la educación. Una de las obras que se han traducido al español, Teo-ría crítica de la enseñanza: la investigació-acción en la formación delprofesorado, editada en colaboración con Kemmis en 1988,

probablemente es la más conocida, en la cual ambos plan- tean el accionar reflexionado del profesorado, a través de su propia práctica, acerca de la teoría educativa y su rol como docente-investigador. En la actualidad el papel del docente se ha diversificado y sus funciones también, ahora se habla de un docente-in- vestigador, aquél que, en palabras de Stenhouse (1991), sea capaz de reflexionar en su acción. Es entonces en la acción docente donde se puede innovar, transformar y trascender ¿Quién si no los mismos docentes somos los más indica- dos para reflexionar, investigar y hablar acerca de nuestro quehacer? Los artículos contenidos en esta obra son los siguientes: El papel de la teoría en el desarrollo profesional de un teóri- co educativo (2005), Educación sin teoría (2006) y Filoso- fía, metodología e investigación-acción (2006). Aportan no solamente el conocimiento teórico sino también invitan a la reflexión y el auto-cuestionamiento.

En el primer artículo Wilfred Carr plantea discusiones filosóficas acerca de la teoría educativa, su importancia en El docente investigador en educación la práctica educativa y el desarrollo profesional de los docentes. La manera en que presenta dichas discusiones no es puramente teórica, es  a partir de una autorreflexión sobre su propia práctica como teórico educativo, de la relación teoría-práctica y del papel de la teoría en el desempeño pro- fesional de los docentes a través de la noción aristotélica del razonamiento práctico.

El segundo artículo aborda el origen y la evolución del concepto de la teoría educativa,  en el marco de la moder- nidad, a finales del siglo XIX y principios del XX. Poste- riormente defiende la crítica del posfundacionalismo sobre la comprensión fundacionalista en la que se erige la teoría educativa, siendo esta crítica la que, de acuerdo con Carr permitirá a la teoría educativa su dignificación.

Finalmente, en el tercer artículo cuestiona el que la in- vestigación-acción sea vista simplemente como una meto- dología, resaltando su carácter filosófico.

El contenido abordado en la obra  presenta al docente- investigador elementos para reflexionar sobre su práctica e implementar acciones de investigación, tendientes a mejo- rar los procesos educativos.
Lo aquí presentado son traducciones de tipo libre que se han hecho del idioma inglés al español, revisadas por espe- cialistas en el área, con la finalidad de apoyar a los interesa- dos en su acercamiento a la obra original del autor.

Prólogo

La investigación-acción

Considerando que la investigación-acción es un enfo- que que ha cobrado importancia durante las últimas décadas en el campo de la investigación educativa  en México, en este artículo se ubican los planteamientos y preocupaciones de uno de sus autores clave, Wilfred Carr, como preludio a los recientes trabajos que ha escrito recien- temente y que se incluyen en este libro.

La lectura de los trabajos de W. Carr que aparecen en este libro resulta enriquecedora para los involucrados en la práctica educativa (en cuales quiera de los niveles es- colarizados o desde el ámbito no formal), en tanto pone al descubierto la necesidad de reflexionar lo que significa el proceso de formación y el papel que juega en éste la figura del docente.

La investigación-acción como práctica reflexiva

Al estar al frente de un grupo de estudiantes, el docente en- frenta situaciones complejas a las que no puede responder haciendo uso sólo de lo aprendido en su proceso de forma- ción profesional. Es más, en muchos casos, quienes están al frente de los estudiantes no han pasado por un proceso de formación que los habilite como docentes. Sin embargo, desde la práctica misma, tienen que emprender búsquedas y diseñar estrategias que les permitan enfrentar estas situa- ciones. La reflexión acerca de esta práctica, sobre los resul- tados obtenidos y sus posibles orientaciones, llevada a cabo desde la práctica misma, como ejercicio de autoevaluación, es el objeto de la investigación-acción.

Reflexión que involucra no sólo aspectos instrumen- tales o técnicos del ejercicio docente, sino la recuperación de marcos teóricos, presupuestos y posiciones valorati- vas que enriquecen la práctica educativa y convierten al docente en investigador de su propio ejercicio profesio- nal. Es entonces cuando se habla del docente-investiga- dor, como el actor involucrado en el mejoramiento de su práctica.
Los planteamientos de Carr, uno de los pilares de la investigación-acción,  emprendida  desde  una  perspectiva crítica, pone al descubierto sobre todo el sentido de respon- sabilidad y compromiso con la transformación social, que adquiere quien emprende investigaciones desde este enfo- que. Sentido que, quizá en algunas interpretaciones que se han realizado, ha quedado relegado en pos de una tenden- cia hacia la instrumentalización de la práctica investigativa que pone énfasis en las acciones prácticas dejando de lado el sentido de éstas.

Pero no sólo es la orientación instrumentalista que se ha dado a este enfoque lo que preocupa a Carr. En los trabajos comprendidos en este libro, el autor también se cuestiona acerca del papel que la teoría ha venido jugando en la defi- nición de la práctica docente, considerando que la predo- minancia de una perspectiva positivista que ofrece marcos teóricos generales y absolutos debe llegar a su fin. Sostiene, en cambio, como necesaria, la construcción de marcos de interpretación por parte del mismo docente-investigador a partir de los contextos de su práctica.

Con los planteamientos de Carr se comprende que la práctica educativa, emprendida por el docente-investiga- dor, como práctica investigativa y de formación, requiere de un examen minucioso de lo que tradicionalmente se ha identificado como la relación teoría-práctica.

La investigación-acción en el campo de la investigación educativa

Los planteamientos de Carr han sido recuperados en nues- tro país enriqueciendo la investigación educativa que se realiza en este campo.

El campo de la investigación educativa en México se ha caracterizado por la presencia de diversos enfoques desde los cuales se pretende explicar e intervenir en la solución de los problemas educativos.

Ante esta diversidad se han planteado clasificaciones que tratan de mostrar las diferencias, ventajas y desventajas que puede presentar cada uno de éstos, a quienes pretenden realizar investigaciones en este campo. En estas clasifica- ciones destaca la propuesta de investigación-acción de Carr como una de las opciones más promisorias, diferenciándose de otras por su carácter crítico, así como por el papel prota- gónico que otorga al docente como investigador y transfor- mador de la realidad educativa.

Claudia Pontón (2002) plantea que en el campo de la in- vestigación educativa destaca la interdisciplinariedad y que por ello es complejo hablar de una especificidad teórica. Sin embargo, para esta investigadora es posible identificar tres perspectivas claramente diferenciadas.

a)     La de la interdisciplinariedad (relacionada con la teoría de la ciencia).
b)    La perspectiva de la teoría crítica y
c)     La perspectiva de la teoría hermenéutica (las dos últimas relacionadas con la tradición de la teoría del conocimiento).

Es en el segundo inciso en el que se ubica el enfoque de la investigación-acción. La perspectiva de la teoría crítica en general presenta como características: la búsqueda de posibilidades de transformación del orden social estableci- do, mediante la praxis humana y el replanteamiento de la crítica a la sociedad con base en los conceptos de significa- tividad histórica y social (Pontón, 2002).

Su punto de partida son los planteamientos de los teóri- cos críticos organizados en torno a la Escuela de Frankfurt, cuyos  planteamientos,  de  acuerdo  con  Claudia  Pontón (2002), se incorporan al campo de la investigación edu- cativa en nuestro paíslas década de 1960 y 1970. La autora distingue las siguientes tres tendencias que han recuperado los planteamientos de esta perspectiva en el campo de la investigación educativa en México:

a) La pedagogía crítica, desarrollada a partir de la lectura de Freire, por los estadunidenses Michael Apple, Peter Mc Laren y Henry Giroux, como cuestionamiento al sistema educativo estadunidense (recuperando aspectos de Grams- ci y Althusser).
b) El enfoque de Wilfred Carr (denominado como cien- cia crítica de la educación) y de Stephen Kemmis (teoría crítica de la enseñanza), quienes, desde el contexto europeo, plantean: la unidad teoría-práctica, la recuperación de la re- flexión filosófica y el reconocimiento de la particularidad y heterogeneidad de los problemas educativos.  Pretenden construir un pensamiento crítico alternativo con énfasis en el desarrollo curricular, el mejoramiento de los programas de enseñanza, la planificación de los sistemas educativos y el desarrollo de políticas.

c) La reflexión desarrollada desde el contexto sudame- ricano, por autores como Adriana Puiggrós, sobre la educa- ción en el marco de la crítica al neoliberalismo pedagógico que ejerce un control sobre los procesos educativos. Así, se observa que en la clasificación realizada por Pon- tón (2002) destaca como una de las tendencias actuales que predominan en el campo de la investigación educativa, el enfoque propuesto por Carr, como una perspectiva teórica derivada de la teoría crítica.

Esta propuesta implica la necesidad de emprender inves- tigaciones desde la práctica misma de la educación, recupe- rando el enfoque denominado como investigación-acción, desde una perspectiva crítica. La investigación-acción ha estado presente a lo largo del desarrollo del campo de la investigación educativa en México, pero ha cobrado mayor énfasis en los últimos años, sobre todo considerando que este campo, de acuerdo con Weiss (2006), desde 1993 sufre un cambio que marca la sustitución de enfoques macrosociales a meso y microso- ciales, incluyendo enfoques culturales y lingüísticos. Cam- bio que favorece la recuperación de los planteamientos de la investigación-acción, en tanto ésta supone la indagación en contextos concretos de práctica educativa, recuperando la figura de los directamente involucrados, los docentes- investigadores.

Además, ha sido un tema recurrente del propio campo la discusión sobre la metodología de investigación-acción, el maestro-intelectual y la disputa entre enfoques cuanti y cualitativos (Weiss, 2006). Aspectos en los cuales los plan- teamientos de Carr, han sido fundamentales.

Orientaciones de la investigación-acción

En el campo de la investigación educativa se ha discuti- do acerca del carácter de la investigación-acción como un método de corte cualitativo o cuantitativo. Álvarez-Gayou (2005) lo llega a clasificar como método híbrido al ser uti- lizado en su fase inicial desde una perspectiva cuantitati- va pero, posteriormente y con base en un proceso distinto de interpretación de los datos, se trasladó a la perspectiva cualitativa. Es en esta última en la que recupera su carácter crítico y los planteamientos de Carr cobran importancia. De acuerdo con Álvarez-Gayou (2005) la investigación- acción comenzó a ser aplicada a mediados de  la década de 1940 cuando Kurt Lewin planteó como una forma de inda- gación experimental el estudio de grupos con problemas, proponiendo una serie de ciclos de acción (planificación, identificación de hechos, ejecución y análisis)

Hilda Taba aplica la investigación-acción a problemas educativos, proponiendo las siguientes etapas: identifica- ción de problemas, análisis, formulación de hipótesis, re- unión e interpretación de datos, acción y evaluación. Tanto Lewin como Taba mantienen el enfoque de la investiga- ción-acción en una perspectiva cuantitativa.  Corresponde a John Elliot introducir la investigación-acción desde una perspectiva cualitativa, cuestionando su enfoque positivis- ta (Álvarez-Gayou, 2005: 160).

Sandín (2003), por su parte, recupera la investigación- acción como una tradición de de investigación cualitativa en educación.
Para esta autora, la investigación-acción se encuentra ubicada como metodología orientada a la práctica educa- tiva, siendo factible situarla en el paradigma interpretati- vo crítico, considerando que pretende “propiciar el cambio social, transformar la realidad y que las personas tomen conciencia de su papel en ese proceso de transformación” (2003: 161).

Acerca de su surgimiento, lo ubica en la década de 1970 en Gran Bretaña, en investigaciones realizadas en torno a la reforma del currículum, encabezadas por John Elliot. Sin embargo, es a mediados del decenio de 1980, con la pu- blicación de la obra de Wilfred Carr y Stephen Kemmis (Teoría crítica de la enseñanza) cuando este enfoque ad- quiere un carácter más crítico y una visión emancipatoria, recuperando los planteamientos de la teoría crítica, pro- cedentes de la Escuela de Frankfurt y de Habermas (San- dín, 2003: 162).   El desarrollo de la investigación-acción permite identificar entonces dos posiciones distintas con base en el énfasis puesto en su carácter: una participativa y una crítica.

En la siguiente tabla se muestran dos orientaciones que
desde la perspectiva de Sandín (2003) ha seguido la inves- tigación-acción en el campo de la investigación educativa.

Orientaciones de la investigación-acción

Nivel

Investigación-acción práctica

Investigación-acción crítica

Epistemológico

No existe la búsqueda de la verdad de los fenómenos.
El conocimiento se cons- truye por medio de la prác- tica y no está afuera de los propios actores.
En  el  modo  de  acerca- miento  a  la  realidad  para reflexionar  sobre  ella,  se hallan las condiciones para acceder a un nuevo conoci- miento y mejorar la práctica educativa.

El  acceso  al  verdadero  co- nocimiento sólo puede tener lugar a través de la crítica a las  distorsiones  de  la  reali- dad que están incorporadas en las visiones de los actores sociales.

Político

Los  problemas  educativos lo son en la medida en que afectan  la práctica cotidia- na del profesorado.
Es  más  importante  que el   colectivo   de   maestros adquiera   la   racionalidad científica para resolver los problemas  educativos  que el hecho de resolver el pro- blema.

Debe  existir  un  proceso  de autocrítica y de identificación de las distorsiones incorpo- radas  en  las  interpretacio- nes  de  los  profesores  para no seguir reproduciendo las desigualdades sociales y cul- turales.

Metodológico

El agente externo cumple la función de gestor del cam- bio,  dinamiza  el  grupo  en cada etapa del proceso sin aportar mayor información.

El agente externo actúa pro- porcionando  al  grupo  instru- mentos para desvelar las dis- torsiones subyacentes en sus interpretaciones, conduciendo al grupo a la identificación de contradicciones entre teoría y práctica que pueden limitar el cambio educativo.

FUENTE: Elaborada con base en los planteamientos de Sandín (2003) Investigación cualitativa en educación, fundamentos y tradiciones, México: Mc Graw Hill, pp. 162-163.

Estas orientaciones hacen alusión a su carácter práctico y a su carácter crítico.

Recuperando la definición de Carr y Kemmis, en su li- bro Teoría crítica  de la enseñanza (1988), quienes aluden más al sentido crítico de la investigación-acción, ésta es: una forma de indagación autorreflexiva que emprenden los participantes en situaciones sociales en orden a mejorar la racionalidad y la justicia de sus propias prácticas, su enten- dimiento de las mismas y las situaciones dentro de las cua- les ellas tienen lugar (citado por Sandín, 2003: 163).

De acuerdo con lo expuesto, se pueden identificar tres etapas que muestran la recuperación que se ha realizado del enfoque de investigación-acción en el campo de la in- vestigación educativa: la primera de corte experimental, la segunda en donde resalta la orientación participativa del enfoque y la tercera en donde prevalece la orientación crítica.  Es necesario resaltar que el enfoque de la investi- gación-acción, desde la perspectiva de Carr, recupera la orientación crítica, siendo ésta la que tiene mayor impacto en el campo de la investigación educativa en México.

Características de la investigación-acción

Tratando de sintetizar el enfoque de la investigación-ac- ción, se anotan a continuación sus propuestas centrales:
a)     Sobresale la necesidad de una investigación parti- cipativa ya que el investigador forma parte de la situación investigada.
b)     Busca transformar la situación investigada y mejo- rar las condiciones existentes, teniendo presente el princi- pio emancipador.

c)     Es un enfoque práctico. Su punto de partida y de
llegada es la práctica misma del docente-investigador.
d)    Requiere de la colaboración de las personas que es- tán involucradas en la situación investigada que se convier- te en objeto de transformación.
e)     Implica un trabajo de autorreflexión y formación
permanente.
f)      Rompe con la diferenciación tradicional entre teo- ría y práctica, sosteniendo que toda acción práctica es nece- sariamente teórica.
De acuerdo con Sandín, la investigación-acción educati- va considera las siguientes actividades: identificación de una preocupación y planteamiento de un problema; elaboración de un plan de acción; desarrollo de este plan y búsqueda de información; finalmente, reflexión e interpretación de los resultados obtenidos (2003: 167-170).  Sin embargo, es necesario hacer notar que como proceso permanente de in- vestigación, reflexión y formación en el que se involucran los docentes-investigadores el proceso es consecutivo.

Importancia de la obra de CarrFrente a lo que se ha escrito en relación con la investigación- acción, con una mirada siempre crítica W. Carr nos muestra que este enfoque debe ser visto, más allá de las descripcio- nes metodológicas que la han reducido a una cuestión téc- nica, como un nodo de indagación que recupera la praxis y promueve la conformación de comunidades dialógicas, que significan la teoría sólo a partir de la respuesta que pueda brindar a preguntas empíricas surgidas en contextos histó- ricos determinados.

Contra toda propuesta fundacionalista, sostiene que la búsqueda teórica siempre es práctica y contextual, situada y delimitada por las prácticas educativas e inseparable de los marcos normativos que rigen esas prácticas.

Plantea que la práctica educativa requiere de un razo- namiento práctico, en el que pensamientos y fines (teoría y práctica) se encuentran relacionados íntimamente, como elementos  constitutivos  de  un  razonamiento  dialéctico. También se resalta que este razonamiento práctico lo em- prenden aquellos quienes están inmersos en la práctica educativa, como una necesidad personal, situada en un con- texto determinado.

Desde esta perspectiva crítica, la investigación-acción no se limita al uso de técnicas, ni al seguimiento de proce- dimientos; la formación de los docentes-investigadores no puede realizarse sólo en el aula, recibiendo clases. Impli- ca una actitud de búsqueda permanente ante problemas que se enfrentan, un interés por la transformación de las situaciones que se viven en las escuelas en el sentido de la emancipación, una praxis que, como práctica situada y reflexiva, implica el examen crítico del quehacer docente desde una mirada personal, un compromiso con la tarea desempeñada y el establecimiento de fines acordes con el contexto educativo.
Para  quienes  estamos  interesados  y  comprometidos con la docencia, el acercamiento a la obra de W. Carr se vuelve entonces una posibilidad para que, como docentes, repensemos nuestra práctica educativa desde este enfo- que crítico.

Bibliografía

Álvarez-Gayou, 2005 Cómo hacer investigación cualitativa. Fun- damentos y metodología. Barcelona: Paidós. Reimpresión de la primera edición de 2003.

Pontón, Claudia Pontón Ramos, Claudia Beatriz. 2002. “In- terdisciplinariedad, teoría crítica y hermenéutica”, en Piña y Pontón, coords., Cultura y procesos educativos. México: UNAM-Plaza y Valdés, pp. 25-47.

Sandín Esteban, M. Paz. 2003. Investigación cualitativa en edu- cación. Fundamentos y tradiciones. España: Mc Graw Hill.

Weiss, Eduardo (coordinador) 2003. El campo de la investiga- ción educativa 1993-2001. México: COMIE, colección La inves- tigación educativa en México 1992-2003, tomo 1.

Weiss, Eduardo 2006. El campo de la Investigación Educativa en México a través de los estados de conocimiento.  Documento pre- parado para la Asamblea Nacional del COMIE, noviembre de 2006.

1. El papel de la teoría en el desarrollo
profesional de un teórico educativo

Resumen

Este artículo se ocupa de algunas discusiones filosó- ficas existentes durante muchos años, respecto a la naturaleza de la teoría educativa, la importancia de ésta en la práctica educativa y su papel en el desarrollo pro- fesional de los docentes. En lugar de tratar estas cuestiones‘teóricamente’, se les aborda a través de una reflexión auto- biográfica acerca del papel que la ‘teoría’ ha desempeñado en mi propio desarrollo profesional como teórico educativo. El enfocarse de esta manera en la práctica de la teorización no sólo revela una concepción de la relación teoría-práctica que es muy diferente de la que se encuentra presupuesta implícitamente en la práctica de la mayoría de los teóricos educativos (incluyendo a los  filósofos  de  la  educación), también sugiere que la manera más apropiada de entender el papel de la teoría educativa en el desarrollo profesional de los docentes es a través de la noción aristotélica del ra- zonamiento práctico y de la ahora objetada tradición de la
‘filosofía práctica’.

Introducción

La ‘teoría educativa’ se introdujo en el currículum académi- co de las universidades británicas hace aproximadamente 120 años. A través de su historia, siempre ha aspirado a ser una disciplina práctica: ‘práctica’ por tratar de tener un efecto significativo y de valor en los juicios de los profesio- nales de la educación, y una ‘disciplina’ debido a su inten- to por alcanzar este efecto significativo y de valor, creando un cuerpo de conocimiento teórico y entendimiento que puede ampliarse progresivamente de una manera sistemá- tica y disciplinada. Ésta es la visión impuesta de la teoría educativa como disciplina prácticamente relevante y aca- démicamente  rigurosa,  contribuyendo  simultáneamen- te al desarrollo de la teoría educativa y a la mejora de la práctica profesional, que ha sido la fuerza dominante que mueve el desarrollo intelectual e institucional de la disci- plina y que continúa proporcionando, a la mayor parte de los docentes-investigadores1, una comprensión del papel educativo y académico.

Pero lo que ahora resulta ciertamente obvio es el grado en el que esta visión todavía permanece incompleta. Los políticos y los hacedores de política se refieren despectiva- mente a la teoría educativa como una jerga incomprensible, los docentes respetan la teorización educativa como una esotérica ‘torre de marfil’ sin relación con sus necesidades profesionales, y la academia rechaza conceder a la teoría educativa el estatus intelectual que busca tan desesperada  Nota de traducción: El término utilizado por Wilfred Carr en la obra original es: practioners. De aquí en adelante se traducirá como docente-investigador (ver glosario).

Inmediatamente. Podrían citarse muchos otros ejemplos que simple- mente reforzarían la triste verdad de la teoría educativa y su larga lucha por convertirse en una disciplina prácticamente relevante y académicamente respetable, lo cual está tan le- jos de suceder como siempre lo ha estado.

En   ciertas ocasiones, cuando los teóricos educativos han respondido a estas críticas, lo han hecho centrándose en dos motivos de preocupación absolutamente distintos. Algunos se han centrado en las aplicaciones de la ‘rele- vancia’ y han intentado explicar su falta de impacto argu- mentando que la teoría educativa es una especie de ‘teoría aplicada’. Otros,   han preferido enfrentar las críticas re- ferentes al ‘rigor académico’ de su disciplina, explorando una gama de discusiones filosóficas y metodológicas re- ferentes al estatuto epistemológico de la teoría que pro- duce y la naturaleza de los fenómenos que busca teorizar y explicar. Una lectura de la situación actual sugiere que los últimos esfuerzos de muchos teóricos educativos por establecer legitimidad a su disciplina académica, implica seguramente que el efecto del posmodernismo en el deba- te teórico y metodológico en las ciencias sociales también penetra en el campo de la teoría educativa.

Asimismo, cuando han sido invitados a defenderse con- tra las críticas emprendidas por  audiencias profesionales y sus pares académicos, los teóricos educativos no respon- dieron demostrando cómo la visión de la teoría educativa, como disciplina práctica, debe ser observada y alcanzada. Aun menos han demostrado algún deseo serio de articular cómo los propósitos de relevancia práctica y rigor acadé- mico pueden, en la teoría y en la práctica, ser reconciliados con éxito. En lugar de esto, han defendido lo que hacen, conduciendo dos argumentos separados e independien- tes, dirigidos a dos audiencias separadas e independien- tes. Uno de estos argumentos está tan preocupado por la necesidad de demostrar la utilidad práctica de la teoría educativa que las preguntas teóricas fundamentales son más o menos ignoradas; el otro es guiado por una bús- queda tan autoindulgente de respeto académico que las preguntas sobre la relevancia de la teoría educativa en la práctica ni siquiera se levantan del suelo.

El resultado de esta situación es que el papel de la teoría educativa en el desarrollo profesional de docentes ahora se encuentra rodeado por paradojas y contradiccio- nes. La mayoría de los teóricos educativos intentan hacer relevante su trabajo para los profesionistas educativos, sin embargo, lo más probable es que sean acusados por sus pares académicos de vulgaridad conceptual: de re- ducir el estudio de la educación a una forma no-teórica de investigación que endosa simplemente los intereses y las preconcepciones de sus ‘usuarios’ profesionales. Con- tradictoriamente, cuanto más la disciplina busca hacerse más sofisticada teóricamente, tanto más probable es que sea criticada por los profesionistas educativos como ac- tividad escolástica interna, la cual, al ser juzgada con los mínimos criterios de relevancia práctica, contribuye poco a la formación del conocimiento profesional y menos a la mejora de la práctica profesional. La impresión inevitable que se crea es que la teoría educativa está atrapada entre dos objetivos en conflicto que son incompatibles: puede ser prácticamente relevante o académicamente rigurosa pero no puede, al mismo tiempo, ser ambas. De hecho, pa- rece que cualquier éxito que un teórico educativo pueda obtener en la realización de uno de los objetivos, le garan- tiza un virtual fracaso en la realización del otro.

Mi propósito en este artículo no es ofrecer ninguna so-
lución inmediata a esta paradoja. En lugar de eso intento acercarme a estas discusiones primeramente describien- do, posteriormente reflexionando, acerca de algunos epi- sodios críticos de mi propio desarrollo profesional como teórico educativo y formador de docentes, centrándome tanto en la teorización como en la práctica; mi intención no es disipar la ilusión de quienes (como yo) teorizan so- bre la educación, aunque ellos mismos no la vinculen con la práctica, mientras que otros (como docentes) ‘practi- can’ sin el acoplamiento de ninguna teoría. Esto me per- mite articular cierta comprensión del papel que la teoría ha jugado en mi propio desarrollo profesional y, con base en esto, considerar si dicha comprensión puede clarificar las preguntas sobre el papel de la teoría en la profesión educativa, de lo que trata este artículo.

Recorrido autobiográfico

Comienzo mi excursión autobiográfica citando la cátedra universitaria Educational Studies impartida a mediados de la década de 1970. Cuando fui designado como académico, no había sido ‘formado’ para ser docente universitario2. Aca- baba de terminar varios años como estudiante de filosofía y tenía conocimientos sobre ‘teoría’. Antes de esto había sido profesor por varios años, así que tenía cierto conoci- miento profesional y experiencia en el ámbito educativo.

2 Nota de traducción: Los términos en inglés University teacher, Academic y  Schoolteacher se han traducido respectivamente como: docente universitario, académico y profesor (véase glosario).

Inmediatamente enfrenté una pregunta urgente personal y práctica: ¿qué debo enseñar? Si contestaba a esta pre- gunta basándome en mis intereses personales, entonces la respuesta obvia habría sido ‘filosofía’. Pero, puesto que mis estudiantes serían los profesionales educativos y supues- tamente debía enseñarles para contribuir a su desarrollo profesional, no era obvio para mí cómo contribuiría a este fin enseñar filosofía.

Naturalmente, mis esfuerzos para encontrar respuesta a mi pregunta me condujeron inicialmente a la literatura aca- démica convencional de la asignatura Educational Studies. Ésta indicaba que alguien en mi posición profesional debe enseñar algo llamado ‘teoría educativa’, que era vista como una especie de ‘teoría práctica’ entre un conjunto diverso de disciplinas educativas (destacando filosofía, psicología, sociología e la historia ‘de la educación’). Enseñando esta clase de teoría que la literatura sugirió, los profesionales educativos aprenderían cómo formular los principios edu- cativos racionales que podrían orientar su pensamiento y dirigir su práctica (Hirst, 1966).

Así cuando, me convertí en un teórico educativo, heredé una cultura profesional a partir de la cual se esperaba em- prendiera dos tareas que tenía reservadas. La primera era enseñar a educadores profesionales un cuerpo de ‘teoría’ racional justificada, en mi caso la filosofía de la educación. El segundo era demostrar cómo esta teoría proporcionó la base intelectual para los principios educativos, que los profesionales deben seguir para solucionar sus problemas educativos y para dirigir su práctica. En consecuencia, el conocimiento profesional fue interpretado como conoci- miento esencialmente teórico y el desarrollo profesional como proceso para mejorar la racionalidad de la práctica profesional, mejorando la racionalidad de los principios en los cuales se basa.

Mi reacción inmediata ante esta mirada del desarrollo profesional era, por decirlo de una manera cortés, toda una decepción. Pero esta reacción no se basó en una crítica de su racionalidad teórica. En cambio, era una reacción que emergió enteramente de mi experiencia práctica como pro- fesor y como académico. Basado en mi experiencia como profesor, estaba seguro que los profesores educados en esta clase de teoría educativa tratarían de exigirle para aumen- tar su conocimiento profesional y mejorar su práctica, para luego desecharla con incredulidad por considerarla total- mente  irrelevante para su trabajo. Y con base en mi expe- riencia como académico, no podía sino hacer notar que mis colegas que enseñaban la ‘teoría educativa’, los mismos de la universidad, no ponían en práctica lo que ellos mismos predicaban. No puedo recordar ciertamente a una persona que enseñara teoría educativa basando su propia práctica en los principios educativos derivados de una combinación de disciplinas académicas. Sospecho que como docentes, sabían que cualquier persona que intentara enseñar esto es- taría actuando de una manera altamente irracional.

Resultó tal que, en mi situación como académico, hice frente a un problema práctico urgente –un problema sobre lo que debería hacer– que no podría ser resuelto adecua- damente aceptando el acuerdo extenso que existía entre teóricos educativos y formadores de educadores, sobre el contenido del currículum. En busca de una solución a este problema, me encontré trabajando entre una gama dispar de filósofos que tenían poco de común en el campo, con ex- cepción de eso me ayudaron a tener sentido teórico de mi descontento con la comprensión que prevalecía en la teoría educativa y a desarrollar una comprensión alternativa de mi papel como docente. Por ejemplo, al leer el trabajo de filó- sofos tan diversos como Gilbert Ryle (1949) y Michael Po- lanyi (1973), comencé a entender que la práctica educativa en sí misma es irreducible a la teoría y sólo puede ser inteli- gible haciendo referencia a lo que Ryle llama ‘know-how’ y lo que Polanyi llama ‘conocimiento tácito’ que proporciona el fondo teórico indispensable contra el cual los profesionales educativos encuentran sentido a lo que están haciendo. De Michael Oakeshott aprendí que esta ‘teoría’ no es adquirida con el estudio de la teoría educativa, pero es transmitida por las tradiciones educativas que son endémicas a las culturas profesionales y con las cuales se ha desarrollado el conoci- miento práctico de profesionales en un determinado tiempo (Oakeshott, 1966). Y, del filósofo moral Alisdair MacIntyre, entendí que la práctica no puede ser entendida como medio instrumental para algún fin predeterminado, porque el ‘fin’ de la práctica es interno e inseparable de los medios para su realización (MacIntyre, 1981, 1988, 1990).

Mientras comencé a desarrollar esta comprensión al- ternativa de la teoría educativa, también intenté clarificar su significado para la comprensión de mi propia práctica profesional. Además aprendí de Gilbert Ryle que “la prác- tica no es la hijastra de la teoría” (1949, p. 26), asimismo comencé a apreciar que aquello que hice –teorizando–era en sí mismo una forma de práctica. Pero si, como Ryle pro- puso, “teorizar es una práctica entre otras y se conduce a sí misma inteligente o estúpidamente” (1949, p. 41), estaba claro que no estaría practicando inteligentemente si con- tinuaba enseñando la ‘teoría educativa’. Lo que necesitaba urgentemente era una respuesta práctica y aplicable a la cuestión de lo que debía enseñar como teórico educativo, que reconociera la enseñanza como ndispensablemente teórica en sí misma y redefiniera, a la ‘teoría educativa’, como algo que los profesores poseen, en vez de algo pro- ducido por los académicos. Encontré una respuesta inicial a esta pregunta en el tra- bajo del teórico británico del currículum Lawrence Sten- house, particularmente en su sugerencia acerca de que el proceso por el que los profesionales educativos recuperan reflexivamente y ponen a prueba críticamente sus teorías tácitas, es esencialmente un proceso de investigación me- diante el cual el desarrollo de valores profesionales, cono- cimiento profesional y práctica profesional, están ligados inseparablemente (Stenhouse, 1975). Debí encontrar una manera de dar expresión práctica a la idea de Stenhouse del ‘profesor como investigador’ utilizando las ideas las diversas de mi amigo y colega Stephen Kemmis para dar expresión práctica a la brillante opinión de Stenhouse del desarrollo profesional a través de la investigación-acción educativa (Kemmis y McTaggart, 1982).

En la década de 1980, los trabajos de Stenhouse y Kem- mis me proveyeron de una comprensión alternativa sobre el desarrollo profesional que me permitió reconstruir mi práctica profesional como teórico educativo de una manera que reflejaba más exactamente mis propios valores y creen- cias educativas. Casi dejé más o menos de enseñar ‘teoría educativa’ como tema académico. En mi papel como teórico profesional, me mantuve activo –aunque eventualmente– como miembro de la comunidad filosófica de la educación, discutiendo conceptual y filosóficamente la alternativa de la relación teoría-práctica vinculada a la investigación-ac- ción (Carr, 1980, 1986, 1987). Pero también me hice miem- bro activo de la comunidad de investigación-acción, una comunidad de profesores, educadores de los profesores e investigadores educativos que crecía rápidamente y que se comprometieron con el punto de vista del desarrollo profe- sional que la investigación-acción promovía y sostenía.

El segundo episodio en mi desarrollo profesional que de- seo describir ocurrió diez años después. Para entonces, la investigación-acción se había convertido en un verdadero movimiento internacional y en el modelo dominante para los programas de desarrollo de los profesionales en servicio, en universidades e instituciones de educación de profesores en todo el mundo. Sin embargo, estaba preocupado de que la creciente popularidad de la investigación-acción había generado una gran cantidad de manuales y  guías de ‘cómo hacer la investigación- acción’, los cuales la mostraban como un método que los profesores podrían utilizar para recoger y analizar datos de su salón de clase, para resolver sus proble- mas prácticos (e.g. Hopkins, 1985). Esta preocupación mía se vio incrementada por la forma en la cual estas publica- ciones presentaban el propósito de la investigación-acción. Para algunos, el propósito de la investigación-acción era ayudar a los profesores a hacer su conocimiento profesional ‘implícito’ menos ‘subjetivo’ y más ‘objetivo’, para otros, la investigación-acción fue considerada como herramienta de gerencia para poder implementar ‘mejoras y cambios edu- cativos’ (Hustler y otros, 1986). Aun para otros, era poco más que una forma convencional de investigación empírica conveniente para los profesores. Mientras que la investi- gación-acción se había convertido en una práctica institu- cional articulada, la cual podría ser asimilada y acomodada en la amplia comunidad de investigación educativa, fue utilizándose cada vez más como método de investigación favorable a las ideas de la sofisticación metodológica y de la maestría técnica, pero, por ello, parecía incapaz de proveer la guía de la crítica autorreflexiva de la expresión práctica genuina. Apareció una discrepancia entre los recuentos teó- ricos del papel de la investigación-acción para promover el desarrollo profesional producido por Stenhouse y Kemmis, y su práctica institucionalizada. Irónicamente, la investiga- ción-acción había caído víctima del mismo problema que la teoría-práctica trataba de resolver ¿Qué significaba para mi propia práctica profesional como teórico educativo y como formador de profesores? ¿Debía continuar definiendo mi identidad profesional como un teórico educativo por prefe- rir los fines y las aspiraciones de la investigación-acción?

Mientras mi respuesta crítica a lo que prevalecía de la teoría educativa se incrementó por mis experiencias prác- ticas como profesor, surgió mi descontento con la prácti- ca contemporánea de la investigación-acción emanada de mi experiencia como docente universitario formador de profesores. Como formador de profesores, confiaba entera- mente en los fines y aspiraciones de la investigación-acción educativa, según lo declarado por Stenhouse y Kemmis, pero estaba descontento totalmente con la manera  en que se  había institucionalizado  en  las  universidades  y  otras instituciones formadoras de profesores. De nuevo me en- frentaba a preguntas prácticas fundamentales sobre qué y cómo enseñar, para lo cual el discurso que prevalecía de la investigación-acción no podía proporcionar una respuesta satisfactoria. Como había sido diez años antes, me encontré de nuevo buscando un lenguaje que me permitiera articular mi descontento y preocupaciones. Lo que necesitaba era un sistema de ideas y un tipo de discurso que me ayudara a realizar una articulación más completa del porqué no es- taba dispuesto a aceptar el concepto ‘desarrollo profesional’  inherente  en  los  acercamientos  contemporáneos  de la investigación-acción, así desarrollaría una alternativa y una manera más adecuada de entender lo que, como teórico educativo, debía hacer.

Mi búsqueda para esta alternativa me llevó inicialmen- te al trabajo de dos de los exponentes principales de la lla- mada ‘crítica de la modernidad’: Alisdair MacIntyre (1981, 1988, 1990) y Jurgen Habermas (1972, 1974). Leyendo a Ma- cIntyre Alter Virtue (1981), comencé a darme cuenta que vi- víamos una cultura de la emotividad, en la cual la razón se ha separado de la moralidad, el conocimiento de la acción, y la teoría de la práctica. El análisis de MacIntyre sobre la modernidad también me aclaró que el discurso directivo y tecnológico que ahora infectaba la investigación-acción no emergió de un vacío cultural o histórico. Era expresión de nuestra cultura moderna: una cultura que privó a la razón humana ordinaria de cualquier papel significativo en la for- mación de preguntas prácticas, referentes al propósito de la acción humana o a la conducta de la vida social. En la cultura de la modernidad, el razonamiento práctico había sido re- ducido al razonamiento técnico. La clase de preguntas prác- ticas para las cuales requería respuestas, como académico y formador de profesores, ahora estaban siendo contestadas por quienes, en virtud de su reconocimiento institucional y calificaciones profesionales, eran reconocidos por poseer el conocimiento directivo necesario y dominio técnico.

Habermas llamó a esta cultura ‘cientificismo’: una ideolo- gía de impregnación total que contamina todos los aspectos de la modernidad, y también el discurso, incluyendo la or- ganización y la práctica de la educación (Habermas, 1972, p.

2). La esencia de esta ideología de hacer auto-evidente que las formas de razonamiento que no van de acuerdo con elrazonamiento técnico de la ciencia (por ejemplo, las formas de razonamiento práctico que yo utilicé para confrontar mis propios problemas y preocupaciones profesionales), tenían que ser excluidas del reino del discurso racional. Dentro de una cultura dominada por la ideología del cientificismo, mis preguntas prácticas sobre lo que debería enseñar no sólo no podían ser contestadas racionalmente, no podían incluso ser preguntadas racionalmente.

En esta situación comencé a buscar un discurso que me ayudara a superar las limitaciones de la racionalidad técni- ca del cientificismo, en el desarrollo de mi práctica profe- sional, para encontrar respuestas prácticas a mis preguntas sobre lo que debería enseñar.

MacIntyre y Habermas me dieron una indicación clara de dónde esta búsqueda debía comenzar. Habían precisado que el período de la ‘modernidad’ de la cual son críticos, tie- ne sus raíces en el siglo XVI y, en parte, fue facilitado por el fallecimiento y derrumbe eventual de la tradición aristotéli- ca de ‘la filosofía práctica’, modo clásico de la investigación que  permitiría  a  los  docentes-investigadores  reflexionar filosóficamente  sobre  las  inconsistencias  para  compren- der cómo conducir su práctica con base en la cultura pre- dominante. Así entendido, el fin de ‘la filosofía práctica’ no era permitir a los docentes-investigadores llegar a ser más técnicamente eficientes, sino hacerlos más reflexivos so- bre los límites del autoentendimiento prefilosófico de su práctica,  llevándolos  al  cuestionamiento  filosófico.  Para mí, esto planteó algunas preguntas obvias: ¿es que la tradi- ción aristotélica de la ‘filosofía práctica’, ahora desechada, me permite dar un sentido teórico a la manera en la que mi propio desarrollo profesional se ha llevado a cabo durante los pasados 20 años? ¿Puede proveerme de una base para reconstruir mi práctica como teórico educativo? ¿La filosofía práctica mantiene la promesa de que mi papel profesional como teórico educativo, ha resuelto las tensiones entre el rigor teórico y la importancia práctica?

Al procurar contestar estas preguntas me fue inevita- ble la tentativa influyente de Hans- Georg Gadamer de recuperar la noción de Aristóteles de ‘filosofía práctica’ y de establecer su importancia para el mundo moderno (Ga- damer, 1980a, 1980b, 1981). Así con Gadamer y con ayu- da extensa del libro de Joe Dunne Back to the Rouge Ground (1993), los elementos principales que recuperé de Aristó- teles fue la distinción entre tres clases de acción humana: theoria (acción contemplativa que tiene como objetivo el descubrimiento de la verdad), poesis  (acción instrumen- tal gobernada por fines pre-determinados) poiesis y praxis (acción moral informada, en y a través de la cual se rea- lizan acciones éticas), y las tres formas de razonamiento apropiadas a ellas: episteme (razonamiento teórico), te- chné (razonamiento técnico que sigue reglas metódicas) y phronesis (razonamiento práctico basado en el juicio sabio y prudente) (Aristóteles, 1955).

Estas distinciones hicieron ver claramente que la fuen- te de mi descontento hacia la Teoría educativa y la investi- gación-acción, era la comprensión intuitiva de mi práctica como teórico educativo, como una forma de práctica moral informada y por lo tanto forma de praxis guiada por phro- nesis. También llegó a estar claro que solamente haciendo referencia a los conceptos aristotélicos de praxis y phronesis los profesionales educativos a quienes enseñaba, deseban entender su propia práctica y definir su papel profesional.

Al  finalizar  mi  excursión  autobiográfica,  resultó  que solamente adoptando una  perspectiva  aristotélica  podía sentirme capaz de encontrar el sentido adecuado a mi pro pio desarrollo profesional de los últimos 25 años. Ahora en- tiendo que continuar la construcción de la teoría educativa, como una colección de disciplinas teóricas  simplemente contrapone las necesidades prácticas de los profesionales para reconstruir reflexivamente sus propias prácticas, con las necesidades prácticas, muy diferentes, de los teóricos educativos para proveer explicaciones teóricas de la edu- cación. Recuperar la perspectiva aristotélica es necesario, porque la teoría educativa moderna priva a la educación de su carácter práctico esencial, dándole poca relevancia.

Además de indicar cómo la teoría educativa es actual- mente construida como una forma de theoria dirigida por la episteme, mi perspectiva aristotélica también revela cómo la investigación-acción ahora tiende a interpretar la prác- tica educativa como especie de poiesis dirigida por la techné, y por lo tanto promueve una forma de desarrollo profesio- nal, que mientras favorece la significación de la idea de la autorreflexión crítica, carece de una valoración verdade- ra acerca de su profunda importancia en la comprensión apropiada de lo que es  y lo que no es la investigación-ac- ción. La investigación-acción ha estado identificada algu- nas veces, por su afinidad teórica, con la filosofía práctica aristotélica (Elliott, 1987), pero la triste verdad es que ahora ha devenido nada más en una expresión patológica de la filosofía práctica moderna.

Finalmente, he aprendido de mis reflexiones autobio- gráficas que la teoría educativa y la investigación-acción son en sí mismas invenciones culturales de la modernidad que no pueden ser completamente inteligibles sin hacer referencia a las condiciones históricas y culturales de las sociedades modernas, en las que se originaron y desarrollaron. Reconocer esto es reconocer no sólo que emergie ron como respuesta a los problemas específicos y a las preocupaciones de la modernidad, sino también el alcance que tuvieron y su profunda implicación en el manteni- miento de las presuposiciones del pensamiento moder- nista. Es necesario reconocer que la práctica de la teoría educativa y la práctica de la investigación-acción son tan insatisfactorias porque esto es en lo que inevitablemen- te se convirtieron, cuando fueron elaboradas en términos de los valores y las creencias dominantes que constituyen nuestra cultura moderna. No debería ser una sorpresa lo aprendido, ahora cuando intento encontrar soluciones a mis problemas prácticos sobre qué enseñar, la teoría edu- cativa y la investigación-acción son siempre vistas como parte del problema más que como una fuente de solución.

Conclusión

Déjenme ahora tratar de articular algunas ideas reflexivas de mi experiencia autobiográfica en relación con el papel de la teoría educativa en el desarrollo profesional. Mi punto de partida siguiendo esta cuestión fue mi descontento ini- cial con los textos canónicos de la corriente dominante de la teoría educativa. Por lo tanto, mi prioridad fue desarrollar una manera alternativa de enseñar teoría educativa. Duran- te esta tarea, me encontré enlistando un grupo de filósofos que parecían poder ayudarme a entender mi descontento y preocupaciones. Por supuesto, la identificación y la se- lección de estos filósofos no fue ‘metódica’: no había reglas, principios o criterios que me permitieran seleccionar por adelantado quiénes de antemano deberían ser. Pero tampoco mi selección era completamente arbitraria, sino que estaba basada en un juicio práctico informado sobre lo que era más apropiado a mis necesidades particulares y sobre lo que era requerido en mi propia situación práctica.

De esta manera mi estrategia fue establecer una discu- sión extensa con un grupo de filósofos eminentes, cada uno había sido considerado para ayudarme a orientar mi propio problema educativo. El hecho de que cada uno de estos filó- sofos y teóricos estuvieran forzados a hablar de los proble- mas prácticos referentes a mi propia práctica profesional, y por otra parte a participar en esta discusión en los términos en los que los había colocado, significó inevitablemente que mi tratamiento de ellos fue parcial y selectivo. De hecho, porque yo dirigía sus ideas y discusiones hacia un punto que era mío, no suyo, ignoré las doctrinas filosóficas más gran- des en las cuales sus ideas y discusiones encajaban, además las transporté a un marco intelectual de una clase absoluta- mente diferente de la que ellos ofrecían por sí mismos. Pero solamente haciendo esto podría comenzar a sintetizar y a integrar sus contribuciones individuales para asegurarme de que, colectivamente, me ayudarían a encontrar una solu- ción al problema educativo específico que enfrentaba.
A pesar de que estaba leyendo estos textos filosóficos a través de los lentes centrados completamente en mis pro- pios problemas prácticos, mi comprensión inicial de este problema no era fija ni continuaba dictando cómo el curso de mi diálogo con esos filósofos se desarrollaba. Como re- sultado de leer sus trabajos, mi comprensión de los proble- mas prácticos era por sí misma redefinida y transformada de una manera que me forzó a enfrentarlos como parte de la ‘crisis de la modernidad’. Las nuevas ideas sobre este tema, que estos filósofos proporcionaron, me dispusieron a reconstruir reflexivamente la comprensión de mi prácti ca profesional como teórico educativo. ¿Qué he aprendido específicamente?

Primero,  he  aprendido  que  la  clase  de  razonamiento apropiada al pensamiento de lo que en la práctica debo en- señar no es una cuestión de pensar ‘teóricamente’ acerca de los propósitos, objetivos o finalidades de mi práctica y tam- bién a pensar ‘técnica’ o ‘instrumentalmente’ sobre la mejor manera de alcanzar estos fines. En el razonamiento prácti- co, los ‘medios’ y los ‘fines’ se encuentran en una relación recíproca. Son dos elementos mutuamente constitutivos dentro del proceso dialéctico del razonamiento práctico.
En segundo lugar, aprendí que esta clase de razonamien- to práctico no es algo que puede ser aprendido primeramen- te en ‘teoría’ y  después aplicarlo en la ‘práctica’. Más bien es una capacidad que puede ser aprendida solamente por el docente-investigador confrontado con una necesidad prác- tica inmediata de reconstruir el entendimiento heredado de sus prácticas, a lo que responde incursionando en la investi- gación reflexiva que Aristóteles llamó filosofía práctica: un modo de investigación que permite al docente-investigador exponer y examinar las presuposiciones dadas por sentado, implícitas en los discursos y en las prácticas endémicas de sus propias culturas profesionales.

Esta segunda lección se relaciona mucho con una ter- cera. El recuento de mi desarrollo profesional revela que cualquier ‘teoría’ propuesta por los teóricos educativos es inadecuada e incompleta, a menos que permita a los do- centes-investigadores (incluyendo aquellos que practican la teorización de la educación) proseguir buscando la ex- celencia de su práctica. Es inadecuada hasta que permita al docente-investigador entender por qué se vincula con su práctica de una manera inapropiada, y es incompleta si no puede justificar su demanda de explicar por qué esta mane- ra inadecuada de practicar puede ser como un gran llamado a su lealtad profesional.

Pero también he aprendido de mi propia experiencia profesional que la necesidad que tiene este docente-inves- tigador de esta clase de teoría no será resuelta con devenir en un teórico educativo. Ni se puede identificar tal teoría en la abstracción de las especificidades y particularidades de su propia situación autobiográfica, cultural o histórica. No resolvemos las necesidades de los profesionales de la teoría simplemente proveyéndolos de los Ethics  de Aristóteles o La verdad y el método de Gadamer. Dichos libros son indu- dablemente de gran alcance teórico, pero seguirán siendo prácticamente inactivos a menos que puedan ser leídos por los docentes-investigadores con la finalidad de generar respuestas a sus propias preguntas prácticas, específicas y concretas. Mi experiencia respecto a la lectura y escritura de ambos, es que esta clase de textos teóricos no sólo han reforzado el punto de que el teórico educativo es apenas un tipo más de docente-investigador educativo. También hay que aclarar cómo las preocupaciones y cuestionamientos de quienes leen estos textos, desde la perspectiva de un docen- te-investigador son muy diferentes de las que gobiernan la lectura desde la perspectiva de un teórico.

¿Cómo puede el teórico educativo desarrollar la capa- cidad del docente-investigador para elaborar textos teó- ricos que respondan a esta clase de ‘lectura práctica’? Mi propia revisión autobiográfica no sugiere que esto se pueda lograr por los teóricos educativos que enseñan a docentes- investigadores a leer los textos teóricos con el propósito de abstraer prescripciones para la práctica educativa, o como fuente potencial de soluciones a sus problemas prácticos.

Esto indica que un docente-investigador de la educación puede comenzar solamente a leer ‘prácticamente’ un texto teórico subordinando las preguntas teóricas fundamentales tratadas en el texto a sus propias preocupaciones prácticas individuales, cuestiones prácticas dependientes del con- texto. Pero aunque tales preocupaciones prácticas siempre limitarán y enfocarán la interrogación inicial del docente- investigador de la educación hacia un texto teórico, si es leí- do correctamente, inevitablemente responderá a través de la interrogación del docente-investigador, para forzarlo a transformar la comprensión inicial de sus problemas prác- ticos, localizándolos dentro de las doctrinas teóricas más grandes que el texto articula y sostiene.
¿De qué forma, como teórico educativo que soy, ense- ño a educadores profesionales a leer los textos teóricos de esta manera? ¿Cómo pueden tales textos ser seleccionados?
¿Cómo van a poder las ideas teóricas básicas articuladas en tales textos ser integradas con las preocupaciones prácti- cas de los profesionales de la educación? ¿Cómo, en otras palabras, se podrá enseñar la filosofía práctica? Éstas, cla- ramente, son preguntas prácticas, no teóricas. Los teóricos educativos, como yo, que entienden su propio desarrollo profesional así como el desarrollo profesional de los do- centes-investigadores que enseñan desde una perspectiva aristotélica, todavía no saben contestarlas. Aprender cómo hacerlo es nuestra tarea más importante y más urgente.

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2. Educación sin teoría

Resumen

Esta presentación se desarrolla a través de cuatro eta- pas. Primero da cuenta de los orígenes y la evolución del concepto de teoría educativa.  En segundo lugar,  utiliza la narrativa histórica para demostrar cómo lo que ahora llamamos teoría educativa se arraiga profundamente en el discurso del fundacionalismo de la modernidad de fi- nes del siglo XIX y principios de siglo XX.  En tercer lugar delinea y defiende una crítica posfundacionalista de los su- puestos epistemológicos fundacionalistas en los cuales se erigió nuestra comprensión de la teoría educativa.  Final- mente, argumenta que la única conclusión a la que puede llegar la crítica posfundacionalista es que la teoría educati- va ha seguido un curso que debe ser llevado ahora a un fin digno.

Palabras clave: teoría educativa, fundacionalismo, pos- fundacionalismo¿No está en la naturaleza de las cosas que la práctica deba fallar a la verdad de la teoría? ¿Qué piensa usted? (Platón, La República, 1955, pp. 232-233).

Introducción

Cuando nos introducimos en el debate educativo pudiera parecer que estamos argumentando sobre nuestras creen- cias fundamentales, mientras que lo que resulta realmente esencial, son las creencias que hacen posible el debate y que, por lo tanto, no se encuentran bajo disputa alguna. El debate particular que tengo en mente es el debate filosófi- co que se ha llevado a cabo durante los últimos cien años, aproximadamente, acerca de la naturaleza y el propósito de la teoría educativa. Es un debate que ha absorbido una gran cantidad de energía intelectual, provocado muchos intercambios agitados y generado desacuerdos intensos acerca de qué es la teoría educativa, para qué sirve y qué intenta conseguir. Desde luego, estos desacuerdos pueden debatirse racionalmente siempre que los participantes en el debate hayan acordado tácitamente que hay una em- presa distintiva llamada ‘teoría educativa’, que hace una contribución importante a la política y práctica educativa. En la ausencia de dicha creencia, toda discusión acerca de las contribuciones de la teoría educativa hacia la política y la práctica educativa, sería desintegrada rápidamente y llegaría a su fin.

¿Pero se aceptaría negar que esta creencia es simplemente perversa? ¿el reclamo de la teoría educativa como contribu- ción única de la práctica educativa no ha sido considerado por mucho tiempo y ahora debería ser aceptado como una verdad del más puro sentido común? Que todos los partici- pantes en el debate de la teoría educativa hagan este recla- mo es algo que no puede negarse. Pero, lo que estoy a punto de sugerir es que se trata de un reclamo sin soportes, basado en una comprensión errónea y anticuada de lo que la teoría Lo que voy a argumentar es que la teoría educativa es

simplemente una expresión de la gran necesidad que tene- mos de sustentar nuestras creencias y acciones en un co- nocimiento que nace de una fuente autoritaria, externa e independiente. Aunque esta necesidad no pude negarse, de todas formas voy a insistir en que no existe nada como dicha fuente autoritaria, externa e independiente, y por lo tanto la teoría educativa, no es sino el nombre que le damos a varios intentos fútiles, que se han realizado durante los últimos cien años, para colocarnos fuera de las prácticas educati- vas y así explicarlas y justificarlas. Y lo que voy a proponer sobre las bases de este argumento, es que ya ha llegado el tiempo de admitir que no podemos tomar una posición fue- ra de la práctica y que ahora deberemos llevar la labor de la teoría educativa a un final digno1.

Como mi argumento no contiene ninguna versión par- ticular de la teoría educativa, sino la teoría educativa como tal, es claro que no pueda comprenderse dentro de los lími- tes del debate cuyos términos de referencia desafía y niega. Por lo tanto, en lo que sigue, resistiré el impulso de asumir la teoría educativa como concepto disímbolo, cuyo significado ha mostrado hasta ahora ser evasivo, y en cambio la trataré como invención cultural de fines del siglo XIX y principios del XX, que sólo puede ser adecuadamente entendida te- niendo como referencia el fondo histórico altamente espe- cífico contra el cual se originó y desarrolló. Una razón para

1Aunque esto se puede mirar como algo novedoso, el “contra la teo- ría” es un argumento bien conocido en disciplinas académicas tales como los estudios literarios (Mitchell, 1985) y la sociología (Mouzelis, N., 1995).  Algunas de las implicaciones de estas discusiones contra- teoría en la investigación educativa han sido discutidas por Thomas (1997, 2002). hacer esto es  puntualizar que el concepto de teoría educa tiva tiene una historia y sólo es distinguible bajo la luz de esta historia. Pero la razón principal es que esto me permite construir de manera esquemática la evolución histórica del discurso de la teoría educativa, mismo que revela ser parte integral de un proyecto intelectual cuyas incoherencias in- ternas le aseguraron su eventual declive. Visto desde esta perspectiva  histórica,  los  participantes  contemporáneos del debate de la teoría educativa no aparecerán más como contribuyentes de una cierta discusión filosófica atemporal sobre cómo la teoría educativa debe ser conducida y enten- dida, sino como los herederos inconscientes de un proyecto intelectual dañado, cuyas presuposiciones erróneas asegu- ran su eventual e inevitable fallecimiento.

Una historia esquemática
del debate de la teoría educativa

Hasta fines del siglo XIX, la ‘teoría educativa’ no existía.
Había, por supuesto, cierto número de textos canónicos
La República de Platón y el Emilio de Rousseau son sólo dos

ejemplos – cuyos autores son ahora comúnmente referidos como ‘teóricos educativos’. Pero ni escribiendo la Repúbli- ca ni Emilio, Platón ni Rousseau pudieron verse a sí mis- mos como contribuyentes de la especialización académica del siglo XX que ahora llamamos ‘teoría educativa’.  En su lugar, se vieron a sí mismos como participantes de esas controversias políticas y debates intelectuales propiciados por el momento histórico y el contexto argumentativo en el que originalmente se produjeron sus escritos filosóficos. Para extraer selectivamente de estos escritos una variedad de pasajes que ahora se consideran como ‘relevantes’ para la educación, lo que ha llevado a hablar de la ‘teoría educativa de Platón’ o de la ‘teoría educativa de Rousseau’, nada más como un gran acto de interpretación histórica.

Lo que se pierde con esta clase de pensamiento ahistó- rico es el entendimiento adecuado del clima intelectual en el que emerge lo que llamamos ‘teoría educativa’ y los as- pectos específicos de la educación que busca resolver. En particular, se pierde la apreciación de que el entendimiento contemporáneo de la teoría educativa tiene sus raíces histó- ricas a finales del siglo XIX, periodo que marca el punto más alto de lo que nosotros retrospectivamente caracterizamos como ‘modernidad’ –la ‘edad de la razón’– que inició con las repercusiones de la Ilustración del siglo dieciocho. Entre muchas creencias que legitimaron la modernidad e inscri- bieron las convicciones generales de que el progreso social dependía de hacer nuestras prácticas sociales e institucio- nes menos dependientes de la costumbre, hábito, dogma y tradición y basarlas más firmemente en el conocimiento encontrado a partir de normas universales de objetividad, ajustadas a criterios impersonales de racionalidad y verdad. El nombre dado a esta clase de conocimiento resultado de normas exactas fue, por supuesto, ‘teoría’.
En una cultura intelectual que desplegó tal fe desenfre- nada en el poder del conocimiento teórico para transformar la vida social, sólo quedaba esperar que las reformas edu- cativas empezaran a expresar sus preocupaciones respec- to a la llamada ausencia de ‘teoría’ en la educación de los profesores. En aquel tiempo, los profesores eran entrenados de acuerdo con el ‘método maestro-pupilo’: un sistema de aprendizaje en el que los profesores principiantes aprendie- ron cómo enseñar bajo la supervisión de un profesor experi- mentado (Tibble, 1966). Lo que aprendieron de esta manera fue una gama de habilidades de enseñanza y un cuerpo de conocimientos prácticos derivados de una mezcla de tradi- ciones, máximas, dogmas y reglas inamovibles. En 1884, la insatisfacción con este acercamiento a la educación de los profesores fue expresada por el reformador educativo R. H. Quick, en las siguientes palabras “dije audazmente que los profesores ingleses ahora se posicionan en la necesidad de la teoría; y más adelante, que las universidades tienen ventajas especiales para encontrarse ante esta necesidad” (mencio- nado en Tibble, 1966, pp. 4-5).

La visión de Quick consiguió que la educación de los profesores comenzara a moverse dentro de las universida- des, así, los cursos de teoría educativa comienzan a prolife- rar. Casi inmediatamente estos cursos tomaron una pauta reconocible como ‘teoría educativa’ que se podía definir casi exclusivamente en términos de ciertos textos filosóficos considerados históricamente como influyentes y una lar- ga literatura complementaria que explicaba las ‘doctrinas educativas’ centrales (e. g. Rusk, 1918).  En 1928, Sir John Adams explicó por qué la ‘teoría educativa’ había emergido de esta forma. uando la educación comenzó a ser reconocida como una asig- natura en los currícula de la Universidad, era natural que los pro- fesores en educación buscaran, a través de la literatura mundial, grandes nombres con los cuales adornar sus listas de lecturas prescritas. Naturalmente, Sócrates, Platón y Aristóteles fueron aprovechados en los inicios y se mostró mucha ingenuidad en la extracción de principios educativos de sus trabajos (Adams, 1928, p 32).

Pero  aunque  en  su  primera  forma  institucionalizada,  la teoría educativa era esencialmente filosófica en carácter, esto no previó la aparición de una discusión cuya agenda fue estructurada alrededor de dos preguntas fundamenta- les con las cuales seguimos familiarizados: ‘¿cuál es la base epistemológica de la teoría educativa?’ y ‘¿cómo se relacio- na la teoría educativa con la práctica educativa?’   Ambas preguntas fueron contestadas temporalmente por la publi- cación, en 1928, del texto seminal de Sir John Adams The Evoution of Educational Theory: un libro que buscaba “servir como prototipo para esto en la educación tanto de la Gran Bretaña como en América” (Rusk, 1961, p.61). La respuesta de Adams al cuestionamiento de la base epistemológica de la teoría educativa fue insistir que “para la etapa que aho- ra se ha alcanzado en la evolución de la teoría educativa es necesario ver a ésta como parte de la evolución más general de varias escuelas de pensamiento filosófico” (Adams, 1928, p 32).  Y su respuesta al cuestionamiento de cómo se rela- ciona la teoría con la práctica, fue argumentar que “como último recurso, la teoría debe justificarse a sí misma por una práctica exitosa, mientras que la práctica exitosa siempre se encontrará basada en la teoría” (ibid p. 4-7).

En la mayor parte de la primera mitad del siglo XX, las respuestas de Adams a los dos cuestionamientos anteriores acerca del debate de la teoría educativa proporcionaron la base sobre la cual la teoría educativa se desarrolló y evolu- cionó.  Pero a mediados del siglo XX, llegó a ser cada vez más evidente que este consenso era minado por los cam- bios de la cultura académica, causados por la aparición de las doctrinas epistemológicas de gran alcance, conocidas colectivamente como positivismo lógico. En 1957 apareció un compendio de la teoría educativa en el cual las doctrinas ositivistas fueron completamente aceptadas y endosadas: An Introduction to the Philosophy of Education de D. J. O’ Connor (O’ Connor, 1959). En ésta, O’ Connor invocó los principios centrales del positivismo lógico para argumentar que “los estándares y los criterios usados para determinar lo que va a contar como teoría científica genuina en ciencia pueden y deberían ser usados para juzgar el valor de varias (y a veces conflictivas) teorías por los escritores de la educación” (ibid p.76).  Lo que esto revelaba es que “la palabra teoría, como se usa en el contexto educacional, es generalmente un título de cortesía. Esto es únicamente justificado cuando aplica- mos resultados experimentales establecidos en psicología y sociología a la práctica de la educación” (ibid p. 78).

La conclusión principal que O’ Connor dio a este argu- mento fue que, en la cultura académica positivista de me- diados del siglo XX, la teoría educativa sólo podría adquirir legitimidad   intelectual   abandonando   su   preocupación por las teorías filosóficas y reconstruyéndose como cien- cia aplicada (O’ Connor, 1973). No resulta sorprendente que muchos filósofos educativos se hayan opuesto a esta conclusión y hayan argumentado en cambio que la teoría educativa sólo podría alcanzar su objetivo práctico si la fi- losofía preservaba su rol nodal. El abogado principal de esta visión fue Paul Hirst quien, como O’ Connor, aceptó la ne- cesidad de redefinir la teoría educativa teniendo en cuenta la ‘filosofía analítica moderna’ (Hirst, 1963, 1966, 1973). Él también aceptó que “el concebir la teoría educativa como esencialmente filosófica en carácter implica seriamente el subestimar la importancia de otras formas de conocimien- to” (Hirst, 1966, p. 41). Pero a pesar de estas áreas en las que estaban de acuerdo, Hirst insistió que la opinión de O’ Connor de la teoría educativa como exclusivamente científica era “demasiado restrictiva” y fallaba en gran medida al reconocer que la “teoría educativa es una especie de ‘teoría práctica’ la cual se dibuja en una gama de disciplinas acadé- micas −incluyendo la filosofía− para formular los principios educativos racionales que pueden determinar lo qué debe ser hecho en actividades educativas” (ibid p.53).

Mientras que la discusión de Hirst comenzó a dominar el debate, los acercamientos puramente filosóficos sobre la teoría educativa comenzaron a ser desmantelados y reem- plazados por una gama de disciplinas académicas, dentro de las cuales las más sobresalientes eran filosofía, psicolo- gía, sociología e historia ‘de la educación’ (Tibble, 1966). Para finales de la década de 1960, los departamentos de educación  de  la  universidad  habían  sido  reorganizados, las nuevas identidades profesionales habían sido creadas y nuevas publicaciones y sociedades de aprendizaje estable- cidas, todo el despliegue que existía mostraba que la ‘teoría educativa’ no era nada más que la aplicación de las cuatro‘disciplinas fundantes’ de la educación. Sin embargo, para la década de 1980 el entusiasmo inicial por el acercamiento a estos ‘fundamentos (foundations)’ comenzó a ser afectado por preocupaciones cada vez mayores acerca de su impor- tancia en la práctica educativa. También, mientras que las insuficiencias filosóficas del positivismo llegaron a ser cada vez más obvias, emergieron las formas de teorización del pospositivismo que comenzaron a sugerir nuevos caminos para conceptualizar la teoría educativa, en los cuales la de- bilidad teórica y práctica que se enfoca en los fundamentos (foundations) fue superada.

Apareció así un número de contribuciones pospositivis- tas al debate de la teoría educativa (Carr, 1980, 1986, Pring,
1977, Hirst, 1983, Elliott, 1987) que no sólo criticaron seriamente el enfoque ‘fundacionalista de las disciplinas’, sino también mostraron una visión de la teoría educativa basada en un análisis del concepto de ‘práctica’ más que en el de ‘teoría’. Los argumentos e influencias filosóficas apropiadas para este propósito incluyeron la distinción de Ryle entre el ‘saber cómo’ y ‘saber qué’ (Ryle, 1949), la reconstrucción de Gadamer del concepto aristotélico de la ‘práctica’ (Ga- damer, 1967, 1980), la teoría de Polanyi del conocimiento‘tácito’ (Polanyi, 1958, 1966), la noción de Oakeshott de co- nocimiento ‘práctico’ (Oakeshott, 1962, 1966); y el razona- miento práctico de Habermas (Habermas, 1972, 1974). Las maneras en las cuales estos recursos intelectuales fueron desplegados no eran siempre iguales y el resultado colec- tivo fue la aparición de una razón filosófica para la inter- pretación de la teoría educativa como especie de ‘práctica’ o de la ‘teoría personal’ que emergió a través del proceso de la ‘investigación autorreflexiva’, con la cual los docentes- investigadores descubrieron reflexivamente y examinaron críticamente las teorías implícitas en su práctica diaria.

Cuando esta idea comenzó a recibir una amplia acepta- ción, el debate comenzó a centrarse en un número de pre- guntas sobre cómo la visión de este ‘docente-investigador reflexivo’  de  la  teoría  educativa  podría  tener  expresión práctica. Las respuestas más influyentes a estas preguntas fueron proporcionadas por el trabajo precursor de Lawren- ce Stenhouse y, particularmente, por su reclamo de que el proceso por el que los docentes-investigadores reflexivos recuperan y críticamente determinan sus ‘teorías tácitas’ fuera, esencialmente, un proceso de investigación, en el cual el desarrollo de la teoría educativa y el desarrollo de la práctica educativa estuvieran ligados indisolublemen- te (Stenhouse, 1975). Las ideas de Stenhouse fueron desarrolladas más a fondo y reforzadas por Donald Schön en la ‘epistemología de la práctica’ y su argumento de cómo, a través del proceso de ‘reflexión-en-acción’ los docentes- investigadores se acercan a un proceso de investigación en el cual sus ‘teorías-en-uso’ se hacen explícitas, se reformu- lan críticamente y se prueban a través de acciones futuras (Schön, 1983, 1987). Los métodos y los procedimientos de la investigación se desarrollaron para dar una expresión prác- tica de esta visión de la teoría educativa, en los métodos y los procedimientos de la investigación-acción (Carr y Kem- mis, 1986, Elliott, 1991).

Aunque esta historia esquemática del debate educativo del siglo XX es inadecuada e incompleta, es sin embargo, suficiente para acceder a los aspectos del debate que han permanecido invisibles dentro de la discusión, haciéndo- los más transparentes. Por ejemplo, lo que ahora emerge claramente son algunos de los supuestos que gobiernan la manera en la cual la pregunta ‘¿qué es teoría educativa?’, se ha discutido y debatido. Lo que estos supuestos toman por sentado es que la teoría es todo lo que no es la práctica: que cualquier otra cosa que sea, la teoría educativa es abstracta más que concreta, general más que particular, contextual li- bre del contexto más que dependiente de él. Es decir, lo que está claro ahora es cómo el debate de la teoría educativa se ha afirmado siempre en el supuesto de que, como sea que se le conciba, la teoría educativa no es por sí mima una prácti- ca que tiene su fuente en la historia y en la cultura, y que ha estado siempre separada de la práctica que aspira afectar.
Lo que, con la retrospección histórica, es ahora claramen- te obvio, es que a pesar de las perspectivas prevalecientes sobre los fundamentos (foundations) epistemológicos de la teoría educativa, se ha cambiado de filosofía a ciencia, luego a una colección de disciplinas académicas y, finalmente, a las propias ‘teorías en uso’ de los docentes-investigadores; lógicamente la primera, suposición de qué tipo actividad práctica es la educación, o debería ser, basada en algún tipo de ‘teoría’, nunca ha sido debatida o discutida seriamente. Lo que también resulta aparente es cómo los fundamentos epistemológicos de la teoría educativa estuvieron siempre íntimamente relacionados y reforzados por el ambiente in- telectual particular en el cual ocurrió el debate. Así, mientras los diferentes argumentos que posiblemente dominaron el debate de la teoría educativa del siglo XX y sus protagonis- tas han sido ampliamente recuperados como importantes y conclusivos, es ahora obvio que con el tiempo estos argu- mentos han avanzado y no pueden ser considerados como importantes y conclusivos por sí mismos como habían sido considerados siempre, acomodándose a los cambios histó- ricos específicos de la cultura académica en la que se llevaba a cabo el debate de la teoría educativa. Asimismo, el hecho de que estos argumentos no se dieron en un vacío históri- co, no debería ocultar que las preguntas fueron abordadas desde sus orígenes de acuerdo con un periodo histórico construido en condiciones intelectuales y culturales que las señalan como auténticamente expresadas. Abstrayendo del contexto histórico y trasponiéndolas a un contexto en el cual las condiciones culturales e intelectuales ya no están presentes, preguntas como ‘¿qué es la búsqueda epistemo- lógica de la teoría educativa?’ ‘¿cómo la teoría educativa se relaciona con la práctica educativa?’, no necesitan ser con- testadas porque no necesitan ser preguntadas.

Teoría educativa: Un proyecto fundacionalista

He sugerido hasta ahora que la aspiración para crear un cuerpo  de  teoría  educativa  prácticamente  relevante  es un proyecto de la modernidad de finales del siglo XIX y principios del XX; y es solamente posible bajo la luz de los supuestos epistemológicos de la modernidad, que nos per- mite entender adecuadamente los episodios dominantes en el debate de la teoría educativa del siglo XX. Particu- larmente he intentado demostrar que solamente si se con- tinúa con una lealtad tácita a estos principios, los teóricos educativos contemporáneos pueden continuar mirando el punto y el propósito del proyecto de la teoría educativa, como evidente en sí misma y el debate de la teoría educa- tiva puede continuar siendo coherente.

Estos principios epistemológicos son por supuesto los que sostienen el discurso filosófico general ahora referido comúnmente como ‘fundacionalismo’.  En sentido estric- to, el fundacionalismo no se refiere a ninguna discusión o teoría particular, pero sí a la creencia general de que la única manera en la que podemos justificar adecuadamen- te nuestras creencias −como racionales y verdaderas− es demostrar cómo se basan en una cierta creencia básica o ‘fundamento (foundation)’ − que no necesita una justifi- cación propia porque son, en un cierto sentido, ‘induda- bles’, ‘evidentes en sí’ o de otra manera necesariamente verdaderas. Para ponerlo más formalmente, el fundacio- nalismo supone una justificación epistémica cuya base es una creencia que está justificada si, y solamente si, es una creencia fundamental que se  justifica a sí misma o puede demostrarse que está basada, o derivada de,  una creencia fundacional (Audi, 2003).

El fundacionalismo tiene una historia larga e ilustre. En parte, es una herencia de la imagen de Platón de un do- minio de alto orden de trascendencia, de las ‘formas’ uni- versales de conocimiento las cuales podrían ser utilizadas para corregir las insuficiencias y las imperfecciones de las creencias ordinarias.  En la historia subsecuente de la fi- losofía, el fundacionalismo ha tenido dos versiones, tanto racionalista como empirista y los aspirantes a ser incluidos en el estatus de creencia fundacional han sido verdades ló- gicas o matemáticas, ‘ideas innatas’, ‘verdades de razón’ y‘la experiencia sensorial’. Pero lo que iba a desempeñar un papel crucial en la formación de la cultura académica en la modernidad de los siglos XIX y XX, fue la tentativa de Im- manuel Kant de proporcionar los fundamentos filosóficos para los principios universales de la justificación racional, que son independientes de circunstancias históricas, so- ciales o culturales particulares y que se concretizan en la capacidad de la razón humana ilustrada para conseguir objetividad y verdad.

A finales del siglo XIX, ésta era la aspiración de la Ilus- tración, formular los estándares universales de la racionali- dad que determinaran las alternativas desde las cuales los teóricos sociales y políticos modernos debían definir sus ambiciones intelectuales y conducir sus discusiones acadé- micas. En adelante, el propósito principal de sus proyectos intelectuales sería transformar los métodos y los procedi- mientos de la justificación racional en confrontación críti- ca, con las prácticas e instituciones de todas las esferas de la vida social y política. Asimismo, el debate académico sería conducido en concordancia con los principios universales del argumento racional que era innegable a todas las perso- nas racionales y, por lo tanto, inmune a las influencias irracionales de la persuasión retórica o del poder político. En la Ilustración, la razón substituiría a la autoridad, la conducta y la organización de la vida social estarían basadas en el co- nocimiento demostrable, racional y verdadero. En la Ilus- tración, el papel del intelectual sería ‘hablar con la verdad para obtener poder’.

Así resulta que el proyecto educativo de la teoría era esencialmente un proyecto del fundacionalismo inspirado por los valores y los ideales de la Ilustración, arraigado en los supuestos epistemológicos de la modernidad de fina- les del siglo XIX y principios del XX. Asimismo, fue pre- dicado el supuesto de que las instituciones educativas y las prácticas debían ser gobernadas por el conocimiento teórico basado en los fundamentos (foundations) racio- nales que son invariables a través de los contextos y las culturas, separados de todo interés partidario o asuntos políticos proporcionando así un punto de referencia ex- terno desde el cual la racionalidad de las creencias edu- cativas y las prácticas puede ser adjudicada y asesorada independientemente. Entendido de esta manera, el propó- sito principal del proyecto de la teoría educativa fue lograr dos tareas relacionadas. La primera, era esencialmente fi- losófica: identificar los fundamentos (foundations) epis- temológicos para la teoría educativa, que permitieran que la práctica educativa se erigiera en principios, más objeti- vos y racionales que la mera creencia práctica no exami- nada. La segunda, era esencialmente práctica: reemplazar las creencias subjetivas dependientes del contexto de los docentes-investigadores con el contexto, por el conoci- miento  objetivo  generado  por  la  teoría.  Era  solamente cuando los docentes-investigadores actuaban con base en tal conocimiento que su práctica sería gobernada por los rincipios racionales universales que se aplican siempre y en todas partes, más bien que en su creencia práctica local y parroquial. Una vez que se reconoce que nuestro concepto actual de  teoría  educativa  está  encajado  profundamente  en  el discurso del fundacionalismo de la modernidad, algunas preguntas obvias comienzan a emerger. ¿Ha terminado el periodo histórico en el cual las creencias del fundacionalis- mo pudieran asumirse inconscientemente?  ¿No existen ya las condiciones culturales e intelectuales que han sostenido el debate de la teoría educativa?

¿Nuestra falta de respuestas concluyentes a las preguntas de base planteadas en el debate de la teoría educativa, debe- ría no ser vista como algo que inhabilite nuestra capacidad de construir racionalmente argumentos convincentes, he- chos desde los supuestos internos del propio debate sobre el fundacionalismo?. Estas preguntas sobre la validez del dis- curso fundacionalista, con el cual se ha conducido el debate de la teoría educativa, no se pueden formular claramente y tratar explícitamente como parte de la discusión en sí mis- ma. Pueden ser tratadas solamente empleando un modo de discurso en el cual los supuestos epistemológicos del funda- cionalismo sean cuestionados, dando la posibilidad de negar lo que la teoría educativa promete alcanzar. El nombre dado generalmente a este discurso es posfundacionalismo.

Teoría educativa: Una crítica posfundacionalista

El ‘Posfundacionalismo’ se refiere a un modo de discurso filosófico que reconoce cambios profundos e irreversibles en la forma que  ahora teorizamos, rechazando las ideas y creencias de la modernidad cuya forma de teorizar continua confiando en principios fundacionalistas, que no pue den aceptarse ya cuando intentamos dar sentido al mundo contemporáneo. Por otra parte, el posfundacionalismo no es una moda intelectual transitoria que se puede fácilmente dejar de considerar como ‘una clase de liberación radical de la responsabilidad intelectual’ (Blake et al, 2000 p. 25). Por el contrario, las ideas del posfundacionalismo se han articu- lado dentro de una gama de tradiciones filosóficas tan di- versas como la filosofía analítica anglosajona (Wittgenstein, 1953), la hermenéutica alemana (Heidegger, 1962, Gadamer, 1980), el neopragmatismo americano (Quine, 1964, Putnam, 1975, 1981, Rorty, 1979, 1982), el posestructuralismo francés (Derrida, 1978, Lyotard, 1984) y la teoría crítica neomar- xista (Habermas, 1972, 1974). De igual manera, el posfun- dacionalismo ahora encaja firmemente en una variedad de disciplinas académicas que incluyen: antropología (Geertz, 1977), teoría literaria (Fisher, 1989, Eagleton, 2003), historia (White, 1987), ciencias sociales (Foucault, 1974), así como la filosofía y la historia de la ciencia (Kuhn, 1962). La forma en la que el pensamiento posfundacionalista se articula den- tro de estas tradiciones filosóficas y disciplinas académicas varía. Pero lo que todos tienen en común, es la convicción compartida que a través del tiempo se ha venido abando- nando la búsqueda de los fundamentos epistemológicos que pudieran garantizar la verdad del conocimiento teórico. Por lo tanto los lemas familiares del posfundacionalismo − ‘no hay hechos mediadores’, ‘no hay lenguaje neutral de obser- vación’, ‘no decir las cosas como son’, ‘no ver las cosas desde ningún lado’, ‘no hay políticas que se escapen’ − tienen todos la intención de transmitir y reforzar el objetivo central de los posfundacionalistas: “que no hay fundamentos (founda- tions) del conocimiento, ni argumentos exteriores a nosotros mismos que garanticen la verdad de nuestras demandas de objetividad” (Blake y otros, p. 21).

Estos lemas del posfundacionalismo son suscritos por una amplia gama de argumentos filosóficos que demues- tran colectivamente como un mito, cualquier idea que po- damos sostener fuera de la historia y la cultura; que estamos siempre situados interpretativamente dentro, y cercados por, los discursos particulares aprendidos y adquiridos al ser partícipes de una cultura histórica. Puesto que no hay ninguna manera para que estemos ubicados fuera de tales discursos, nuestro sentido de quién y qué somos, es forma- do siempre por los discursos particulares que circulan en nuestro propio contexto histórico; se sigue que no puede haber posición epistemológica privilegiada que permita su- perar las particularidades de nuestra cultura y tradiciones. Por lo anterior el conocimiento nunca es desinteresado o in- dependiente, sino que se sitúa siempre dentro de un modo históricamente contingente de discurso más allá del cual es imposible ubicarse. Creer es de otra manera, en las palabras de Richard Rorty, simplemente una tentativa vana “de ca- minar fuera de nuestras pieles y de compararnos con algo absoluto… escaparse de lo finito de nuestro tiempo y lugar, de los aspectos convencionales y contingentes de su propia vida” (Rorty, 1982, p. 6).

Aunque los argumentos del posfundacionalismo son tan variados como numerosos, su propósito general es siempre el mismo: demostrar la imposibilidad de alguna vez alcanzar lo que promete el fundacionalismo, al mostrar que todos los aspirantes que han apelado al estatus privilegiado de fun- damentación (foundation) epistemológica del conocimien- to, buscando escapar a la influencia distorcionadora de la historia, de la tradición y de la práctica, han sido siempreproducto de sí mismas, de la historia, de la tradición y de la práctica. Stanley Fish propone sobre posfundacionalismo …que las cuestiones del hecho, verdad, corrección, validez y claridad no pueden presentarse ni contestarse en referencia a algún contexto adicional, sin una realidad histórica no cir- cunstancial, regla, ley o valor; más bien el anti-fundacionalismo afirma que todas estas cuestiones son inteligibles y discutibles solamente dentro de los recintos de los contextos, las situacio- nes, los paradigmas o las comunidades que les dan a ellos su for- ma local y cambiante... Entidades como el mundo, el lenguaje y el ser pueden ser todavía nombrados; y emiten juicios del valor sobre la validez y exactitud… todavía pueden ser hechos. Pero en todos los casos estas entidades y valores, junto con los procedi- mientos por los cuales son identificados y formados, serán inse- parables de las circunstancias sociales e históricas en las cuales realizan su trabajo. En fin, las meras esencias que en el discurso fundacionalista se oponen a lo local, lo histórico, lo contingente, lo variable y lo retórico, resultan ser irreductiblemente depen- dientes de, y de hecho funciones de lo local, lo histórico, lo con- tingente, lo variable y lo retórico (Fish, 1989, pp. 344-345).

Si, como insiste Fish “la teoría del fundacionalismo está im- plicada en todo lo que demanda trascender” (ibid p. 345), entonces resulta que, lejos de ser una actividad especial que se conduce fuera de la práctica, la teoría educativa es por sí misma una práctica formada históricamente inseparable de los contextos locales y parroquiales dentro de los cuales se produce y se articula, y depende de la clase de normas con- tingentes, de valores y de creencias que demanda examinar y determinar en la práctica de otras. Desde una perspectiva posfundacionalista, las razones por las que la teoría educa tiva no ha podido alcanzar sus metas indicadas, no son por que formular generalizaciones teóricas universales sobre la educación sea una meta compleja, difícil de alcanzar, sino porque es una meta imposible que nunca podrá ser alcan- zada. Y no puede alcanzarse porque lejos de ser ‘universal’ o ‘general’ tales generalizaciones teóricas son siempre abs- tracciones del mundo cambiante de la práctica y son for- madas siempre por las mismas características de la práctica su particularidad y contingencia− que la teoría educativa demanda trascender. A partir de la perspectiva posfunda- cionalista, la aspiración de la teoría educativa para gobernar la práctica desde una perspectiva neutral, desde una racio- nalidad general que domina, es una aspiración vana porque las normas, las reglas y las convenciones que gobiernan su propia práctica, son por sí mismas, más locales que genera- les, más contextuales que abstractas y derivan de la propia historia contingente de la teoría educativa. Desde esta pers- pectiva, la teoría educativa no puede informar a la práctica porque es en sí misma una forma de práctica. A sí mismo los teóricos educativos no pueden abstraerse de las normas, de los valores y de las creencias contingentes inherentes a esta práctica puesto que solamente dentro de ella puede ocurrir la teorización educativa2.

La respuesta más obvia de esta crítica del posfundacio- nalismo reconocería que el proyecto educativo de la teoría es un proyecto autoaniquilante fundacionalista, que debe- ría abandonarse ahora. Pero ésta no ha sido la respuesta común y los teóricos educativos que aceptan los principios

2  Para una discusión del significado del posfundacionalismo en la fi- losofía de la educación véase particularmente a Van Goor, Heyting y Vreeke (2004). centrales del posfundacionalismo, han respondido inten tando reconstruir el proyecto educativo de la teoría de ma- nera que no se base ya en los supuestos del fundacionalismo que desempeñaron un papel tan crucial en su formulación inicial. La tarea de articular esta clase de versión del pos- fundacionalismo de la teoría educativa ha sido emprendida recientemente con cierta claridad por Richard Pring en su libro Philosophy and Educational Research (Pring, 2000).

Pring orienta esta tarea apuntando primeramente el ar- gumento posfundacionalista de que no hay hechos no me- diados ni observaciones neutrales. “Los hechos” escribe, “no son la clase de cosa que uno observa independientemente de una manera particular de describir el mundo… lo que ob- servamos depende de los conceptos y las consideraciones que damos a estas observaciones” (de op. cit. pp.74-76). La segunda etapa de su argumento confirma el postulado del posfundacionalismo de que  cada práctica educativa, como cada observación, presupone un marco de valores y de su- puestos. Como él dice, “la práctica se define, parcialmente, en términos de intenciones, supuestos y valores de profeso- res, en supuestos y valores construidos en el contexto insti- tucional y social dentro del cual los profesores perciben su práctica docente” (op. cit. p. 126). La conclusión a la que él llega es que cada práctica está suscrita a cierta teoría: “nin- guna práctica está ubicada fuera de un marco teórico… es decir, un marco de creencias interconectadas” (op. cit. p.127). Y la conclusión que Pring esboza, es que el propósito de la teoría educativa es permitir a los docentes-investigadores descubrir de manera reflexiva su teoría tácita para exami- nar críticamente los supuestos teóricos subyacentes en su práctica. Según escribe,

La teoría se refiere a la articulación del marco de creencias y entendimientos que son vinculados con la… práctica… Esta po- sición teórica es la que traemos a nuestras observaciones del mundo y a nuestras interpretaciones de esas observaciones…, y cuando éstas se encuentran articuladas… está (la posición teó- rica) abierta al escrutinio crítico. Examinar la práctica requiere la articulación de estas creencias y entendimientos para expo- nerlos a la crítica. Tal crítica podría ser expuesta a la luz de la evidencia o la clarificación conceptual. En otras palabras, uno está comprometido a ser “práctico”, hacia supuestos teóricos de cierta clase; y uno está comprometido a explicar su práctica con cierto grado de actividad teórica. (op. cit. p.129).

Una pregunta preliminar derivada del argumento de Pring es ¿qué va a perderse y qué va a ganarse al caracterizar a los docentes-investigadores en el “marco de la creencia y el entendimiento” como teoría? Lo que se pierde claramente es cualquier distinción significativa entre creencias y teorías heredadas, y por lo tanto, entre las incontables creencias mundanas que necesariamente suscriben las prácticas más rutinarias e inconscientes y esas creencias más generales y más abstractas que algunos, pero de ninguna manera to- dos  los docentes-investigadores, pueden conscientemente desear describir como su ‘teoría educativa’. Claramente es posible ofrecer una definición estipulada de la noción de‘teoría’, como lo es incluir tanto lo anterior como esto último. Pero asimismo, la consecuencia de realizar esto, es hacer de la noción de teoría algo trivial, convirtiendo el término en otro nombre para las creencias prácticas de cada día.

Tratar las creencias de los docentes-investigadores como sinónimos de sus ‘supuestos teóricos’, no sólo hace la noción de teoría algo vacía; tampoco representa el posfundacionalismo. Aunque la idea de que “cada práctica es definida en términos de las intenciones y las creencias del docente” es ciertamente una idea del posfundacionalismo, esto no signi- fica que “uno está comprometido en ser práctico alejándose de los supuestos teóricos de cualquier clase” (op. cit. p.129). Los docentes-investigadores están comprometidos pero no con una teoría, sino con un cúmulo de creencias y reflexio- nes sobre éstas, que hacen explícitas no desde supuestos teóricos sino a partir de un conjunto de creencias relacio- nadas que surgen del entendimiento interpretativo de su práctica y su contexto dentro del cual ocurre. ‘Articulando’ sus creencias de esta manera, los docentes-investigadores no están vinculados con la actividad teórica ni con su ‘posi- ción teórica’. Lo que están articulando son las creencias que surgen de su práctica, no su lealtad a cierta teoría.

Sin embargo, la discusión de Pring, pese a persuadirnos de etiquetar la actividad de la reflexión crítica como una “ac- tividad teórica”, aún presenta dificultades; lejos de ser una actividad neutral que se puede emprender a partir de un punto de vista imparcial, la “reflexión crítica” en sí, se con- duce siempre dentro de un sistema de supuestos, creencias y prácticas −en el caso de Pring es considerada como “evi- dencia” que constituye métodos y procedimientos apropia- dos para la “clarificación conceptual”−,  que es particular de alguna comprensión práctica y por lo tanto parcial de lo que implica la actividad de la “reflexión crítica”. Aunque es in- dudablemente cierto, que aquí hay una diferencia entre esos “docentes-investigadores reflexivos” quienes examinan crí- ticamente sus prácticas “con base en la evidencia y la clarifi- cación conceptual” y los que la practican de una manera más o menos rutinaria y acrítica, esto no marca una diferencia entre los docentes-investigadores cuyas prácticas no están eterminadas por el contexto ni por las creencias acríticas de aquellos para los que sus prácticas aún permanecen de- terminadas. No son los docentes-investigadores los que de- terminan críticamente su práctica “a la luz de la evidencia y la clarificación conceptual”, que actúan de una manera im- parcial o desinteresada; están adoptando simplemente una perspectiva en su práctica que se determina sin reflexión ni crítica de los supuestos y creencias que constituyen su pensa- miento parcial, particular, y por lo tanto siempre discutible, entendiendo qué significa ‘ser reflexivo’ o ‘ser autocrítico’.

La versión posfundacionalista de Pring respecto a la teo- ría educativa no es única y ejemplos similares pueden ser citados fácilmente (Carr, 1995, Hirst, 1983).  Lo que todos tienen en común es un patrón de razonamiento que comien- za aceptando el discernimiento del posfundacionalismo de que no puede haber perspectiva que sea independiente de cualquier punto de vista interpretativo, contextualmente dependiente, pero concluye reinventando la visión del fun- dacionalismo de la teoría educativa que demanda sustituir. Lo que el posfundacionalismo implica es que ‘la práctica reflexiva’, ‘crítica’, ‘reflexión crítica’, ‘teorización práctica’ y el resto no son sino ‘justificaciones teóricas’, nombres para las actividades que se pueden realizar solamente dentro −y nunca fuera− de supuestos y creencias que forman la base de lo-que-se-toma-por-dado, contrariamente estas ‘activi- dades teóricas’ adquieren su forma particular y por lo tanto, sus nombres son establecidos por sí mismas siempre, y nun- ca independientes de la clase de valores contextualmente establecidos y de las creencias que intentan recuperar re- flexivamente y determinar críticamente. Lo que el posfunda- cionalismo enseña es que cualquier perspectiva crítica que tengamos en algunas de nuestras prácticas estará siempre basada en otras de nuestras prácticas; que nuestros supues tos y creencias no pueden ser el objeto de nuestra ‘teori- zación práctica’, porque proporcionan la condición previa imprescindible a nuestra ‘teorización práctica’; que aunque se interprete, ‘la teoría educativa’ nunca puede permitirnos ocupar una posición fuera de nuestra creencia práctica por- que las creencias constituyen el contexto necesario dentro del cual la teoría educativa toma lugar. Como Stanley Fish sostiene, “las creencias no son lo que usted piensa acerca de, sino lo que usted piensa con y están solamente en el espacio proporcionado por su articulación en la cual… la actividad de la teorización sucede” (Fish, 1989, p. 326).

Esto significa que cualquier versión de la teoría educativa que demanda permitirnos adquirir alguna clase de justifica- ción teórica independiente de nuestras creencias educativas y prácticas, puede comenzar solamente si la primera lección del posfundacionalismo es ignorada. Lo que el posfundacio- nalismo enseña es que tal justificación no es, ni será posible y que ahora debemos reconocer que la justificación de las creencias educativas y la evaluación racional de la prácti- ca educativa son solamente inteligibles en términos de las normas y estándares que constituyen los actos racionales de quienes las entienden −y son entendidos por otros− por ser miembros competentes de la comunidad de docentes- investigadores educativos. Así la única lección por aprender del posfundacionalismo es que aquellos quienes tomaron parte del debate de la teoría educativa del siglo XX, han as- cendido hasta el punto de colocarnos en una posición que nos permite liberarnos. Y, de ser así, entonces, todo lo que ahora se requiere es aceptar, sin pesar o nostalgia, que el proyecto de la teoría educativa sigue su curso y que ahora es tiempo de encontrarle un fin digno.

¿Educación sin teoría?

Por diversas razones que son completamente comprensi- bles, esta es una conclusión que la mayoría de los teóricos educativos querrán rechazar y aquellos que no, probable- mente la vean fuera de su alcance, como algo desesperan- te, equivocado y confuso. Si mi argumento ofrece cualquier clase de respuesta, casi ciertamente, ésta tomará la forma de una serie de contraataques en los cuales un número de ar- gumentos familiares, a pesar de ser fatales para mi posición posfundacionalista, serán invocados. Únicamente porque esto me ofrece una oportunidad de clarificar y defender mi posición más adelante, puede ser útil anticipar y contestar a tres de las objeciones más predecibles que mi argumento pudiera atraer.

Una objeción a mi argumento implicará indudablemente el demostrar cómo el posfundacionalismo confía en un relati- vismo autorrefutante. Típicamente, esta objeción comienza preguntando si el posfundacionalismo reclama que no exis- te una verdad objetiva, considera en sí misma como verdad objetiva, o como relativa a una cultura histórica particular. A partir de lo anterior, entonces el posfundacionalismo por eximirse de su propia idea, contradice la misma posición que proclama. Pero si esto no es así −si, la doctrina del posfun- dacionalismo es relativa al tiempo y lugar− entonces no hay argumentos racionales para aceptarlo como verdad.

Harvey Siegel ha utilizado esta clase de argumentos para rechazar las críticas al posfundacionalismo sostenidas por algunos filósofos ‘posmodernos’. ...las críticas al fundacionalismo… enfrentan grandes dificulta- des mientras que aparentan presuponer lo que quieren rechazar.Por ejemplo,… el posmodernismo quiere rechazar la posibilidad del conocimiento objetivo pero al parecer, considera como un hecho objetivo acerca del mundo que un conocimiento subje- tivo, de ese mundo, es siempre pre-interpretado y por lo tanto, nunca es objetivo…  De manera similar la insistencia de los pos- modernistas de que no hay una posición privilegiada que permi- te a los filósofos trascender las particularidades de sus propias culturas y las tradiciones, parece por sí misma un intento para hablar únicamente desde su posición, pues parece estar hacien- do una aserción concerniente a todos los filósofos y culturas. (Siegel, 1998, p. 30).

Pero por supuesto el posfundacionalismo no es una tesis epistemológica que “rechaza la posibilidad del conocimien- to objetivo”, es solamente una tesis explicativa sobre cómo emerge el conocimiento objetivo. Lo que el posfundaciona- lismo rechaza es esa forma de discurso que asume simple- mente que la única manera de demostrar la posibilidad del conocimiento objetivo −y por lo tanto la única manera de evitar el espectro del “relativismo”− es demostrar que esto deriva de una cierta fuente transcontextual independiente.

Lo que el posfundacionalismo acepta es que la existen- cia de dichas fuentes no ha sido demostrada, estas afirma- ciones han descubierto que sus “fundamentos” son por sí mismos siempre cultural e históricamente determinados, de tal manera que siempre han sido vulnerables a la refu- tación de sus argumentos centrales y a sus diferentes tipos de evidencias, ya que éstos dependen de diferentes con- textos históricos y culturales.


El posfundacionalismo no se excluye de tal refutación crítica y no excluye así la posibilidad que éste pueda, pos- teriormente, ser negado críticamente en sus argumentos centrales y evidencias, y ser substituido por el todavía no desarrollado discurso ‘pos-posfundacionalista’. El posfun- dacionalismo puede, por lo tanto, sin contradicción, in- cluir esto en su propia tesis. La única respuesta apropiada a la crítica de Siegel es simplemente precisar que puesto que es una crítica que se puede hacer solamente dentro de un modo del discurso que presupone que el onocimiento debe ser “objetivo” o “relativo”, es una crítica que presupo- ne, y es solamente inteligible dentro de la clase de discurso del fundacionalismo que el posfundacionalismo repudia y rechaza (Bernstein, 1983).

Un segundo argumento predecible contra mi tesis im- plicará el demostrar cómo es simplemente una cuestión de recuperación histórica, que en muchas ocasiones, la teoría educativa ha proveído la base teórica para la política y la práctica educativa. Con este fin, numerosos ejemplos serán citados −por ejemplo la influencia práctica de la teoría psi- cométrica de la inteligencia de Burt en las décadas de 1920 y 1930 y la teoría de Piaget del desarrollo cognoscitivo en la de 1970− todo lo cual constituye una refutación empírica de gran alcance, a mi tesis de que la educación nunca se ha desarrollado al interior de la teoría educativa.
Pero afirmar que la educación nunca ha emergido de la teoría educativa no implica negar que la teoría educa- tiva ha influido en la práctica, pero insistir que ésta no tiene nada que hacer con ella, exige proveer un análisis teórico racional.

Las teorías educativas pueden tener una influencia prác- tica muy real pero ésta no es diferente de la clase de influen- cia que se ejerce por cualquier práctica discursiva que haya sido apropiada como instrumento de persuasión retórica. La influencia práctica de la teoría educativa no tiene nada que ver con los criterios de objetividad, racionalidad y ver dad, y todo que ver con el rol retórico que este tipo de dis- curso puede jugar en un contexto educativo particular en un momento histórico particular.

Mi afirmación demanda entonces, que las preguntas sobre el papel práctico de la teoría educativa depende- rán enteramente del grado en el cual, en las estructuras retóricas endémicas de una comunidad educativa parti- cular,  haya una conexión directa e institucionalizada en- tre la producción de teorías educativas, los procesos con los cuales se formulan las políticas educativas y se toman decisiones sobre las prácticas educativas. En una comuni- dad educativa en la que generalmente se cree que la teo- ría educativa es relevante para la formación de la política educativa o para la mejora de la práctica −esto es en una comunidad en donde la teoría ha adquirido estatus, legi- timidad y respeto− la teoría educativa será prácticamente influyente en el sentido del empleo de su vocabulario y sus‘resultados’ serán considerados como componentes útiles de una estrategia retórica y política para presentar y jus- tificar un cierto punto de vista educativo. Pero en una co- munidad educativa en la cual el discurso teórico no puede, o no podrá, satisfacer estos propósitos retóricos y políti- cos −cuando esto es menos prolongado tiene una tenden- cia polémica− la teoría educativa puede asociarse con un‘discurso de burla’ (Ball, 1990) y se diluye como nada más que ideología y propaganda. En ambos casos la influencia práctica de la teoría educativa habrá sido determinada por factores locales contingentes, variará según las configura- ciones del cambio político, de intereses dominantes y de poder. En ambos casos, el papel práctico de la teoría edu- cativa habrá sido ‘político’ y ‘retórico’, no ‘teórico’.

La manera en la cual la teoría educativa realiza esta fun ción esencialmente retórica y política puede ser ilustrada considerando la influencia de la teoría psicométrica de la inteligencia de Cyril Burt en el sistema selectivo de la edu- cación secundaria británica, hacia la primera mitad del siglo XX. Es incuestionable que este modo del discurso teórico impregnó e infectó el lenguaje educativo hasta tal punto que sus conceptos centrales −‘inteligencia’, ‘índice de inteligen- cia (IQ)’, ‘capacidad académica’, ‘educabilidad’– se convir- tieron en una norma para la política educativa y se aceptó irreflexivamente en las prácticas educativas diarias. Pero si mi argumento es correcto, el grado en el cual este discurso teórico penetró la educación no demuestra que la teoría psi- cométrica proporcionó un análisis teórico racional para la política y la práctica educativas. Todo lo que demuestra es cómo, en las circunstancias particulares del tiempo, llegó a ser virtualmente imposible que los hacedores de la política educativa y los docentes-investigadores evitaran emplear el discurso psicométrico al articular y hacer inteligibles sus prácticas y creencias educativas.  Lo que esto demuestra es que el grado en el cual una teoría educativa informa o trans- forma la política educativa y la práctica, es el grado en que su vocabulario ha sido retomado por la comunidad educati- va y por lo tanto el grado en que su manera de entender rea- lidades educativas no puede ser considerado como ‘teórico’ sino como una extensión de las prácticas del sentido común de esa comunidad.

Mi argumento entonces, es que la significatividad prác- tica no es algo intrínseco a las teorías educativas, es sola- mente algo que sucede a algunas teorías educativas pero no a otras; estas preguntas sobre el impacto, la importancia, o la influencia de la teoría educativa, no son preguntas filosóficas sobre el único estatus epistemológico de la teoría, sino preguntas empíricas específicas que sólo pueden con- testarse detallando las investigaciones históricas dirigidas a mostrar los factores locales y contingentes −circunstan- cias históricas, necesidades institucionales del clima políti- co, condiciones económicas y culturales− que en sí mismas pueden explicar por qué algunas teorías educativas eran prácticamente influyentes y por qué otras no tuvieron nin- guna consecuencia práctica.  Tales investigaciones recono- cerán siempre que la influencia de la teoría educativa en la práctica educativa puede tomar un número de formas dife- rentes, las cuales podrán demostrar sus fuentes en la his- toria humana y ninguna de las cuales valida la demanda de la teoría para influenciar prácticamente una posición desde fuera de la historia.

Quizás el ataque más estridente contra mi argumento vendrá de aquellos que insistan que abandonar la teoría educativa significaría que la educación ya no se podría ba- sar más en los principios de la racionalidad y regresaría sim- plemente a un estado de ignorancia preteórica en el cual la política y la práctica fueron gobernadas por los dictados de la ideología política, prevaleciendo modas y creencias sub- jetivas. En esta visión, abandonar la teoría educativa sería privar a la educación de cualquier conexión con la objeti- vidad, la racionalidad y la verdad, esto produciría un clima en el cual la política y la práctica ya no estarían conforme a cualesquiera limitaciones racionales.

Pero esta profecía seguiría solamente, si mi argumento para abandonar la teoría educativa, fuera también un argu- mento para abandonar todas las limitaciones racionales. Sin embargo, mi argumento no es que las limitaciones raciona- les deben ser removidas, sino que su autoridad epistémica nunca es epistemológica ni teórica, sino siempre es práctica y contextual. Por otra parte, mi argumento para abandonar la teoría educativa no es sólo que no se puede producir un conocimiento teórico que haga racional la política educa- tiva y la práctica, sino también que la política educativa y la práctica son siempre y de una vez racionalmente delimi- tadas, por las prácticas sociales de la justificación racional que son intrínsecas al discurso de la comunidad educativa dentro de la cual los docentes-investigadores actúan.

Lo que mi argumento intenta demostrar es que los do- centes-investigadores no pueden abstraerse de este marco contextual y por lo tanto, siempre están, y nunca pueden ser otra cosa que, limitados racionalmente por las normas y los estándares epistémicos intrínsecos compartidos en su discurso y práctica.

Conclusión

Desde el comienzo del siglo XX, la teoría educativa ha to- mado muchas formas distintas. Pero lo que nunca ha cam- biado es el supuesto fundamental de que, ocupando una posición neutral e independiente fuera del campo de la práctica educativa, la teoría educativa puede actuar como un árbitro para determinar la racionalidad de las creencias y prácticas educativas. Aunque la imagen que prevalece de la teoría educativa continúa pareciéndose a algo que informa sobre la práctica sin ser parte de la misma, como algo que libera la práctica de su dependencia de las normas contin- gentes y limitaciones, sin ser por sí misma dependiente de normas contingentes y limitaciones, como algo que puede unir la práctica educativa con la racionalidad que tanto le hace falta. Esta imagen se exhibe a sí misma como la única fuente del conocimiento educativo racional justificado.

Y está siendo continuamente reforzada por la demanda de la teoría educativa de ser la única guardiana de las virtudes intelectuales de la objetividad, validez y verdad.
Uno de mis propósitos ha sido demostrar cómo esta imagen deriva de la cultura de la modernidad, en la cual el proyecto educativo de la teoría educativa del siglo XX fue formulado inicialmente. Otro ha sido demostrar cómo el discurso del fundacionalismo endémico de esta cultura continúa fijando los términos del debate de la teoría educa- tiva contemporánea. Pero mi punto principal ha sido argu- mentar que este discurso del fundacionalismo ahora ha sido reemplazado por el discurso del posfundacionalismo, en el que las formas de teorizar continúan dependiendo de su- puestos fundacionalistas que los privan de cualquier credi- bilidad intelectual. Y la tesis general que he perseguido con base en esta argumentación es que la aspiración para crear un cuerpo de teoría educativa que pueda informar y guiar la práctica educativa fue, y es todavía, un proyecto esencial- mente  fundacionalista que no tiene ya ningún lugar en la cultura del posfundacionalismo en la cual ahora vivimos.
Mi estrategia para perseguir esta tesis ha sido elaborar las consecuencias para la teoría educativa de algunas de las ideas principales del pensamiento del posfundaciona- lismo:   que estamos todos interpretativamente situados; que la teoría educativa es siempre el producto de los su- puestos interpretativos propios del teórico educativo; que la teoría educativa es solamente una práctica discursiva más; que la teoría educativa no causa el cambio educativo sino puede ser apropiada para la causa del cambio edu- cativo. La conclusión a la que he llegado a partir de estas ideas es que la aspiración de la teoría educativa para escapar del mundo de la práctica, para justificarlo desde fuera, es fútil, que la justificación práctica es la única clase que hay, que deberíamos dejar de buscar ‘justificaciones teóri- cas’ para la práctica educativa y finalmente conceder que no hay ningún fundamento epistemológico que nos per- mita determinar qué docentes-investigadores educativos que creen serlo, lo son en verdad.

El argumento que he empleado para sostener esta con- clusión es por sí mismo un argumento esencialmente teó- rico que he construido de acuerdo con las normas y los estándares de la racionalidad que limita la práctica de la teorización educativa.  Pero el hecho que haya negado que estas limitaciones son, o podrían ser, arraigadas en algunos fundamentos epistemológicos −el hecho de que ahora me entiendo interpretativamente situado− ni me libera de estas limitaciones ni me libera de mi situación particular.  Ni mi insistencia en que el estatus epistémico de las normas y de los estándares de la racionalidad que gobiernan la práctica de la teoría educativa es siempre contingente y contextual hace ninguna cosa para desacreditar su validez.  Exponer esta conclusión de mi argumento sería asumir la posibili- dad de identificar algunos criterios independientes contra los cuales la validez racional de estas normas y estándares podría ser justificada y determinada.   Pero por supuesto asumir esto sería resucitar el sustento más fundacionalista que mi crítica posfundacionalista de la teoría educativa ha intentado repudiar y rechazar.

¿Debería ser abandonado ahora el proyecto de la teoría educativa? Aunque he discutido que debería, me he opues- to cuidadosamente a cualquier sugerencia de que esto sea una recomendación que es ‘justificada por’ o ‘seguida de’ mi argumento.  Para mí, exigir esto sería eximir mi argumento teórico de sus propias ideas – atribuir implicaciones prác-
ticas’ al argumento teórico de que la teoría educativa no tiene ‘implicaciones prácticas’. Pero aunque mi argumenta- ción no puede proporcionar una justificación teórica para abandonar el proyecto educativo de la teoría educativa, no niega la posibilidad de que la influencia práctica que tiene cualquier discurso teórico pueda llegar a ser un modo de persuasión retórica. Si mi argumentación tendrá o no cual- quier significación para el futuro de la teoría educativa es sin embargo una cuestión contingente, dependiente ente- ramente del acierto para persuadir a los teóricos educativos de tomarla seriamente. Espero que así sea.

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3. Filosofía, metodología e investigación-acción1

Si se carece del talento natural para hablar, probablemente no pueda ser hecho por la doctrina metodológica...Esto es signifi- cativo para la teoría de la ciencia. ¿Qué clase de ciencia es la que se presenta más como cultivo de un talento natural que como descubrimiento teóricamente elevado de ello?…. La indagación en la historia de la ciencia… indica que la noción del método, fun- damental para todas las ciencias modernas, llevó a la disolución de una noción de ciencia que estaba abierta precisamente hacia tal capacidad humana natural… Esta es la filosofía práctica esta- blecida por Aristóteles (Hans Georg Gadamer 1981, p. 114-5).

1  Esta es una versión en extenso de un trabajo académico presenta-
do originalmente en la International Conference on Practitioner Research/ Action Research, en Utrecht, Holland, November 2005.

Introducción

Esto escribe Bridget Somekh en la presentación del libro Action Research: a Methodology for Change and De- velopment   “trata acerca de las diversas maneras en  las que los investigadores de ciencias sociales pueden uti- lizar la metodología de investigación-acción para superar las limitaciones de las metodologías tradicionales” (So- mekh, 2006, p. 1). Después de identificar “ocho principios metodológicos para la investigación-acción” (ibid  p. 6), Somekh enlista “una gama de cuestiones metodológicas que resultan problemáticas para los investigadores (ibid p. 11). Algunas de éstas (la naturaleza de la acción huma- na, el estatus y la validez del conocimiento producido a través de la investigación-acción) son, de hecho, las que están al frente de los debates metodológicos acerca de la investigación-acción. Pero una cuestión que nunca se de- bate ni es discutida es por qué resulta necesario referirse a la investigación-acción para definir algo denominado “metodología”. Algunos escritos sobre la investigación- acción parecen pensar que sin una “metodología” la inves- tigación-acción carecería de las normas y los estándares que salvaguardan su reclamo a la posición de investiga- ción ‘verdadera’. Pero los investigadores en las ciencias naturales no consideran necesario legitimar sus procesos de indagación invocando algo denominado ‘metodología’. Tampoco filósofos ni historiadores. Así que ¿por qué se necesita en la investigación-acción? ¿Qué es la metodolo- gía? ¿Qué propósito tiene?

En sentido estricto, la palabra ‘metodología’ se refiere a la razón teórica o, para utilizar el término de Somekh, a los ‘sustentos’ que justifican los métodos de investigación

propiados a un campo de estudio. Se entiende entonces, que una metodología no puede tener su origen en la investi- gación, sino tiene que basarse en esa forma a priori del cono- cimiento teórico generalmente referida como ‘filosofía’. Así la investigación-acción, como cualquier otra ‘metodología’ en ciencias sociales, está basaba en una relación particular establecida con la ‘filosofía’, de manera que los métodos de investigación son justificados por ésta, la cual, a su vez, se justifica por el conocimiento derivado de éstos. La metodo- logía de la investigación-acción deriva de una filosofía cuya naturaleza distintiva es la teoría de la ‘acción’ que constitu- ye su objeto de estudio y un sustento epistemológico para el tipo de conocimiento que procura generar. Entonces no resulta sorprendente que, en el planteamiento de sus “ocho principios  metodológicos  para  la  investigación-acción”, Somekh resalte una gama de teorías filosóficas de la acción humana, así como teorías epistemológicas que reconocen la naturaleza ‘personal’ y ‘contextualizada’ del conocimiento (ibid p. 27–30). Ni tampoco sorprende que muchos de los debates  metodológicos  sobre  la  investigación-acción  re- producen el debate general acerca de lo que constituye el conocimiento válido de la acción humana, que fue iniciado por dos perspectivas metodológicas opuestas expuestas en Rules of Sociological Method de Emile Durkheim  (Durkheim,

1982) y The Methodology of the Social Sciences de Max Weber
(Weber, 1949).

Pero, ¿por qué asumimos como necesaria que una jus- tificación intelectual para la investigación-acción puede solamente encontrarse articulando su racionalidad meto- dológica? ¿Por qué resulta necesario importar el discurso metodológico de las ciencias sociales en el debate sobre el origen y desenvolvimiento de la investigación-acción? Estas cuestiones tienen importancia porque tratan sobre el origen de la comprensión actual de lo ‘que es la investiga- ción-acción’, como consecuencia, para responder adecua- damente a éstas, es un requisito necesario resumir cómo emergió su autoentendimiento y por qué llegó a tomar la forma que ahora tiene. En otras palabras el punto de par- tida necesario para cualquier explicación de por qué la investigación-acci&oacutoacute;n es entendida actualmente como una metodología de investigación científica social es demos- trar cómo este entendimiento está inmerso profundamen- te en la manera en que la investigación-acción interpreta su propio pasado.

La historia de la investigación-acción

La manera convencional de escribir la historia de la inves- tigación-acción es dividirla en dos etapas. (Wallace, 1987; Kemmis, 1988; McTaggart, 1991). La primera de ellas abar- ca el periodo entre los años 1920 y 1950, cuando se intenta mostrar cómo “La investigación-acción se originó en los Estados Unidos donde, de 1920 en adelante, hubo un inte- rés creciente en la aplicación de métodos científicos para el estudio de problemas sociales y educativos” (Wallace, p. 99). La figura más citada de este periodo es Kurt Lewin (Adelman, 1993) a quien generalmente se le atribuye la introducción del término ‘investigación-acción’ para des- cribir una forma de indagación que permitiera “tratar y probar prácticamente las normas más significativas de la vida social” (Lewin, 1952, p. 564). Es también a Lewin a quien se le atribuye la idea de que ‘el método de investi- gación-acción’ se representa como una espiral de escalo- nes, cada uno de los cuales está compuesto por un círculo: de planificación’, ‘acción’ y ‘localización’ de datos sobre los resultados de la acción” (Lewin, 1948, p. 205). Así, en su formulación inicial, la ‘investigación-acción’ se define como un método que permite que las teorías producidas por las ciencias sociales fueran aplicadas y probadas por su eficacia práctica.

No obstante que el impulso original para la emergencia de la investigación-acción fue el fracaso generalizado de las ciencias sociales al no poder traducir los hallazgos de la investigación en acciones prácticas, quedó firmemente arraigada a la manera en que la ‘ciencia aplicada’ concibe la relación entre las ciencias sociales y el cambio social, inmersa en los supuestos epistemológicos propios de la cultura positivista que dominaba las ciencias sociales en América en la década de 1940. En esta cultura, la investi- gación-acción sólo podría conseguir ser legitimada como ciencia  social  asumiendo  los  principios  metodológicos prescritos por la epistemología del positivismo.
Así, apenas sorprende que el rechazo eventual de la investigación-acción  por  la  comunidad  científico-social Americana en la década de 1950, no fue tanto debido a su fracaso en el intento por relacionar la investigación social con la acción social, sino por su incapacidad para confor- marse en acuerdo con el postulado positivista de producir, como en todas las ciencias sociales generalizaciones empí- ricas, empleando métodos cuantitativos para la colección y análisis de datos. Fue a causa de este fracaso de cumplir con los requisitos metodológicos del positivismo por lo que la investigación-acción llegó a ser marginada y declinó rápidamente (Sanford, 1970).
La segunda etapa en la evolución histórica de la inves- tigación-acción toma invariablemente como su punto de partida el ‘resurgimiento’ o ‘renovación’ del interés que ocurrió en el contexto de la investigación educativa y cu- rricular en el Reino Unido a principio de 1970. Las razo- nes que se han dado para este resurgimiento incluyen: una convicción creciente de la irrelevancia de la investigación educativa convencional en lo que concierne a la práctica de maestros y escuelas (Kemmis, 1988); el reclamo respec- to al profesionalismo del maestro que podría ser mejora- do con un papel de investigación (Stenhouse, 1976); y la opinión de que una versión reinterpretada del método de investigación-acción de Lewin podría llevar a mejorar la práctica educativa e introducir cambios curriculares inno- vadores. Esto se podría conseguir dando la posibilidad a los maestros de probar en sus propias aulas las propuestas y políticas curriculares (Elliott, 1988).

La versión británica de investigación-acción que sur- gió durante este periodo se diferenció del anterior periodo americano de varias maneras. Una de éstas fue el rechazo de una metodología de investigación positivista, favore- ciendo el tipo de metodologías “interpretativas” que se empleaban cada vez más en las ciencias sociales. Como consecuencia, la investigación-acción se vio cada vez más como una forma de indagación que utilizaba métodos de investigación ‘cualitativos’, antes que ‘cuantitativos’, enfo- cándose en las perspectivas de los participantes y actores sociales (Kemmis, 1988) y eso tomó generalmente la forma de estudios de casos de situaciones específicas que serían útiles a los docentes-investigadores (Wallace, 1987).

Lo que también distinguía esta versión revisada de in- vestigación-acción era una concepción radicalmente dife- rente de su objeto de estudio. Mientras que Lewin y sus seguidores habían interpretado la ‘acción’ como poco más que una habilidad o la técnica práctica para ser evaluada en términos de su eficacia instrumental, sus principales exponentes ahora insistían que en educación, la ‘acción’ era vista como práctica educativa que, a su vez, se enten- día como ‘acción’ éticamente informada, a través de la cual se persiguieron valores educativos (Elliott, 1991). Como Kemmis afirma, “Los objetos de la investigación-acción educativa, son las prácticas educativas…Práctica, entendi- da por los investigadores, como acción consciente e infor- mada” (Kemmis, 1988, pp. 44-45). Como consecuencia, la investigación-acción no se vio más como un método para evaluar la utilidad práctica de teorías científicas sociales, sino como un medio por el cual los docentes-investigado- res podían probar las ‘teorías educativas’ implícitas en su propia práctica, tratándolas como hipótesis experimenta- les para ser evaluadas sistemáticamente en contextos edu- cativos específicos. Revisado y analizado de esta manera, el ciclo de investigación-acción de Lewin fue transforma- do de un método, con el cual los docentes-investigadores aplicaron las teorías científicas sociales a su práctica, en un método que les permitió evaluar la adecuación práctica de sus propias teorías tácitas ‘en la acción’ (Elliott, 1991,
1998).
Este breve esbozo de los orígenes y la evolución de la investigación-acción del siglo XX, obviamente deja mu- cho  que  desear.  No  obstante;  debe  ser  suficiente  para indicar cómo nuestra comprensión contemporánea de la investigación-acción depende de una narrativa que repre- senta su historia como un cuento del progreso y avance metodológico  –un cuento de cómo, conceptualizando la
‘acción’ como una especie de práctica moralmente infor- mada e interpretando la ‘investigación’ de acuerdo con metodologías de investigación pospositivista, la investi gación-acción ha sido capaz de liberarse de los errores y confusiones de su predecesor en la historia y desarrollar una comprensión intelectual más sofisticada de su propó- sito. Pero, lo que muestra también es que la historia de la investigación-acción es, como cualquier otra historia, una historia tanto de continuidad como de cambio. Así que, no obstante esta historia revela cómo la investigación-acción cambió de acuerdo con los desarrollos que han ocurrido en las ciencias sociales, la suposición original de que la investigación-acción es una forma de investigación cien- tífica social quedó indiscutida y sin oposición. Asimismo, aunque la ‘acción’ ahora se interprete como una especie de
‘práctica’, esto no ha perturbado la suposición de que la investigación-acción sólo puede contribuir a la mejora de la práctica ajustándose a normas y estándares prescritos por alguna metodología de investigación. Así que, mien- tras esta manera de escribir la historia de la investigación- acción muestra indudablemente por qué ahora debatimos las preguntas acerca de la clase de la metodología en la que la investigación-acción se debe erigir, no esclarece la pregunta lógicamente prioritaria de ¿por qué ahora tene- mos que asumir que un modo de indagación concerniente al desarrollo de las prácticas necesita ser erigido sobre las bases de una metodología de investigación?
¿Cómo debe ser contestada esta pregunta? Claramen- te no es en sí una cuestión metodológica y cualquier su- gerencia de que se puede contestar desde los límites del propio  debate  metodológico  de  la  investigación-acción simplemente profundiza la cuestión. Además, como esta es esencialmente una pregunta acerca de la manera en que la investigación-acción ahora interpreta su propia ascendencia histórica, la única manera en que se puede contes-
tar adecuadamente está demostrando un consentimiento para construir la historia de la investigación-acción de una manera radicalmente diferente. Y una vía obvia para reescribir la historia de la investigación-acción del siglo XX es tratarla como un episodio reciente en un proceso de cambio histórico y cultural mucho más largo, complejo, y que aún continúa. Desde esta larga y amplia perspectiva histórica; la investigación-acción no será vista como un fenómeno peculiar del siglo XX. Sino que será percibi- da como nada más que una manifestación moderna de la tradición premoderna de la filosofía práctica a través de la cual fue articulada y expresada originalmente nuestra comprensión del estudio de la práctica.

La tradición premoderna de la filosofía práctica

En la antigua Grecia la palabra ‘filosofía’ no denominaba una disciplina académica específica, pero se refería en ge- neral a cualquier forma de indagación intelectual seria. Si- milarmente, el término ‘ciencia’ no fue restringido a formas de indagación que utilizaban el método científico, sino se consideró simplemente como el cultivo de la capacidad humana para adquirir el conocimiento. También, las es- tructuras conceptuales dentro de las cuales el concepto de acción fue entendido eran muy diferentes a las nuestras. Dentro de estas estructuras, las distinciones conceptuales importantes no estaban entre ‘teoría’ y ‘práctica’ o ‘cono- cimiento’ y ‘acción’, sino entre clases diferentes de activi- dades humanas y el tipo de ciencia que puede guiarlas e informarlas. Así teoría (theoria) era interpretada esencial- mente como una actividad elegida por quienes perseguían el conocimiento por sí mismo  ‘para su propia consideración’ (épisteme). De igual manera, la ‘ciencia teórica’ se refería a formas contemplativas de cuestionar que utiliza- ban un razonamiento a priori para lograr el conocimiento de verdades eternas. Para los griegos, la única finalidad de las ciencias teóricas es sobrepasar las particularidades y las contingencias de la vida humana ordinaria, ellos consi- deraron que no tenía relevancia en la conducta de las acti- vidades prácticas diarias. No obstante, una tarea teórica a la que los griegos dieron importancia fue la de articular el modo de razonamiento, la forma del conocimiento y la cla- se de ‘ciencia’ apropiada a diferentes tipos de acción hu- mana. Es esta tarea que fue tan brillantemente consumada por Aristóteles la que, en Nicomachean Ethics, proporcionó un análisis filosófico detallado de las distintas formas de la acción humana y los distintos tipos de razonamiento que ellas utilizaron (Aristóteles, 1955).
Para Aristóteles, la distinción conceptual más impor- tante que se puede ver en las acciones humanas es entre esas dos formas de la acción humana que los griegos lla- maron poiesis y praxis. Poiesis se refiere a las numerosas acti- vidades productivas que forman la base de la vida econó- mica. Porque es una forma de ‘hacer la acción’ cuyo fin es conocido antes de los medios prácticos tomados para lo- grarlo, la poiesis es definida por esa forma de razonamien- to que los griegos llamaron techné y que hoy llamaríamos razonamiento instrumental ‘medios-fin’. Poiesis es así una forma de la acción instrumental que requiere una maes- tría del conocimiento, los métodos y las habilidades que juntos constituyen la destreza técnica. Para los griegos, las actividades artesanales eran casos paradigmáticos de poiesis  guiados por techné. Y, de esta manera ellos fueron guiados por las ‘ciencias productivas’ −lo que hoy llama mos ‘ciencias aplicadas’− que proporcionan los principios, los procedimientos y los métodos operacionales que cons- tituyen juntos los medios más efectivos para lograr algún fin predeterminado.

Aunque, para Aristóteles, praxis  es también una forma de la acción dirigida hacia el logro de algún fin, difiere de poiesis en varios aspectos cruciales. Primero, el ‘fin’ de praxis no debe hacer ni producir algún objeto o artefacto, sino dar una idea de lo ‘bueno’, característica de una forma de vida humana moralmente digna. Pero praxis no es la acción ética- mente neutral por medio de la cual se puede lograr la buena vida. Lo bueno de la praxis no es ‘el hacer’ (una acción), sino el ‘ser’ (ser bueno). A esto le sigue que, praxis es una forma de ‘hacer’ una acción precisamente porque su ‘fin’ −promover la buena vida– sólo existe, y puede únicamente ser realizado, a través de la praxis misma. Así también el conocimiento de lo bueno no puede ser adquirido aislado de una compren- sión del cómo, en una situación concreta o particular, este conocimiento deberá ser interpretado y aplicado. Praxis no es más que una manifestación práctica de cómo la idea de lo bueno es interpretada, el conocimiento de lo bueno no es otra cosa que una manera abstracta de especificar un modo de conducir la vida humana que es la expresión práctica de esta idea. En la praxis, adquirir el conocimiento de qué es lo bueno y saber cómo aplicarlo en situaciones particulares, no son dos procesos separados, sino dos elementos cons- titutivos mutuos dentro de un solo proceso dialéctico del razonamiento práctico.

El nombre que Aristóteles da a esta forma del razona- miento es phronesis. No obstante que phronesis, como techné, implique casos específicos abarcados por principios generales, no es una forma deductiva del razonamiento que re sulta en una prescripción para la acción. Ni es una forma de razonamiento que se puede aprender aislado de la práctica. Más bien puede que sólo sea adquirida por los docentes- investigadores que,  al procurar lograr los estándares de la excelencia inherente a su práctica, desarrollan la capacidad de hacer un juicio sabio y prudente acerca de lo que, en una situación particular, constituiría una expresión apropiada de lo bueno. Así, para Aristóteles, phronesis no es un método de razonamiento, sino una virtud moral e intelectual que es inseparable de la práctica y constitutiva de la conciencia moral de aquellos cuyas acciones se arraigan en una dispo- sición para hacer “la cosa correcta en el lugar correcto, en el tiempo correcto, de la manera correcta” (MacIntyre, 1981, p. 141). Igualmente, phronesis es un modo del razonamiento ético en el que las nociones de deliberación, la reflexión y el juicio juegan una parte central. La ‘deliberación’ es necesa- ria porque a diferencia de techné, phronesis, no es una forma metódica del razonamiento acerca de cómo lograr algún fin específico, sino un proceso deliberativo en el que tanto los‘medios’ como los ‘fines’ son cuestionables. Este tipo de ra- zonamiento es ‘reflexivo’ porque los ‘medios’ siempre son modificados reflexionando el ‘fin’, así como una compren- sión del ‘fin’ siempre es modificada reflexionando sobre los‘medios’. Y el ‘juicio’ es un elemento esencial de phronesis por que su resultado es un juicio razonado acerca de qué hacer en una situación particular que puede defenderse discursi- vamente y ser justificada como apropiada y conveniente a las circunstancias en las que se aplica2.

2  Mi referencia acerca de la distinción que establece Aristóteles entre phronesis y techné se recuperó en gran medida de la segunda parte de Dunne (1993).

Como, para Aristóteles, phronesis es inseparable de la práctica y puede únicamente ser obtenida por ella, no se puede desarrollar ni puede ser mejorada apelando a una ciencia teórica que proporciona un entendimiento pura- mente abstracto e intelectual de la idea de lo bueno. De manera similar, asumir que la phronesis puede ser informa- da y guiada por una ciencia productiva sería simplemente transformar praxis en una forma de poiesis. Ciertamente, para Aristóteles, la peculiaridad de phronesis −su plantea- miento en la praxis y la manera en la que es inseparable de las situaciones concretas en las que se aplica− significa que sólo puede ser propuesta por una ‘ciencia práctica’ exclusivamente  concentrada  en  sostener  y  desarrollar el tipo de conocimiento práctico éticamente informado que guía la praxis.

La ciencia práctica que emergería del análisis de Aris- tóteles sobre phronesis y praxis iba a constituir, por supues- to, el tipo de indagación característico de la tradición premoderna de la ‘filosofía práctica’ una tradición que in- fluyó la cultura intelectual occidental hasta el siglo XVII y que fue desechada solamente en los tiempos modernos (Toulmin,  1988,  1990).  En  el  marco  de  esta  tradición, siempre fue reconocido que la naturaleza indeterminada e imprecisa de praxis inevitablemente trae consigo que la filosofía práctica, sea una ciencia ‘inexacta’, la cual pro- duce una forma de conocimiento que no se puede aplicar como algo preestablecido. Sin embargo, aunque se acep- tara que la filosofía práctica no proporciona un cuerpo de conocimiento ético que los docentes-investigadores pue- den aplicar simplemente, esto no le impidió ser la ‘cien- cia’ que da la posibilidad a los docentes-investigadores de mejorar progresivamente su conocimiento práctico y desarrollar su comprensión de cómo lo que es bueno al interior de su práctica puede, en situaciones particulares, ser perseguido más apropiadamente. Pero lo que implicó este reclamo es que podía hacerse bien sólo por una cien- cia que se concentraba en defender y preservar, antes que suplantar o reemplazar, el razonamiento ya implícito en la praxis. Y la única clase de ciencia que podría hacer co- herentemente este reclamo era una ‘ciencia práctica’: una ciencia que procuró avanzar en la praxis, promoviendo la clase de autoconocimiento adquirido reflexivamente que permitiría a los docentes-investigadores identificar y eli- minar las insuficiencias y limitaciones del conocimiento práctico que sostiene su práctica.  Se entiende entonces, que la filosofía práctica es ‘práctica’ en la que se reconoce que el conocimiento que guía la praxis siempre procede y debe volver a relacionarse con la práctica. Y es ‘filosófi- ca’ en el sentido que procura elevar el conocimiento del bien adquirido irreflexivamente, y planteado en la praxis, al nivel de ser consciente del conocimiento, para que los docentes-investigadores puedan cuestionar la compren- sión prefilosófica de su práctica.

Interpretado  de  esta manera,  la  filosofía  práctica se parece muy poco a esa disciplina peculiar del siglo XX,‘ética aplicada’, que separa las cuestiones prácticas y mo- rales ‘primer orden’ de las justificaciones filosóficas de los principios éticos ‘segundo orden’, de los que dependen las cuestiones de ‘primer orden’. Más bien se parece a una ver- sión premoderna de la investigación-acción del siglo XX. Como  investigación-acción,  toma  la  práctica  humana, éticamente informada, como su único objeto dominante. De esta manera la investigación-acción puede ser defini- da como “una forma de pregunta reflexiva emprendida por los docentes-investigadores para mejorar sus propias prácticas, su comprensión y la situación en la que éstas se llevan a cabo” (Kemmis, 1988, p. 42). Y reconoce que el conocimiento que informa y guía la práctica es un “conoci- miento contextualizado que no puede estar separado del contexto práctico en el que está inmerso”.

Pero, aunque la investigación-acción represente una incorporación de la filosofía práctica del siglo XX, no obstante difiere de ello en varios aspectos cruciales. Por ejemplo,  mientras  en  la  filosofía  práctica,  el  entendi- miento de la naturaleza distintiva de la práctica permite determinar la clase de ‘ciencia’ apropiada para su desa- rrollo, en la investigación-acción surge como respuesta a la necesidad de un nuevo paradigma científico social de investigación que eliminaría la distancia entre la teoría y la práctica. Mientras la filosofía práctica “fue diseña- da para proteger precisamente la práctica contra incur- siones teóricas injustificables” (Dunne, 1993, p. 216), la investigación-acción  se  diseñó  para  proporcionar  una metodología de investigación que integraría la teoría y la práctica, utilizando el conocimiento teórico “de la psico- logía, la filosofía, la sociología y otros campos de las cien- cias sociales para probar su poder explicativo y utilidad práctica” (Somekh, 2006, p. 8).

Algo que también distingue a la filosofía práctica de la investigación-acción son las diferencias radicales que se encuentran en los contextos históricos en los que surgie- ron y los supuestos y creencias de fondo que generaron las perspectivas en los términos que las hicieron inteli- gibles. Se podría esperar entonces que cuando es vista desde  una  perspectiva  histórica  que  informa  nuestra comprensión contemporánea de la investigación-acción, la filosofía práctica tenderá a ser considerada como un modo de indagación anticuado y metodológicamente in- genuo (näive) que en nada contribuye a los debates meto- dológicos actuales de la investigación-acción. Pero ¿ten- dríamos que desechar la filosofía práctica de la tradición Aristotélica por tener nada más que un interés anticua- do? O ¿nos proporciona una ventaja externa que, sobre- pasando las fronteras del debate metodológico interno de la investigación-acción, nos puede ayudar a descubrir por qué la investigación-acción ha estado tan interesada en abarcar la idea de la ‘metodología’ y si se desvió al ha- cerlo? Afortunadamente, los recursos intelectuales nece- sitados para responder esta pregunta fueron planteados por Hans Georg Gadamer al reafirmar fuertemente la tra- dición Aristotélica de la filosofía práctica y su tentativa ambiciosa por mostrar cómo se puede recuperar de una manera apropiada en el mundo moderno.

La rehabilitación contemporánea
de la filosofía práctica

En su texto Truht and Method (1975a) Gadamer proporciona una explicación incuestionable de cómo la preocupación moderna por el ‘método’ ha dirigido a las ciencias sociales a adoptar “una forma metodológicamente enajenada del auto-entendimiento” (Gadamer, 1975b, p. 312) que ocul- ta las condiciones que hacen posible la comprensión hu- mana y distorsiona el carácter del entendimiento humano mismo. Para Gadamer, la causa principal de esta situación es “el prejuicio contra el prejuicio” de las ciencias sociales modernas su presunción que sólo eliminando los efectos distorsionadores como los prejuicios y la subjetividad de sus indagaciones es que pueden legitimar su reclamo para ser ciencias racionales, no contaminadas por presuposi- ciones y creencias irracionales.

Pero, lo que Gadamer demuestra claramente es que la aspiración de lograr una comprensión puramente racional es ilusoria y que el entendimiento humano no es nunca simplemente ‘dado’ sino es siempre ‘predispuesto’ por un elemento interpretativo que no está contenido en ninguna percepción u observación, pero siempre determina cómo se entienden las percepciones y observaciones. Además, así como el acto de entendimiento es siempre un acto de interpretación, así también tiene un carácter ineludible- mente histórico. Esto es porque los prejuicios que, de ma- nera particular, son traídos como soporte o sustento en cada acto de la comprensión, no son tendencias irracio- nales ni ideosincráticas de los individuos sino están inser- tos en las tradiciones históricas y culturales a las cuales inevitablemente pertenecen los individuos. Pero, aunque nunca podamos eliminar ni negar la autoridad de la tra- dición −aunque nunca podamos escapar a la influencia de lo que Gadamer llama la ‘historia efectiva’−, nunca pode- mos apelar a la tradición para evaluar nuestros prejuicios (criterio independiente de racionalidad que no implica la imposibilidad de la comprensión racional). Para Gadamer “no hay antítesis incondicional entre la tradición y la ra- zón” (ibid p. 250): así como la razón sólo puede ser soste- nida al interior de una tradición, también una tradición puede ser sostenida a través del uso activo de la razón. Así como Gadamer menciona, “aun la tradición más genuina y sólida no persiste por la naturaleza… necesita ser afirma- da, aceptada y cultivada. Es esencialmente conservación… pero la conservación es un acto de la razón” (ibid).

Pero, si la razón está siempre inmersa en la tradición,¿cómo puede contribuir al cultivo de la tradición? La res- puesta de Gadamer consiste en mostrar, en primer lugar que, así como toda comprensión implicaba ‘interpreta- ción’, también implica ahora ‘aplicación’, en el sentido que siempre es influenciada por la situación histórica particu- lar a la cual es aplicada. Es cuando las demandas prácti- cas del presente no pueden ser atendidas adecuadamente por un modo de entendimiento heredado del pasado que, los seguidores de una tradición, tienen que confrontarse con la necesidad de exponer de manera reflexiva y revi- sar racionalmente su entendimiento para trascender las limitaciones de lo que, dentro de esta tradición, ha sido pensado, dicho y hecho hasta ese momento. Aunque no pueda haber los criterios imparciales de racionalidad, los participantes en una tradición pueden, no obstante, revi- sar racionalmente los prejuicios inherentes a su autoen- tendimiento,  logrando  ese  nivel  de  conciencia  autorre- flexiva que Gadamer llama “conciencia histórica efectiva”: un descubrimiento explícito de la “historia efectiva” que está sosteniendo sus prejuicios y que va generando la com- prensión de su propia situación histórica. Para Gadamer, es sólo esta clase de comprensión histórica la que nos per- mite identificar las insuficiencias de los prejuicios en el trabajo de nuestra comprensión, reconocer su cuestiona- bilidad y “distinguir los prejuicios verdaderos, a través de los cuales entendemos, de los falsos, a través de los cuales mal interpretamos” (Gadamer, 1975, p. 266). Permitién- donos, de esta manera, poner la insuficiencia de nuestra comprensión heredada en confrontación dialéctica con las demandas prácticas de la situación actual a que se aplica, esa conciencia histórica promueve el desarrollo y la evolución racionales de la tradición dentro de la cual esta com prensión se inserta. Así, para Gadamer, la relación entre la razón y la tradición es dialéctica: cada una transforma y es transformada por la otra.

¿Cómo obtener una ‘conciencia histórica efectiva’? No se adquiere empleando ningún método ni técnica sino implica una apertura a la conversación en la que sus participantes se esfuerzan por llegar a una comprensión verdadera de su propia situación histórica. Pero, los individuos lo pueden lograr mostrando una disposición a arriesgar sus propias suposiciones y creencias en un diálogo genuino en el que los participantes aceptan que la parcialidad y particularidad de sus propias perspectivas y entendimientos sean expuestas y enmendadas por las perspectivas y entendimientos de los otros. Entrando en tal conversación, los seguidores de una tradición aprenden a reconocer la naturaleza históri- camente contingente y culturalmente situada de su propio entendimiento y de esta manera la naturaleza parroquial de lo que Gadamer llama sus ‘horizontes históricos’. Así, el resultado de la conversación no es una comprensión ‘obje- tiva’ de la situación, pero sí es una ‘fusión de horizontes’ un entendimiento mutuamente compartido donde las insufi- ciencias y las limitaciones de cada entendimiento inicial del participante llegan a ser transparentes y lo que es válido y valioso es retenido dentro de un entendimiento más inte- grado y más completo de la situación bajo discusión.
El planteamiento de Gadamer de la estructura histó- rica del entendimiento humano es, por supuesto, entera- mente aplicable al entendimiento de las ciencias ociales y en una colección de ensayos publicados bajo el título: Reason in the Age of Science, (Gadamer, 1983) muestra cómo las ciencias sociales modernas tienen su propia ‘historia efectiva’, cómo sus conceptos de ‘racionalidad’ y ‘objeti vidad’ están contenidos en una tradición y, de ahí, el co- nocimiento científico social no es más ‘racional’ u ‘objeti- vo’ que los prejuicios arraigados históricamente  que esta tradición ha legado. Lo que esto revela es que el supuesto de un concepto enteramente ahistórico de la razón que es independiente de la tradición, no es nada más que un ‘pre- juicio’ definitivo de la tradición de la modernidad y por esta razón esa modernidad −que para Gadamer “puede ser definida casi inequívocamente como una nueva noción de la ciencia y el método”− ha llevado a una perspectiva de las ciencias sociales en la que prejuicio y tradición son trata- dos como nociones opuestas y el concepto de metodología ocupa un papel central. Pero una vez que reconocemos que la aspiración de las ciencias sociales, de trascender la influencia distorsionadora de prejuicio y tradición, es una de las ilusiones de la modernidad, una vez que   recono- cemos eso “no hay entendimiento que esté libre de todo prejuicio” (Gadamer, 1975a, p 465), entonces no podemos evitar la necesidad de articular “un entendimiento de las ciencias sociales que ya no esté basado sobre la idea del método.” (Gadamer, 1980, p. 74). Y, para Gadamer la bús- queda de un entendimiento no-metódico de ciencias so- ciales lleva inevitablemente a un re-entendimiento de “la tradición remota y en desuso de la filosofía Aristotélica” (ibid. p. 78). “Pero ¿cómo …”  −él pregunta−se  dirige  la  filosofía de  Aristóteles  a  esta  discusión?  ¿Cómo pueden el análisis filosófico del antiguo pensador sobre la vida humana y las actitudes humanas y las acciones humanas y las instituciones humanas contribuir a una mejor comprensión de lo que hacemos? (Gadamer, ibid, p. 76)

Gadamer responde a estas preguntas comenzando un encuentro dialógico con la filosofía Aristotélica en la que el análisis de Aristóteles de phronesis y techné   permite ex- poner los prejuicios de nuestra comprensión contemporá- nea de las ciencias sociales y de esta manera nos permite forjar una mejor comprensión de ‘qué son las ciencias so- ciales’. Lo que surge de esta ‘conversación’ es una ‘fusión de horizontes’ en la que nuestro entendimiento de lo que es importante y significativo, en la filosofía práctica de Aristóteles, es modificado y transformado por la perspec- tiva generada en nuestra situación histórica moderna, así nuestro entendimiento de la situación histórica moderna está modificado a su vez y transformado por la perspectiva proporcionada por la filosofía práctica de Aristóteles. Lo que nosotros aprendemos de esta ‘apropiación’ de Aristó- teles es que el tipo de razonamiento apropiado en el desa- rrollo del entendimiento humano es análogo al modo no técnico del razonamiento situado y contextual práctico que Aristóteles llamó phronesis. Pero lo que nosotros  co- menzamos a reconocer es cómo, en la cultura de la moder- nidad, la noción aristoteliana de phronesis está volviéndo- se obsoleta, el diálogo ha sido reemplazado por la pericia técnica y la conciencia histórica ha sido suplantada por un conformismo rígido de las reglas metodológicas. Como Gadamer lo plantea, El gran mérito de Aristóteles fue que él anticipó el estancamien- to de nuestra cultura científica con una descripción de la estruc- tura de la razón práctica a diferencia del conocimiento teórico y la habilidad técnica… En una cultura científica tal como la nues- tra los campos de techné se han expandido más. El cambio crucial es que la sabiduría práctica no puede ser más promovido por el contacto personal y el cambio mutuo de puntos de vista. … Con-
secuentemente el concepto de praxis que desarrollamos en los últimos dos siglos es una deformación atroz de lo que la práctica es realmente… El debate del último siglo… degrada la razón prác- tica al control técnico. (Gadamer, 1975, p. 107).

Para Gadamer, una de las mayores consecuencias de esta deformación de la praxis es que ha llevado al falleci- miento de la filosofía práctica y a su reemplazo por una colección de ‘ciencias sociales’ libres de valores, exclusiva- mente reservadas para los que poseen la sofisticación me- todológica necesaria y la pericia técnica. En estas circuns- tancias, discute Gadamer, la tarea principal de la filosofía deberá repudiar las suposiciones en que esta perspectiva de las ciencias sociales se ha erigido y desarrollar un mo- delo dialógico, no-metódico, de las ciencias sociales en el cual el papel de la razón práctica tiene un reconocimiento completo en la formación de propósitos humanos y fines sociales. Según Gadamer, la única manera para la filoso- fía de lograr esta tarea es reafirmando el valor y la validez de la ciencia de la filosofía práctica de tal manera que sea apropiada para el mundo moderno. Cuando él afirma, “el carácter científico de la filosofía práctica es, como puedo verlo, el único modelo para el autoentendimiento de las ciencias sociales, si pueden ser liberadas del falso reduc- cionismo impuesto… por la noción moderna del método (Gadamer, 1979, p. 107).

La filosofía práctica, la metodología
y la investigación-acción

Las   implicaciones de la reactualización que hace Gad- amer de la tradición Aristotélica de la filosofía práctica obviamente, abarca un amplio horizonte para nuestro en- tendimiento de las ciencias sociales.3 Pero lo que es igual- mente obvio cómo es su capacidad de darnos respuestas a preguntas sobre del papel de la metodología en la investi- gación-acción que no están disponibles dentro de los lí- mites propios del debate metodológico de ésta. 4  Porque lo que demuestra claramente es cómo la noción original o verdadera del ‘debate metodológico’ está arraigada en la aceptación de la investigación-acción de ciertos prejuicios que están arraigados históricamente, con respecto a la na- turaleza de la práctica y de cómo el conocimiento práctico puede desarrollarse. Sólo demostrando un consentimien- to para poner nuestro autoentendimiento de la investiga- ción-acción en un encuentro dialógico con el análisis de Gadamer de la tradición Aristotélica de la filosofía prácti- ca, podremos lograr ese nivel de ‘conciencia histórica efec- tiva’ que nos permitiría apreciar hasta qué punto nuestra 3  Para una exposición y análisis detallados sobre la teoría del enten- dimiento de Gadamer, véase Bleicher, (1980); Bernstein, (1983); War- nke, (1987) y Dunne, (1997).

4  Algunas de estas implicaciones se desarrollan como parte del argu- mento de  Bent Flyvberg para crear una “ciencia social phronetica “ explícitamente ocupada de contribuir “al diálogo social progresivo” sobre los siguientes cuestionamientos ¿A dónde estamos llegando?

¿Es esto deseable? ¿Qué se debe hacer? (Flyvberg, 2001, pp. 60-61). Para una posible articulación de la idea de una “ciencia política phro- netica posparadigmática”, véase Schram (2004). concepción de la investigación-acción, como una forma de indagación científica social  basada  metodológicamente, fue contaminada por los prejuicios de la modernidad y de ahí, cómo estos prejuicios continúan ejerciendo una in- fluencia que distorsiona la manera en que la investigación- acción se realiza y es entendida actualmente. Pero una vez que nosotros aceptamos dar esta perspectiva histórica a nuestro entendimiento de lo que ‘investigación-acción es’, algunas ideas importantes comienzan a aparecer.

5 Algo que surge inmediatamente es el descubrimiento de cómo la investigación-acción del siglo XX no sólo re- presenta el punto de partida para un nuevo “paradigma de investigación científica social “, sino también represen- ta la transposición de la filosofía práctica en un contexto cultural en el que los significados premodernos conecta- dos a los conceptos de ‘acción’, ‘práctica’, ‘conocimiento’,

‘filosofía’ y ‘ciencia’ fueron transformados radicalmente. Privado de los recursos conceptuales y culturales necesa- rios para su existencia continua, es sorprendente que la fi- losofía práctica haya caído en desuso siendo reemplazada por el ‘paradigma de investigación-acción’ que no estaba basado en un análisis filosófico del papel de la razón hu- mana en el desarrollo del conocimiento práctico, sino, por el contrario, en la necesidad de desarrollar una metodo- logía de investigación apropiada al estudio científico so- cial de la ‘acción’. Fue sin duda, solamente aceptando esta noción de   ‘metodología’ que la investigación-acción se pudo justificar en términos de los prejuicios que formaron la cultura dominante de la modernidad. Haciendo esto, la 5  El significado que tiene la apropiación de Gadamer de la filosofía práctica aristotélica para nuestra comprensión de la investigación-ac- ción fue señalado hace muchos años por John Elliott (Elliott, 1987). investigación-acción llegó a estar profundamente implica da en privar a la praxis de la tradición de la indagación por la que se había articulado y sostenido hasta ahora. Lo que en segundo lugar emerge es la comprensión de cómo, en el curso de la transición de la filosofía prác- tica a la investigación-acción, el concepto de praxis se ha deformado y que tales deformaciones pudieron haberse evitado desarrollando una forma de investigación-acción que reconociera que esa praxis no se puede desarrollar ni puede ser mejorada por un modo de indagación basado en principios o reglas metodológicas. Esta segunda idea implica otra cosa. Una de las maneras en las que la meto- dología de la investigación-acción trata de comunicar un concepto distorsionado  de praxis es ocultando su forma- ción histórico-cultural y el modo no-metódico del razo- namiento práctico por el que se desarrolla y evoluciona. Pero, haciendo esto, se nos priva de cualquier compren- sión del porqué la investigación-acción es la única que puede contribuir a la mejora de la práctica satisfaciendo la necesidad de los docentes-investigadores de desarrollar la forma de reflexión filosófica y la conciencia histórica que el desarrollo de su propia praxis requiere. Además, en la medida en que la iniciación en la metodología de la in- vestigación-acción, ha remplazado la filosofía y la historia en el estudio de la práctica, los docentes-investigadores tienen negado el acceso a esa clase de indagaciones que les permitirían entender por qué su práctica no puede ser mejorada sobre una base de conocimiento derivada de una forma de investigación-acción conducida sobre la base de una metodología.6

6 Para una discusión sobre el papel ideológico que la noción de “meto- dología” juega en las ciencias sociales véase MacIntyre (1979).

Así, lo que finalmente surge es el descubrimiento de cómo la investigación-acción ha contribuido a la erosión de las condiciones intelectuales y culturales que son nece- sarias para lograr el desarrollo de la práctica. Sin embargo, una vez que la investigación-acción se prepara para am- pliar sus propios ‘horizontes históricos’ −si en otro tiempo estuvo preparada para aceptar las creencias dominantes explícitas en la modernidad− entonces sería cada vez más evidente el porqué la investigación-acción puede sólo ser inteligible como un modo de indagación que aspira a crear y alimentar la clase de comunidades dialógicas dentro de las cuales phronesis se puede encontrar y que el desarrollo de praxis presupone y requiere. Entendida de esta mane- ra, la investigación-acción no sentiría más la necesidad de demostrar su legitimidad apelando a una metodología. Y tampoco necesitaría interpretar el asunto del  avance del conocimiento práctico y el entendimiento como algo que concierne a la épisteme. En cambio, sería una forma de in- dagación que reconoció que el conocimiento práctico y el entendimiento pueden ser sólo desarrollados y mejorados por los docentes-investigadores que aceptan esa clase de diálogo y conversación a través de la cual se puede hacer explícita la naturaleza inmersa en la tradición de las supo- siciones implícitas en su práctica y se puede transformar el entendimiento colectivo de su praxis. Por lo tanto, man- tendría su reclamo de ser una forma de ‘investigación de los docentes-investigadores’ que les permita poner a prue- ba las suposiciones implícitas en su práctica, pero tam- bién insistiría que, como estas suposiciones están siempre inmersas histórica y culturalmente, éstas pueden ser sólo puestas a prueba a través de una forma de investigación interesada en promover la conciencia histórica. Así sería una forma de investigación que reconoce que la historia es el dominio donde el razonamiento práctico es consti- tuido y cultivado y que el poder de la historia es algo que una metodología de investigación nunca puede eliminar ni puede trascender.

Interpretada de esta manera, la investigación-acción no puede ser más entendida como un ‘paradigma de in- vestigación’ de las ciencias sociales, que puede lograr lo que la investigación científica social convencional nunca logró de forma muy significativa. Más bien sería conside- rada nada más como una manifestación posmoderna de la tradición Aristotélica premoderna de la filosofía práctica. Así considerada, sería un modo de indagación cuya tarea principal es recuperar la esfera de praxis de su asimilación moderna a la esfera de techné, fomentando la clase de co- munidades dialógicas en las que la conversación abierta se puede proteger de la dominación de una metodología de investigación. Esto no es una tarea fácil de lograr. Dentro de la cultura dominante de la modernidad, los conceptos de phronesis y praxis se han abordado marginalmente y es- tán desapareciendo casi por completo. Pero es únicamente tratando de asegurar que el vacío creado por el deceso de la filosofía práctica no sea llenado por una metodología de investigación, que la investigación-acción será capaz de defender la integridad de la praxis contra todas esas ten- dencias culturales que ahora la socavan y la degradan.

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York, Free Press).

Glosario

Este glosario tiene como finalidad esclarecer algunos térmi- nos, haciendo alusión a los utilizados en inglés por el autor originalmente.

Docente-investigador:  “practioners”, Carr  hace  referencia a quien practica la docencia reflexionando, cuestionando y analizando su propia práctica para explicarla, compren- derla, intervenir en ella o transformarla. Por ello la idea del docente-investigador coincide con esta descripción.

Docente universitario o académico: “University teacher” o “Academic” se refiere a los responsables de la educación a nivel superior. En las universidades mexicanas el acadé- mico desempeña funciones de docencia, investigación y vinculación.

Filosofía práctica aristotélica: Aristotle’s practical philo- sophy” El autor recupera de Aristóteles la distinción que hace sobre tres tipos de acción humana: acción teórica o contemplativa (theoria), cuya forma de razonamiento es teórico (episteme), la acción poiética o instrumental (poie- sis) cuya forma de razonamiento es la técnico al seguir reglas metódicas (techné) y la acción moral informada (praxis) cuya forma de razonamiento está basada en el juicio sabio y prudente (phronesis).

Formador de profesores: “Teacher educator”, son los docen- tes encargados de formar profesores.

Fundamentos: “Foundations”, hace referencia a las bases o cimientos de toda ciencia, arte o técnica. Una interpreta- ción fundacionalista sostiene que toda ciencia se sustenta en principios esenciales. El autor manifiesta su desacuerdo con esta perspectiva al referirse a la teoría educativa.

Investigación-acción: “action research”, postura que presenta el autor para autocuestionarse a través de la cual el docen- te-investigador puede tener elementos y llegar reflexionar sobre su práctica docente e implementar acciones de inves- tigación que buscan mejorar los procesos educativos.

Investigadores: dentro del texto original se encuentra el término “action researchers” para referirse a los investigado- res que siguen la postura de la investigación-acción “action research”. Por lo general en los textos ambos términos apare- cen muy cercanos uno del otro; considerando que en espa- ñol sonaría repetitivo, dentro de la traducción se optó por dejar palabra Investigadores para “action researchers”.

Investigadores  educativos:  este  término  referido  por Carr como “education researchers” hace alusión a todos aque- llos investigadores inmersos en el campo de la  educación en general. Es necesario diferenciarlo del término “action researchers”.

El docente investigador en educación

Profesionales educativos o profesionales de la educa ción: “Educational professionals” son las personas que se es tán formando o que se dedican al ejercicio de la docencia como tarea fundamental.

Profesor: “Schoolteacher”, profesor responsable de la forma- ción de los estudiantes a nivel básico y medio.

Wilfred Carr

Originario de Manchester, Inglaterra (1943), Wil- fred Carr se ha dedicado a la investigación en fi- losofía de la educación, metodología de la inves  tigación educativa, así como teoría política y educación. Actualmente labora para la Escuela de Educación de la Universidad de Sheffield en Inglaterra.

Cabe destacar que sus estudios universitarios siempre han sido en relación con la educación y la filosofía: Diplo- ma in Education (Diploma en Educación) con mención honorífica; BA Philosophy and Education (Bachelor De- gree en Filosofía y Educación) MA degree in Philosophy (Maestría en Filosofía) y PhD Philosophy of Education (Doctorado en Filosofía de la Educación).

Es conocido por sus aportaciones teóricas en el ámbi- to educativo; dentro de sus obras podemos citar: Becoming Critical: Education, Knowledge and Action Research (1986 Carr& Kemmis), For Education: Towards Critical Education Inquiry(1995);  Education  and  the  Struggle  for  Democracy  (1996  Carr& Hartnett); The Moral Foundations of Educational Research:
Knowledge, Inquiry and Values (2003 Carr, Sikes & Nixon) y The Routledge Reader in the Philosophy of Education (2005).
Constantemente publica en revistas académicas espe- cializadas británicas como: Pedagogy, Culture and Socie- ty; British Journal of Educational Studies y  Philosophy, Methodology and Action Research, Journal of Philosophy of Education. Distinguido como un especialista en filosofía de la edu- cación funge como vice-presidente honorario de la Philo sophy of Education Society of Great Britain (Sociedad de Filo- sofía de la Educación en Gran Bretaña) y  como editor de la revista Pedagogy, Culture and Society (Pedagogía, Cultura y Sociedad).

En nuestros días se le considera como uno de los filóso- fos contemporáneos de la educación. Una de las obras que se han traducido al español, Teoríacrítica de la enseñanza: la investigació-acción en la formación delprofesorado, editada en colaboración con Kemmis en 1988, probablemente es la más conocida, en la cual ambos plan- tean el accionar reflexionado del profesorado, a través de su propia práctica, acerca de la teoría educativa y su rol como docente-investigador

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